Letralia, Tierra de Letras - Edición Nº 39, del 19 de enero de 1998
Solo de saxo sudado de gordo sangrado
Jol Law
Los acordes del saxo le hicieron entresacar los ojos del vaso para intentar
distinguir a través del humo el tenuemente iluminado entarimado que hacía
de escenario. Era el sexto lugar que visitaba esa noche, o el séptimo, no
recordaba bien, y como en todos igual, ni una sonrisa de nadie, ni una
palabra que le recordase que él también era, que él también jugaba, pero
que más le daba, hacía tiempo que ya no necesitaba muletas para andar por
la vida, se envalentonó sin poder apagar un ligero resquemor en la
garganta. Vio al gordo sudado atado a su metal, tratando de estrangular el
murmullo borracho que enmoquetaba el pútrido local con sus notas
desafinadas. Envidió por momentos a aquel hombre, tan solo a la vista de
todos, tan rodeado de todos hechos nadie, sólo acariciado por el famélico
foco y hablando con su saxo. Pero también supo que dentro de unos momentos
acabaría su actuación y bajaría de aquel pedestal que le aupaba de
cualquier soledad, le defendía de todas las miradas opacas cansadas de
mirar porque a él sólo le miraba la luz, sólo le oía su obesa alma
descansada en el sonido chirriante de su saxo. Bajaría y ya ninguna música
le haría olvidar que estaba tan solo y olvidado como él. Le compareció.
Desafina como nosotros, se dijo, paseando la vista por los cuatro ángulos
del antro, por las mesas desalineadas repletas de vasos y manos que
avanzaban y retrocedían, se abrazaban, disputaban, sin parecer querer tener
ninguna relación con las caras que emergían de la penumbra, caras gomas que
gesticulaban sin manos dos palmos más arriba, caras solas que enterraban
las soledades con risas que ocupaban de pronto toda la escena, ahogaban la
música y él no pudo menos que despreciar un poco al gordo que no hacía
valer su posición privilegiada de dueño del sonido y se dejaba vencer por
esas zorras risas, hasta que ellas mismas desaparecían sin ser recordadas
nunca más con un nuevo beso al vaso que se tragaba lascivo todas esas bocas
como el saxo se tragaba la boca del gordo, quería tragarse ya a todo el
gordo sudado con pinta de sudaca que atacaba fuerte ahora, todo el bocio
hinchado, y desafina porque sabe que es la única forma de que le escuchemos
un poco, volvió a pensar machaconamente, para que nos acordemos de sus
acordes mañana, cuando volvamos a estar aquí borrachos a las cuatro de la
mañana y no nos acordemos, nunca nos queremos acordar, de todo este acorde
de noches y noches yendo y viniendo entre notas paradas, alejadas de
cualquier realidad que nos acostumbre, que le acostumbrase a él, o al
gordo, o a cualquiera, a mirar un poco de frente alguna mañana el espejo o
estrechar la mano de alguien sin que sepa a sudada como la del gordo. Pobre
gordo, se sonrió, tú estás tan harto como yo, por eso eres mi amigo, yo soy
tu amigo, quiero sentirme hoy amigo de alguien, gordo. Le daba angustia
pensar, le desafinaba tanto la mente como al gordo el saxofón y se acercó
tambaleándose a la barra para pedir otro gin-tonic. La barra estaba llena
de hombres solos abrazados a mujeres siempre solas. Se abrió paso a
empellones hasta llegar al camarero. También a él le envidió su soledad
disfrazada de ocupación, diferenciada en el espacio por una función que no
le hacía parecer tan asco y perdido como él. Todos parecían tener algo en
lo que esconderse, donde parapetarse a reír, a beber, a hablar un poco y
hasta parecer alegres, los muy cabrones. Mientras le servían la copa se
topó de narices con el gordo, todo foto en un cartel con siempre su saxo en
las manos. "Oscar Enrique y su saxo", se esforzó en leer, "El jazz mecido
por el Caribe", osaba apostillar el cartel. El Caribe, sí señor, todo un
mar el Caribe que mece al jazz, y al gordo, y a mi puta madre; trató de
hacer reír al camarero inútilmente, había perdido la costumbre de hacer
chistes, no era fácil ser simpático cuando hacía tanto que nadie esperaba
que lo fuese. El camarero le cobró sin una palabra, pero su superioridad no
le impresionó, sólo los pobres diablos necesitan ponerse del otro lado de
la masa para sentirse superiores, en cambio el gordo no, el gordo no se
sentía superior, concluyó, el gordo se sentía a gusto de estar allí solo,
separado, el gordo estaba bien consigo mismo, y empezó a odiarle y
apreciarle un poco. No sé por qué el gordo me ha caído bien, se trastabilló
hasta la mesa más cercana a la plataforma dispuesto a escuchar con toda
atención la actuación del gordo. Yo voy a ser tu único espectador, voy a
intentar vibrar con tu música, gordo, voy a sentirte persona hoy delante de
mí, todavía puedo comprender, ¿sabes?, aún no me he secado del todo, aún
puedo sentir simpatía por alguien, gordo. Se hamacó en dos sillas e hizo
gestos a derecha e izquierda exigiendo silencio con lo que él creía una
