“El ser es y el no ser no es”
Parménides
Prólogo
La mano no alcanza a la cucaracha, que, veloz, se escurre por detrás de la nevera. Después de maldecirla le advierte de que le espera la congelación antes de que pueda disfrutar de la lechuga, si es que acaso consigue entrar y no se electrocuta antes. Pero la olvida justo cuando se ofrece otra para el desquite, indefensa en el fregadero. Como tiene asco de aplastarla con la mano desnuda, coge papel de cocina y la envuelve con él. Una vez los cuerpos distanciados, la aplasta, palpando el crujido del exoesqueleto. No obstante, desiste por hastío cuando ve pasar al lado de su pie izquierdo una tercera apresurada ante la inminente cita con la cuarta que sube por los bordes del horno y en cuya cima le espera un aceitoso pantano en los fogones. No intenta pisarla al estar descalzo, aunque intenta chutarla, como modo de minimizar el acercamiento, aunque sin éxito y un resbalón que desata el cabreo.
En el salón la oscuridad queda rota por la parpadeante pantalla de la televisión. No puede dormir. Un resto de anfetamina, esnifado hace horas, detenido en las mucosidades, ha logrado al fin tocar la pituitaria. Mira la televisión sin prestar atención, abarcado por esa desesperación contenida, hueca, formada de ideas para actuar frustradas por la nerviosa inmovilidad del cuerpo, como un conato de nada que se expresa en el rechinar de los dientes. Si hubiera alguien con quien hablar le hablaría de su marca de cerveza favorita, de que prefiere la col y el brócoli a la coliflor, de que cuando estuvo en Filipinas de vacaciones se lo hizo con dos muchachitas de rostro inocentón y picante, de que él siempre va de frente y sin mentiras. Pero, debido a la ausencia, se tiene que conformar con la arrogancia de una investigadora del departamento de homicidios que en este capítulo persigue al jefe de una banda de raperos encocados. Cambia de canal cuando toca relaciones amorosas de la detective como trama paralela a la caza y captura; y se detiene siempre en un canal en el que jovencitas asiáticas se dejan caer sobre las arenas blancas de una playa hawaiana. Algunas veces se levanta sin razón, permanece unos segundos en pie y vuelve a sentarse, hasta que finalmente se decide ir a la mesita en busca de otra raya.
La gota que se cuela por las fosas nasales hasta la garganta, amarga y sintética, seca la campanilla, haciendo costoso tragar saliva. Una cerveza fría es lo que más le apetece, mientras la dopamina atrapa su cerebro en una espiral habladora que no tiene quien le escuche. Pero cree que salir para tomar una copa es mala idea si se tiene en cuenta que tiene tres latas en la nevera. Si hubiera alguien haría chistes sobre negros, chinos, mujeres, leperos, maricones y borrachos. Todo un recital atraviesa con velocidad su pensamiento, haciéndole reír mientras abre la puerta de la nevera. Al principio cree que el cosquilleo que siente por la tibia es un efecto de la euforia, pero éste sube con velocidad por la rodilla y la pantorrilla hasta llegar a los huevos. Cuando mete la mano y aprieta se estremece al comprobar que el crujido lleva consigo la emergencia líquida. Sin perder los nervios y armado de valor, saca la mano y se encuentra con el cadáver de una cucaracha. Con gesto de asco la tira y se lava las manos. Luego se acerca nervioso y abre de nuevo la nevera y sin mirar alcanza una lata y sale corriendo al comedor. No le gusta la idea, pero, tras unos tragos que le dan valor, decide salir a comprar matacucarachas a uno de esos supermercados abiertos las veinticuatro horas.
...
Al salir a la calle todas las ganas de hablar con alguien mutan en la necesidad de rehuir miradas y palabras. Camina con la cabeza gacha y agradece que sea noche cerrada, por lo que apenas hay coches circulando y mucho menos peatones. Mira al suelo cuando apenas observa una sombra que se dirige en dirección contraria. No desea que sea alguien conocido. El momento del cruce se resuelve sin más y ambos aceleran el paso. Ya avizora las cristaleras del supermercado, que ofertan un luminoso interior de estanterías preñadas por las nítidas líneas de los artículos en venta. Latas, tetra briks, poliuretano, packs, frascos, botellones, cajas, cajitas y bandejas cerradas con película transparente. Cada empaquetado tiene su marca y su destino, por lo que, cuando entra, va directamente a la sección de insecticidas, donde advierte varias cajitas grafiadas con cucarachas, algunas exageradas y humanizadas mediante trazos que acaban en un chichón tras un martillazo. Le llama la atención una caja que promete convertirle en el Hitler de los insectos. Se decanta cuando lee la palabra feromona junto con la evidencia oracional de que se han testado científicamente. Movido por un arreón nervioso tras sorber los mocos, se provee de cinco ejemplares.
