Letras de la Tierra de Letras - La poesía y la narrativa de Hispanoamérica
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Edición Nº 43
16 de marzo
de 1998

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El hombre del sombrero

Rossana Scacciotti

"...y tampoco el espejo sabe nada
de por qué lo contemplo sin rencor y aburrido".

Mario Benedetti.

Al promediar la séptima hora de esa última noche del año, Saulo Portanova iniciaba por tercera vez la lectura de la misma novela, cuando el timbre sonó. Como un autómata caminó a lo largo del corredor, luego descendió las escaleras, cruzó un pequeño recibidor y abrió la puerta. Un hombre altísimo y delgado le sonreía de pie en el umbral.

—Buenas tardes. Soy Piero Malatesta, encantado de conocerle, señor Portanova. ¿No me invita a pasar..?

Saulo se quedó un rato sosteniendo esa mano larga y de finos huesos que estrechaba la suya, luego se hizo a un lado abriendo completamente la puerta. El señor Malatesta parecía más alto de lo que era debido a su sombrero. Se inclinó al trasponer el umbral y con un gesto elegante se lo quitó dejando al descubierto una cabellera abundante y gris, muy bien recortada y peinada.

Portanova no le preguntó el motivo de su visita, ni sabía quién era, y por el contrario, con toda gentileza le indicó que lo siguiera. De regreso en la biblioteca, ofreció al señor Malatesta una poltrona donde acomodarse, y él volvió a sentarse ante su escritorio; cerró cuidadosamente el libro que estaba leyendo.

La habitación parecía haber estado cerrada por mucho tiempo, los muebles lucían opacos y las lámparas encendidas daban a todo un halo amarillo mortecino, que hacía más evidentes las telarañas de los rincones altos y recónditos.

Piero Malatesta escogió para sentarse una silla pequeña y observaba a su alrededor con vivo interés, con una sonrisa a medio descubrir, mientras su sombrero yacía en medio de la poltrona cercana.

—Bonito decorado —dijo al fin, luego de unos segundos de silencio, y prosiguió—, de haberlo sabido, habría venido antes.

Al terminar la frase, sonrió completamente y se reclinó sobre la silla haciéndola crujir y tambalearse sobre sus endebles patas de madera. Saulo le dirigió una mirada indiferente y se movió en su sillón giratorio, como para adoptar otra postura, pero aún parecía incómodo.

—Ha sabido usted combinar muy bien los estilos y colores...

Malatesta insistió con zalamería, sin dejar de mirar los muebles polvorientos, y la oxidada cornisa de bronce del gigantesco espejo que cubría una de las paredes laterales. Saulo puso ambos codos sobre el escritorio y apoyó la barbilla sobre sus palmas.

—Estoy seguro —prosiguió Malatesta— que Magdalena jamás hubiera podido lograr tanta armonía ni este ambiente tan cálido y acogedor.

Y sonrió paseando la mirada por las espesas cortinas que estaban descoloridas y agujereadas.

Saulo se sacudió como si un largo y afilado escalofrío lo hubiese atravesado, y suspiró. Entonces cogió la cigarrera de plata que tenía sobre el escritorio y se la extendió al señor Malatesta. Éste se puso de pie lentamente —¿en consideración a la desvencijada silla?— y se acercó a Saulo tomando la cigarrera con ambas manos y le dijo:

—Presumo, mi gentilísimo amigo, que tan lamentable vicio se lo dejó Magdalena, junto con ese horrible espejo, de muy mal gusto en contraste con la exquisita decoración de esta biblioteca. Le ruego perdone mi sinceridad pero he podido notar que es usted un hombre fino, elegante y culto. Hasta me arriesgaría a decir, sin temor a un fatal yerro, que usted me comprende y no tomará a mal mis bienintencionadas palabras.

Al concluir, guardó la cigarrera en su bolsillo, volvió a sentarse y sonrió nuevamente, borrando de su rostro la afectada expresión de un momento antes, que remarcaba aun más sus gruesas facciones de hombre maduro.

