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Letralia, Tierra de Letras - Edición Nº 32, del 15 de septiembre de 1997

Las letras de la Tierra de Letras


Cuentos

Lennis Rojas

Se sentía feliz

Se sentía feliz de que no existiera ya nada que les impidiera estar siempre juntos. Aún estando tan rígida, le gustaba. Quizás, eso era precisamente lo que más le gustaba ahora, su inmovilidad. Ya no tenía necesidad de atarla para que se estuviese quieta.

Esos días ásperos, de lucha, para que ella le obedeciera y se quedara con él, habían pasado. Esta tranquilidad, ahora, le inquietaba un poco. Quizás sus relaciones perderían un poco de interés.

Es muy hermosa en su palidez. Me acuerdo cuando le dije que ya había planificado su muerte. Tuvo un sobresalto pero no se puso tan pálida como ahora. Se quedó sin hablar por un momento. Luego, empezó a llorar. De pronto, corrió hacia la puerta, pero logré alcanzarla. Entonces, comprendí. No era el simple deseo de tenerla siempre cerca, era el miedo de perderla.

Al principio, luchó entre mis brazos. Luego, su cuerpo quedó abrazado al mío.

No sé cuántas horas han pasado, cuántos días, cuántos años. Ella permanece muy bella en su palidez. Ya nada podrá separarnos.


Frente al vacío

Cuando camino por aquí la siento muy cerca, revoloteando a mi alrededor. Dirijo mis pasos hacia el precipicio y me detengo justo en el borde. Ella se detiene a mi lado y me mira. Un fuerte viento me arrolla, se enreda en mis cabellos, penetra en mis ojos con fuerza cegadora.



Suelo obstinarme de la vida en la ciudad, por eso huyo y vengo a este lugar. Me hastían con facilidad el bullicio y la gente, pero cuando me paro aquí todo es distinto, aunque a veces el espanto se apodera de mis pupilas, navega por mi cuerpo, se vuelve serpiente y se enrosca en mi cuello presionando como un delgado hilo. Ella disfruta de ese espanto que se asoma en mi rostro. Me abraza, me besa, se deleita con mi temor; de pronto el hilo se revienta. Ella ríe, yo vivo el paisaje de nuevo, sintiéndolo con un placer casi sexual que ambas disfrutamos.

Mantengo los ojos clavados en los arrecifes: nadie podría salvarse de la caída. Entonces siento sus caricias deslizarse con dulzura, palpando todos los intersticios de mi cuerpo, recorriendo suavemente mi espalda. Un escalofrío se adueña de mi penetrando en todos mis rincones; no puedo más que asirme a la baranda que me separa del vacío.

Contemplo la inmensidad del mar, a lo lejos apacible; cerca impetuoso, con los bríos de un caballo enloquecido que se estrella furioso contra las rocas. Las crestas se elevan varios metros y vuelven abajo. Desde aquí (aunque es de día) no puede verse el fondo. Estoy segura que, de caer, chocaría primero contra las piedras y, con un poco de suerte, el golpe de alguna ola me permitiría llegar hasta el mar.



Sus manos en mis hombros me hacen subir de nuevo. Ella está detrás de mí, la puedo sentir, juega conmigo empujándome suavecito hacia adelante (como si me empujara con su aliento) en un juego que me agrada a la vez que me asusta. Camino despacio hacia atrás alejándome del borde, pero ella salta sobre mi espalda, se aferra a mí con fuerza, da dulces besos a mis cabellos —Tienes miedo— me dice. Yo no respondo y se baja. Tal vez veamos juntas el resto del paisaje, pero ella se aparta mientras yo camino. Cuanto más distante estoy del vacío, más se separa de mí. No quiero que se aleje, regreso a la orilla y vuelvo a mirar al vacío. ¿Cuánto durará la caída?

Se para delante de mí, posa sus manos en mis mejillas y con una breve caricia me besa. Ahora sé que saltaré porque ella irá conmigo. Es tan dulce que me acompañará. Estamos a punto de saltar y me invade una calma absoluta.



Salvamos la barrera que nos separaba del vacío, y justo en ese momento... me abandonó. No puedo creer que se haya separado de mí un instante antes del final.

Pero luego, antes de estrellarme, la sentí asirme con fuerza nuevamente.



No pudo dejarme sola; su dulzura se lo impide. Si, realmente la muerte es muy dulce... Ahora todo se oscurece...