...
El impulso charlatán retorna una vez prepara otra línea sobre la mesita. Si hubiera alguien le preguntaría qué rincones son los mejores para esparcir las trampas y si es la cocina la zona que demanda mayor atención. Tras unos sorbos de cerveza decide colocar una trampa cerca de la nevera, otra en el apartado del cubo de basura y una tercera en la esquina donde apilaba la cebolla y los ajos. De las dos que quedan una la reserva para el dormitorio y otra para la parte trasera del mueble que sostiene el televisor. Con la necesidad de otra lata de cerveza y tras pensar que la videorreconstrucción del crimen, en la que un dócil padre de familia explotó y mató a su mujer y sus tres hijos con un mazo para ablandar la carne y una vez en la calle lo intentó contra todo el que se le acercara, era perfecta, tal y como la había leído en el periódico; descubre con pavor que la trampa cercana a la nevera está saturada de cadáveres. Otro tanto ocurre con la de la basura y la de las cebollas. Vacía las trampas y las vuelve a colocar, con intención de volver una vez compruebe las de la habitación y el televisor. Movido por el empuje de otro tirito y vocación de registro, pasa un tiempo yendo de trampa en trampa para vaciarlas. Al final logra realizar rondas de cinco minutos, llenando en poco tiempo una bolsa de basura de treinta y cinco litros. La montonera de cadáveres evidencia la insuficiencia de las trampas, por lo que decide ir a comprar más.
Con veinte trampas llena en apenas treinta minutos otras dos bolsas de basura, lo cual le obliga a buscar una solución, la cual cree que alcanzará una vez otra rayita otorgue un plus de excitación. La boca chirría mientras busca inspiración en un documental sobre el trato adecuado que se le debe dispensar a un caballo, presentado por un educador animal que se vanagloria de haber domado a los caballos más salvajes y violentos con tan sólo unas palmadas en los cuartos traseros. Cierto que puede tirar las bolsas en el contenedor, pero el carácter infinito que parecen tener las cucarachas puede disparar el gasto. También puede vaciarlas y rellenarlas, pero la expectativa de que alguien pueda verle le produce temor, aunque no dudaría en preguntarle qué haría si estuviera en su situación. De pronto una idea enlaza su pensamiento. Puede quemar los cadáveres. El horno toma ventaja como solución. Decide realizar una prueba, no sin antes desatascar por enésima vez las trampas, y se da cuenta de que las dos bandejas no dan abasto. Al terminar la cerveza, y tras prestar atención a un documental sobre los barrios más peligrosos del mundo, decide probar con la barbacoa gourmet que aún no ha conseguido estrenar por falta de invitados.
La casa apesta a cucaracha quemada mientras ya prepara una segunda hornada con la conciencia de que esto no tiene fin. No obstante, especula con el ideal de un exterminio total antes de que se inicie la fase de reproducción; ideal que no atenúa la creciente desesperación al darse cuenta de que el gramo de anfetamina se ha terminado. Imagina el interior de las paredes atestadas de nidos, imagina una gran fábrica dedicada a la perpetuación de la especie y que él convierte en residuos tras pasarlos por la barbacoa. De pronto se le ocurre esparcir las cenizas como advertencia. Se le ocurre que ello puede provocar la migración de la colonia ante la expectativa de la incineración, aunque se pregunta si las cucarachas tienen sentido del horror. De lo que no duda es de que debe comprar más trampas, aunque no ahora, pues el cuerpo empieza a bajar. Sabe que una vez eliminada la anfetamina acaecerá un golpe de cansancio, por lo que piensa que es mejor que le dé en la cama, no sin antes colocar siete trampas en la puerta para alimentar la ilusión de seguridad. Antes de que los ojos se cierren, cinco minutos de pensamientos le recuerdan que una vez escuchó que la cucaracha era el único animal que sobreviviría a una hecatombe nuclear debido a su mayor resistencia a la radiación.
Epílogo
Primero fue el destello, pasando la noche a ser un día de sol lechoso, apenas tres segundos, el día más corto, el día que, con el trasfondo del inabarcable hongo, lo cambió todo. Después llegó un viento que atravesó ventanas y pulmones, latas y cartones, el agua del río y la del cagadero.
