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Letralia, Tierra de Letras - Edición Nº 32, del 15 de septiembre de 1997

Las letras de la Tierra de Letras


Hijo de la calle

Mirco Ferri

Ahí viene, caminando a largos trancos, descalzos los pies, vistiendo únicamente un roído pantalón heredado quién sabe de quién. La vía se despeja mágicamente ante él: nadie osa interponerse a su paso; puede adivinar el miedo en los ojos de los transeúntes. Eso lo hace sentirse poderoso, aunque mida solamente un metro treinta y tenga nueve años: esas consideraciones numéricas carecen del significado habitual cuando alguien vive en la calle y se defiende sólo desde siempre.

Hoy el día ha estado flojo: en los semáforos recogió apenas lo suficiente para el desayuno, que apenas es un vago recuerdo dentro de su hambriento estómago. Para el almuerzo tendrá que improvisar: tal vez irá a casa de la vieja Encarnación, a ver si le sobra algo de comida, aunque esto sería la última opción: esa tipa es muy sobona, y no le daría de comer gratis; a cambio del plato de sopa exigiría seguramente una prestación a la que él le tiene bastante asco. Pero a veces el hambre es tanta que no le importa sumergir su cara en esa mar de carne grasosa y marchita. Ya se verá como se resuelve ese problema; por ahora, irá con su socio en pequeñas fechorías, a ver qué planifican. Deben tener más cuidado: la otra noche, en el estacionamiento, casi le pegan un tiro cuando salían del carro, y con el susto que se metieron, dejaron el reproductor tirado en el piso. Apenas les dio tiempo de saltar la reja, y juran que las balas les pasaban silbando al lado de las orejas.

El socio es mayor que él: ya tiene once años, y es todo un veterano de las calles. En su palmarés cuenta con dos huidas de sendos albergues de menores, en donde cayó cuando era un muchachito inexperto (dice él). La primera, juntándose con una cuerda de mocosos que en un descuido del portero se escabulleron por el portón principal; la segunda (y esto lo cuenta con orgullo) amenazando a punta de cuchillo al vigilante de guardia. Lo que no cuenta es de qué manera defendió, aunque infructuosamente, su hombría, cuando lo agarraron por primera vez. Eran cinco, y aunque repartió todos los golpes que sabía, no pudo evitarlo. Ese episodio de su vida no se lo confiesa a nadie, y se lo niega hasta a él mismo; sin embargo, a veces el recuerdo aflora y lo llena de una rabia sorda, que no tiene un destinatario claro. En esos casos mata las imágenes que le llegan a la mente oliendo pegamento, que es la droga a la cual tiene acceso con mayor facilidad. Entonces se sume en un sopor que lo aleja de la cruenta realidad en la que vive, y se olvida de todo. O casi todo: en su mente se fragua la venganza que algún día alcanzará, al infringirle a otro cuerpo, tan o más joven que el suyo, la misma vejación a la cual fue expuesto.

Se encuentran los dos compañeros, y rápidamente deciden: es hora de hacer algo más grande; ya esas minúsculas raterías no le dejan satisfacción ni ganancias. Se resuelven por el atraco a mano armada: es más arriesgado, pero por eso mismo más atractivo y provechoso. Buscarán asesoría con algún compañero más aventajado en esas lides, para que los oriente y les proporcione el arma. Mientras tanto, salen a vagar por las calles, en busca de una víctima de su calibre. La estación del metro del Colegio de Ingenieros es un buen punto: ahí el tráfico de personas es continuo pero no hay aglomeraciones, lo que les facilitará la huida en caso de algún imprevisto. Esa señora que se aproxima, de vestido rojo: esa es la apropiada. Se le acerca y le extiende la mano, a ver si por las buenas le suelta algo. Pero la señora arruga el ceño, murmurando algo sobre dónde estarán las madres de esos muchachitos. Entonces él se le viene encima, como una tromba. La señora no atina a comprender; sólo siente un dolor en el costado y ve al niño corriendo con su cartera. Se palpa ahí donde recibió el golpe, y percibe una sensación de humedad. Levanta la mano, y la ve bañada en sangre.

En el momento en que se forma el corrillo habitual alrededor de la señora, el niño está a muchas cuadras de distancia de la estación del metro, con el pulso acelerado y el corazón latiéndole furiosamente. La descarga de adrenalina le dio las fuerzas necesarias para desaparecer rápidamente de la escena, y en el laberinto de calles escoge un portal abandonado para revisar el botín. De la cartera salen lentes de sol, una caja de pastillas, un pañuelo, un cepillo, una polvera, y un monedero. Lo abre, y en primer plano aparece una foto de dos niños, aproximadamente de su edad, disfrazados de Batman y de Power Ranger. Admira la foto por un momento, la saca y la ve por detrás. Si supiera leer, sabría que dice: "Para abuelita. Recuerdo de nuestro cumpleaños". Registra el monedero, y encuentra algo de efectivo, y tarjetas de cajeros automáticos y de crédito. No le fue tan mal, después de todo: con el efectivo tiene para comer y comprar pega.

Cuando tiene tiempo de reflexionar, reconstruye con la mente los acontecimientos anteriores. Ve a la señora, elegante en su traje rojo. Y se acuerda de lo que le dijo. Madre. Madre. Él no sabe lo que eso significa. A pesar de que sabe que tuvo que venir al mundo de alguna manera, no tiene recuerdos de alguien que le haya dado algo de afecto y protección. Su único mundo, su realidad, es la calle. Su madre y su padre, su casa, su vida, es la calle. Su maestra es la calle, porque todo lo que sabe lo aprendió de ella. Y la calle será también su sepultura. Sólo es cuestión de tiempo.