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Al fin, sola

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Ahora que por fin estaba sola, se dio cuenta de que esa no era la idea. Su cuerpo amplificaba el sonido de la respiración como una gran caja de resonancia. Era como escuchar una fuerte corriente de aire entrar y salir por un ventanal.

Adentro y afuera, constante, acompasado, eterno.

Sin testigos.

Todas las lágrimas que resbalaron por sus mejillas también podrían compararse con microscópicas cascadas, flujo inagotable, senderos de tristeza, pero qué más daba. Igual que el árbol que cae en el bosque sin que nadie pueda escucharlo. Aunque hasta el momento no se había visto un árbol que cayera por voluntad propia. Supuestamente.

Se acostó en el piso en posición fetal abrazando fuerte sus rodillas, tal vez se comiera a sí misma. Seguramente era el siguiente paso, sólo esperaba que fuera rápido. Poco a poco el acompasado ritmo de su respiración/fuelle/corazón hizo que dejara de preocuparse, acto seguido dejó de pensar, su mente estaba en blanco como la pantalla de un cine antes de que nada se proyecte sobre ella y después total oscuridad o sueño.

Despertó toda entumida debido a la incómoda postura, pero ya no estaba sola. Estaba claramente acostada al lado de Andrés. Los ronquidos eran inconfundibles. Miró por encima del bulto, eran las 3:50, todo parecía igual que siempre: la camiseta sudada, el hombre roncando, la calle ruidosa.

Se levantó y se asomó a la ventana para convencerse. Sí, todo parecía normal. El alivio se transformó en desilusión y le quitó el sueño.

Entró a la sala, prendió la luz y un cigarro casi al mismo tiempo y empezó a recorrerla haciendo un inventario. Sillón favorito con el brazo destrozado por los arañazos del gato; mesita de centro repleta de ceniceros de diversas partes del mundo: “la colección”; tapete de Temoaya sucio, pero percudido; pósteres de exposiciones enmarcados, haciendo alarde de mucha cultura, pero no tanto presupuesto; mancha de humedad justo en la esquina con forma de dragón chino, o perro salvaje, o... la discusión no estaba zanjada.

Pero el ventanal sí estaba roto, de piso a techo, había fragmentos de vidrio en la alfombra, sirenas de ambulancia y curiosos mirando hacia arriba. Sintió el impulso de agitar la mano, como los que se van en un barco, como los que se quedan en el muelle.

¡Adiós! ¡Adiós!

Pero nadie le respondía la seña. La miraban fijamente con cara de preocupación, como si estuviera loca, o como si no estuviera. ¿Y si no estaba? A lo mejor todo esto lo veía desde una nubecita a la que la habían mandado después de aventarse por el balcón. Recordaba nítidamente la carrera hacía el vacío, así como el acopio de fuerzas, igual que cuando uno toma valor para lanzarse a una alberca helada. ¡Una, dos y tres!

El golpe contra el vidrio dolió un poco, pero cuando finalmente se astilló y empezó a marcarle los hombros y las piernas con rasguños, sintió un gran alivio, casi una liberación.

Pero abajo no había rastro de ella. No había sangre, ni una tétrica sábana hipócrita. Tal vez ya se la habían llevado. Tal vez ahí tampoco estaba. Sino en la nube, la nubecilla de los inocentes.

Cuando se preguntaba quiénes o cuáles fuerzas la habían llevado a la nube, sintió una caricia peluda en las pantorrillas. El gato. Sintió al gato restregarse contra ella, la vibración de su ronroneo en las piernas. Eso no podía pasarte si estabas en una nube.

La sobresaltó el ruido de la puerta del baño. Era Andrés que salía a mear. Pelo revuelto, ojos a media asta y panza de fuera. Le gruñó como siempre.

—Alicia, ¿qué haces levantada? ¿Que no entiendes que es mejor soñar dormida?

Trató de contestarle, pero no pudo emitir sonido. Pequeños hilos de sangre le resbalaban por brazos y piernas. Se tocó la cabeza, también sangraba.

Si Andrés no se daba cuenta de eso es que efectivamente estaba alucinando o que era un gran hijo de puta. Las dos opciones plausibles.

—Vuelve a la cama, pero báñate primero que estás hecha un desastre. Mañana platicamos.

O sea que sí se daba cuenta y también era un desgraciado. ¿Cómo iba a esperar hasta el día siguiente para saber lo que pasaba? ¿Por qué no corría a ayudarla? ¿A qué venían la indiferencia y el fastidio?

Pero no la dejó reclamar; se volvió al cuarto sin darle una segunda mirada.

Alicia decidió hacerle caso y limpiarse. Cuando se miró a través del espejo vio una cara verdosa, descompuesta con círculos azules alrededor de los ojos y los vasos sanguíneos totalmente reventados. Recordó cómo se había sentado en el excusado, había abierto con trabajos la tapa pensada para impedir ataques de niños y se había tomado una a una todas las pastillas tragándolas con el agua que salía directamente de la llave del lavabo. Casi volvió a sentir el vómito espumoso y químico luchando por salir de su boca, el sabor amargo en la lengua que se extendía a todo el cuerpo, el retortijón que derivó en convulsiones, las cremas y perfumes esparcidos por el suelo y de nuevo nada.

El desorden estaba ahí, el frasco de somníferos vacío y tendido junto con los demás potingues en las baldosas de mosaico, pero de ella nada. Ni su cuerpo desguanzado, ni rastro de vómito o fluidos. Y sin embargo...

Abrió la cortina de la tina/regadera y recordó el roce de la navaja en sus muñecas, el agua volviéndose roja, la mente desfalleciendo. ¿Otra vez?

El sabor a metal de la pistola en el paladar.

Las ruedas del metro sobre la cabeza.

La soga al cuello.

Adentro y afuera, constante, acompasado, eterno.

Sin testigos.

Otra vez la soledad y las lágrimas.

Andrés asomó por la puerta.

—Llevas mucho tiempo ahí. ¿Estás bien?

—Mañana hablamos.