sonrisa en los labios, no tuvo ningún éxito y se sintió incomprendido al
notar sobre sí la fija mirada sudada del gordo al que no parecía haberle
sentado bien su intercesión. Cree que me río de él, tampoco él está
acostumbrado a que alguien intente acercársele. Nos dejamos crecer la
costra alrededor y luego es imposible que nada nos raspe, sólo lo malo
raspa por dentro. Pero estaba dispuesto a que aquel gordo se congraciase
con él, se había empeñado en que el gordo fuese su compañero de copas esa
noche, esperó ansioso a que terminase su pieza y aplaudió desaforadamente,
el único en todo el local, quizás el primero que aplaudía en aquel local
una pieza, y pareció que hasta el murmullo cesaba con su aplauso y el gordo
le miró ahora con desprecio, con una sonrisa de desdén en la que
chapoteaban los dientes negros en la saliva que se descolgaba por las
comisuras. Se sintió traicionado y abochornado por esa sonrisa. Gran cerdo,
hijo de puta, qué putada me acabas de hacer, todos sois iguales, esperando
que uno baje la guardia para pegarle la gran patada en los huevos. Decidió
olvidarse del gordo, riéndose de sí mismo por su ingenuidad de creer que
aún podía hacerse amigo de alguien. Le dio la espalda al gordo mientras su
saxo empezaba a sonar de nuevo en su nuca; notó toda la mirada y toda la
música del gordo en su nuca riéndose de él y le odió furiosamente, odió con
toda su alma a todos los cerdos indios babosos sebosos perros mestizos como
el gordo y se odió a sí mismo por ser tan imbécil de desperdiciar su tiempo
odiando a alguien. Buscó entre la penumbra alguna mirada de mujer que le
hiciese olvidar al gordo y su saxo. Dos mesas más allá descubrió una melena
teñida que acompasaba ligeros movimientos de cabeza presididos por unos
labios fruncidos, a medio sonrisa y beso, que él necesito pensar para él.
Toda la bruma del local y la distancia entre su mesa y la de ella
desaparecieron para hacerlo sustituir al hombre que acompañaba a la mujer y
recibir esos susurros que imaginaba retumbantes en sus oídos; todo el
aliento de la mujer le bañó y le hizo sonreírle desmayadamente,
entresacando la lengua en una caricia que quería ser cama y compañía. Quiso
abrazar fuerte la mirada hipnotizada de la mujer en él, la quería ya tan
suya, quiso abrazar todo ese cuerpo, pero ella pareció perderse de nuevo en
la distancia, en la otra mesa, en el otro hombre, hasta perderlo a él otra
vez en la rabia y sólo el gesto obsceno, el insulto quedo, como despedida.
Otra vez la música del saxo volvió a él y le hizo girarse lo más
rápidamente posible para encontrar al gordo, ya todo un baño de sudor y
saliva, doblado sobre su voluminosa barriga, riñoneando al compás de la
exhalación y haciendo el saxo instrumento elefantiásico con que joder a
todo el público. Empezaba a encontrarse a disgusto en el local. Se sentía
indignado, notaba la hostilidad que le rodeaba. Recordó cómo desde el
primer momento de su entrada toda la gente le había mirado con acritud,
creía estar oyendo los comentarios sarcásticos de la gente a su paso,
señalándolo despreciativa con la barbilla, acusándole de estar solo, y
borracho. Hasta la melodía del gordo había perdido su intimismo y ahora se
volvía repetitiva y asfixiante, era un monótono "vete de aquí". Qué
traicionado se sentía por el gordo, él había intentado asociarlo,
inscribirlo en su causa común, y éste le había rechazado, había preferido
refugiarse en su crueldad autosuficiente. Pero a él no le iban a amargar la
noche ni un gordo ni una puta. Toca gordo, tócamela maricón, soltó una
estruendosa carcajada que hizo dudar al gordo en su solo. Había visto
muchos gordos como ese, siempre tirados y llenos de bustacas; quizás para
adelgazar, ironizó. Gordos hediondos siempre de mal humor, borrachos, que
les gustaba amenazar con la mirada, parecían sentirse superiores a ti con
sus kilos y no desaprovechaban la menor ocasión de menospreciarte al mínimo
gesto de amistad que les hacías. El gordo acabó su pieza y guardó
meticulosamente el saxo en su funda. Nadie pareció repararar en él, ni
siquiera parecía que se hubieran dado cuenta de que había estado tocando
durante media hora. Pasó por delante de él sin mirarlo siquiera y fue a
acomodarse en la barra tomando el whisky que el camarero le tenía ya
preparado. Va a tumbar la barra, el gordo hijo de puta. Estuvo cinco
minutos con la mirada clavada en el saxo dormido del gordo, imprecándolo
con toda la suerte de insultos que se le ocurrían como si el gordo siguiese
allí, dentro de la funda negra. Pero no, el gordo seguía en la barra
hablando con el camarero, y el verlo hablar con alguien, tener la certeza
de que podía hablar con alguien que no fuese él, le hizo sentirse ridículo,
abandonado, de repente ya ni siquiera tenía por dónde mirar, ya no había
gordo en el escenario, y se sintió terriblemente débil, inerme, en la mesa
olvidada y la copa vacía.
