Comparte este contenido con tus amigos
Letralia, Tierra de Letras - Edición Nº 38, del 15 de diciembre de 1997

Artículos y reportajes


¿No puedes con tu barro Juliana modelar un hombre nuevo?

Octavio Santana Suárez

La luz química, Alfredo Ramírez (1991-1993)
Cuando padezco como insufribles a los rancios vicios de la ambición, la codicia y la vanidad acechar la adecuada ocasión, a la tacañería y la mezquindad apechar con su propia sudoración, al engaño y la mentira sospechar de cualquier versión y soporto de manera insalvable los comportamientos negantes de ayuda y arrogantes ante la necesidad, tomo del talle a la huida y corro por la carretera que recorre el norte de la isla. Al rebasar Gáldar, rodeo la pulcra ermita de San Isidro el Viejo junto al cruce con la vía por donde encamino mi deserción a Hoya de Pineda. La agilidad del hábito artesanal viste de claridad el proceso que Juliana inicia con la selección y recolección del barro en la hondura del barranco y ultima con el guisado de la loza a la temperatura de las brasas. No cabe duda de que la tarea es dura, y es irrefutable que el fuego lento sin llamas madura. En la cueva donde guarda los grandes recipientes, la encontré más de una vez pisando paciente el légamo y tuve el privilegio de contemplar a cada vuelta de la masa pastosa el sello de sus gastados pies en la materia informe origen de la cerámica. Moldea afuera los agregados compuestos de tierra y agua con persistencia y voluntad cuando la escasez de obra cocinada apremia. Su labor va más allá de lo meramente utilitario; el celo suplementario, la mujer lo descarga en el ornamento, porque el espíritu del trabajo concluido obliga a que la pieza no sólo sea práctica sino de acabado estético. Quizá perciba como un deber esta forma de proceder, pero asimismo le acarreará las deudas del miramiento de los suyos y ajenos; sujeto a este argumento, el elemento coge fiada su bonita figura de la creación que preña de juventud eterna la inocente visión de la anciana. Atestiguo que el portento de sus rudas manos surcadas por los años constituye el único y prodigioso instrumento y soy testigo de que hace mucho su descendencia colabora con la herencia de su entender artesano. Recuerdo una mañana en que los pitones manejados por los hombres habían removido los propósitos entregados a las ascuas desde la madrugada; después que el ajetreo terminó, a la altura del mediodía, unas sardinas embarradas en gofio fueron expuestas al ardor remanente de los rescoldos, dispuestas dentro de vasijas fracturadas. Agradecí el refresco del agobio de agosto en mi garganta cuando los oficiantes de la hornada compartieron su cerveza con los participantes durante el banquete del pescado asado al calor de las tallas cocidas.

Alrededor de unas tazas de café bien negro servidas sin prisas en la cocina cavidad abierta bajo la montaña, la piel de Juliana cubierta de arrugas no es un obstáculo para entretener la charla con dichos y hechos oídos y ocurridos, sobre los aconteceres de la experiencia extensa y profunda que ha conocido próxima al borde de su existencia. Habituado como estoy a un ámbito donde la mayoría llega a dar lo que no es capaz de rehusar por cuestión de cumplimiento, disfruto compensado con sus obsequios afianzados inconfundiblemente en la razón del sentimiento. ¿Será posible franquear la dificultad tendida entre las costumbres diferentes en el modo de pensar?, reconozco que me ha resultado abordable por el nexo de la bondad que he juzgado acogido en sus facciones amables. Las emociones muertas han sazonado su talante tranquilo, gozo del sosiego alcanzado cuando se han dejado de lado las ansias. Una hermosa tarde asistí al maridaje de la belleza con una cierta tristeza ingenua en sus ojos húmedos por la evocación sin ropaje de su particular historia sostenida en la satisfacción de habitar en el mundo. He de confesar, sin ambages, que siempre la sentí hablar con soltura de lo que se debe saber de la vida para comprenderla y vivirla.

El pronunciado valle asila con un aire somnoliento a las sombras y comienza a cubrirse de penumbras cuando siento al suave viento como el aliento de la Tierra. Al fondo del oeste, diviso la enorme silueta cerúlea del Teide, asemeja mecer su grandiosidad en una festividad de rojos y turquesas; la noble elevación emerge en la otra isla de un mar de espuma blanca por encima del vasto océano líquido, azul durante el día y en esa hora desteñido a gris violáceo. La resuelta diafanidad, pareja del firmamento en el ocaso, pone en movimiento el juego risueño de un antiguo sueño de hospitalidad; la paz que fija a la verdad invariable tiene aquí su plaza fuerte. En contadas oportunidades, y esta es una de ellas, he liberado las sensaciones mas allá del testimonio adherido al espacio, y en esos instantes demasiado lejanos del tiempo, en un lapso cercano a lo extratemporal, no he podido evitar que las bridas de mis reflexiones se aflojen al perseguir a sus ilusiones. A la orilla de la vereda que pasa por delante del portalón de su vivienda excavada en la loma, Juliana se recoge en el colosal espectáculo, sentada en un humilde palco de piedra. No se ven mullidas butacas ni saludos discretos y elegantes, tampoco se escucha a ninguna orquesta de foro, ni se adivinan los aplausos mientras cae el telón de la jornada en la muerte magnífica del inmenso astro. Aprecié durante algún rato la escena del personaje frente a frente con el escándalo de luz como una invitación a la íntima armonía del acto final citado en este paraje. Indudablemente, la sugestión del momento afirmada en esa circunstancia solicitada de hechizo se manifiesta irresistible a la compulsión. Llevo conmigo grabada en la memoria, desde entonces, la gracia de su rostro resplandeciente por el esplendor durmiente y la mágica música murmurada en el batir del silencio.