Pronto empezó a caer el cabello. Pronto empezaron las manchas rosas y turquesas. Primero en la ingle, después en los pies y las más traumáticas en el rostro. Los dientes tardaron más en caer y el síntoma de que los huesos se han vuelto frágiles se revela cuando se rompe el dedo meñique mientras se lleva un vaso de agua a la boca. Dolorido se sienta en el sofá. Afiebrado piensa que debe salir a por unas cuantas latas de conserva. Tan sólo le consuela el que las cucarachas han desaparecido, aunque puede ver moscas con cinco alas, arañas de fresa ácida, mosquitos que han duplicado su tamaño. Por las noches, en los agujeros de la pared, percibe miradas fosforescentes, de las que no sabe si son reales o efectos cerebrales del accidente, aunque no se acerca a comprobarlo, pues teme que puedan asaltarle. Mejor la duda que la certeza, aunque a veces se pregunta por qué se empeña en seguir vivo.
La calle se ha vuelto ocre y vacía. Los parques han tomado la imagen de bosques quemados y el cielo presenta una desconsoladora ausencia de aves y de nubes. Hileras de coches que se oxidan forman los fósiles de lo que fue la vida anterior. En el supermercado donde compraba la cerveza, ahora entra a sus anchas para proveerse de latas de conserva. Siempre llena dos carritos, en los que deja un hueco para darse un capricho en forma de whisky o ginebra, aunque sin abusar, pues es consciente de que debe mantener los sentidos alerta, pues aún no sabe de otros que hayan podido sobrevivir y si representan amenaza. Teme encontrar a alguien en el supermercado, armado y con la moral del superviviente. También ha visto perros flacos, con tumores en las orejas y el hocico, cojos, ciegos de cataratas; aunque ninguno con fuerzas para atacarle sino más bien para rehuirle. Cuando sale con los carritos, le preocupa que al bajar la rampa la rodilla le falle, a lo que hay que añadir el persistente dolor del meñique cuando empieza a empujarlos.
Al caer la noche se siente afortunado de que el suministro de luz no se ha cortado, aunque es reticente a encender la luz del salón y se conforma con la blanquecina luz de la pantalla, que sólo ofrece los chispeantes puntos negros, blancos y grises. Resulta curioso que el único canal que funciona es la imagen estática de una bola de cristal y la promesa de conocer el futuro de forma inmediata, siempre y cuando llame al número de teléfono que hay debajo de la pantalla. Ha intentado llamar a ese número y a muchos otros, pero ni siquiera escucha el pitido entrecortado de la ausencia de línea es la canción, junto con el áspero y rasgado ruido de la radio, donde busca frecuencias en las que se informe a la población sobre los lugares a los que debe acudir para recibir tratamiento y atención sanitaria. Normalmente se va quedando dormido mientras con la punta de la lengua busca dientes aflojados. Cuando encuentra uno se calma balanceándolo, pero con el cuidado de que no se desprenda. Con ello calibra de una noche a otra si se ha aflojado más o si sigue aferrado. No le resulta dificultoso alcanzar el sueño, pues el cansancio le domina desde que despierta hasta que se estira en el sofá, en donde cree que la luz del televisor le protege de esas miradas fosforescentes, que siente que le acechan, esperando el momento oportuno para lanzarse sobre él.
Cuando despierta algunas veces cree ver algo que parece un balón de rugby que se escurre por la cocina al sentirse descubierto. El meñique palpita, caliente y doloroso. Suda. Cuando intenta incorporase suena un crac en la muñeca. Grita. Rabia. La mano cuelga mientras se forma un bulto. Está a punto de perder el sentido, pero lentamente se repone, al tiempo que el dolor se vuelve estable y soportable. Afiebrado piensa que debe ponerse hielo. Siente alivio mientras vuelve al sofá. Le preocupa la evidente descalcificación de los huesos. Mira el bulto. Le desasosiega pensar que se ha convertido en una cosa que no puede defenderse. Le horroriza caer y no volver a levantarse, viendo pasar los días hambriento, sediento y sin más perspectiva que la fina capa que aún forman las cenizas de las cucarachas. Le horroriza pensar que cuando llegue ese momento los ojos fosforescentes tomarán cuerpo, bocas, dientes, y que primero le olfatearán, como carroñeros que se aseguran de que la comida ya está inerte.