El local se iba despoblando con risas espaciadas y besos propuestos en las
orejas y cuellos de mujer bebidos borrachas de no amar nunca mañana. Gordo
maricón, tú sólo estás solo en el escenario, luego bajas y todavía tienes
con quién hablar, por eso no hiciste caso de mi aplauso, por eso no te
importa nada que yo esté aquí pensando en ti, como si viviese un poco
gracias a ti. Ya sólo quedaban tres o cuatro clientes en el tugurio, todos
hablando animadamente en la barra con el gordo y el camarero. Club privado
que le cerraba las puertas, que le ponía de patitas en la calle de
cualquier rato de conversación, de compañía, le volvía leproso atado a su
silla sintiendo reparo de acercarse allí y pedir otra copa, hasta de
levantarse y salir del antro dejándolos a todos que se muriesen y olvidados
por él. Gordo apestoso, todavía suda el muy cerdo. Toda la culpa la tienes
tú, gordo; tú has trazado la línea que me deja a mí aparte. Intentó
sobreponerse a la angustia, a las palpitaciones que le provocaba pensar en
el gordo y se decidió a ir por otra copa.
Tuvo mala suerte. Tropezó con una mesa, derribándola. El grupo; cuatro
individuos mal encarados, trajeados, el gordo con su infinita camisa a
cuadros y el camarero, del que no se podría pensar que hubiese dormido un
sólo minuto en toda su vida; dejó al completo de hablar y se volvió a
mirarlo. Toda la condena de las seis miradas le dejó sin habla, confeso de
un desconocido crimen que en el fondo quería creer que no había cometido.
Sólo pudo mirar al gordo, sólo suplicó al gordo con la mirada un perdón que
sabía no debía a nadie y la voz le tembló al musitar lo siento y pedir un
nuevo gin-tonic. -Está chapao ya -le respondió el camarero hostilmente, sin
mirarlo.
Trató de recuperar su aplomo, cosa inútil ya, quiso aferrarse a algún
derecho inexistente a ser tratado igual que cualquiera, sabiendo de
antemano que ni siquiera iba a ser escuchado.
-Pero estos señores están bebiendo -paseó sus ojos llorosos, ya no tanto
por el alcohol, por el grupo y volvió a detenerse en el gordo, aferrándose
al músico como esperando de él una absolución, o lo que fuera, no
importaba, él esperaba algo del gordo, el gordo aquel le debía algo, él
necesitaba que el gordo le debiese algo. Pero el gordo sólo le volvió a
mirar con el mismo desprecio y se giró de lado entreteniéndose en liar un
canuto. Y él ya tuvo la idea, la determinación, pasara lo que pasara.
-Estos señores son de la casa -dio por zanjada la cuestión el camarero con
la voz rotunda del que no admite contestación. Él no pudo responder, quizás
ni le oyó, siguió mirando al gordo con lágrimas de tanto desprecio en los
ojos convirtiéndose ya en dagas de odio hacia aquel gordo extranjero que
desde la primera nota de su saxo se había propuesto humillarlo, insultarlo.
No te necesito gordo, ya no necesito hablar con nadie, no necesito ya la
amistad de nadie, y menos de ti, se grabó en la mente. Salió. Se acurrucó
en el portal vecino. La rabia le hacía sudar como el gordo. Y notó cómo el
sudor le olía a gordo, el corazón le dolía a gordo, y toda su vida era un
gordo despreciándole, girándole la cabeza. Toda la noche era un gordo
suspiro que se le atragantaba en el alma y pasó más de una hora antes de
que viese pasar al gordo con su saxo embalado en la mano, caminando
despacio calle abajo. Estaba amaneciendo y la luz era tan reflejo opaco que
sólo el gordo era ya noche sucia que tapa la claridad, que no deja ver más
allá. Lo siguió a distancia hasta el callejón y la sangre del gordo surgió
como de un aspersor, chifló entre las grasas del gordo con notas de gordo
desafinado, con gemidos de soledad para siempre del gordo que ya en la
quinta puñalada parecía medio desinflado, de rodillas en la acera, todavía
sujetando el instrumento en su mano, como dispuesto a tocar un último solo
que nadie nunca le aplaudiría.