Saulo Portanova había ido encogiéndose conforme el señor Malatesta hablaba, y para entonces, apenas se le distinguía tras el atiborrado escritorio de madera negra. Como para librarse de los cristalinos ojos del otro hombre, escondió su mirada fijándola en el sombrero, que allí en medio de la poltrona parecía corroborar con su muda presencia que sí, que efectivamente Magdalena siempre supo cómo hacer para dejar algo de sí misma por donde pasaba.

Piero Malatesta lo observó con gesto complacido y le dijo:

—¿Le gusta? Lo confeccionaron espacialmente para mí, puede usted tocar el suave fieltro... el color... ¡qué le parece! Ningún sombrero me ha calzado las sienes tan bien como este... ¡Véalo usted más de cerca!

Y alargó el sombrero hasta las mismas narices de Portanova, haciéndolo retroceder hasta reclinarse por completo, poniendo el sillón en peligroso equilibrio.

—¡Pero véalo usted..!

Malatesta insistía inclinado sobre el escritorio, ocupando todo el espacio, sujetando con ambas manos el extraño sombrero de fieltro gris-plomo o marrón o azul, y sus brazos extendidos parecían más largos, y él, doblemente alto, acorralando a Saulo con su mirada de vidrio y su perfecta sonrisa de acrílico. Luego, se enderezó mirando el sombrero casi con ternura y agregó:

—Sé que usted, mi buen señor Portanova, sabe apreciar algo bueno cuando lo tiene delante. Magdalena tal vez logró confundirle por un tiempo, pero al no verla por aquí, debo suponer que descubrió usted su felonía. Es más, para demostrarle el alto grado de consideración en el que le tengo, voy a encargarle un sombrero igual a este. Permítame que lo haga ya mismo. ¿Dónde está el teléfono?

Y blandiendo su sombrero por los aires, se abrió espacio entre varias rumas de libros que ocupaban el suelo hasta encontrar el aparato telefónico debajo de unos papeles, en el lugar señalado por Saulo. Caminó con inusitado entusiasmo, arrastrando la silla, que seguía crujiendo penosamente tras sus talones. Luego de sentarse, Malatesta puso el aparato sobre sus piernas, discó una combinación de números idénticos, con movimientos regulares y esperó unos instantes; estaba de espaldas a Saulo, quien lo miraba de reojo, manoseando distraídamente los pensamientos que iban y venían.

Piero Malatesta hablaba con su interlocutor en una extraña lengua, mientras hacía exhuberantes gestos como de sombreros altísimos, como de sombreros gigantes, como de sombreros llenando el aire. Al terminar las sendas y pantomímicas explicaciones, el señor Malatesta volvió a su lugar, arrastrando nuevamente la silla y se sentó en ella colocando esta vez el sombrero sobre sus larguísimas piernas, que no llenaban por completo ese oscuro pantalón, de cuyo borde colgaban hilachas que casi tocaban el suelo. Empezó a hablar, tomando mucho aire antes de hacerlo:

—Pues bien, señor Portanova, he hecho por usted lo que cualquiera haría por un amigo de verdad: le he obsequiado un sombrero. Se pondrán en contacto con usted para ultimar detalles. Ahhh... mi querido Saulo, Magdalena no sería capaz de un gesto tan alturado y fino como este.

Saulo Portanova esparció los pensamientos que le quedaban y alzó la mirada, tratando de abarcar por completo a Piero Malatesta, quien de pie, le extendía su mano de hueso:

—Amigo mío, me marcho satisfecho por el gran favor que acabo de hacerle en pago a su generosa hospitalidad, pero no me lo agradezca, sólo sepa llevar con dignidad el sombrero que tuve a bien regalarle.

El señor Malatesta calló entonces y se acercó al espejo. Por algunos minutos se buscó en la pulida superficie, cambiando de postura, poniéndose de perfil, de frente, algo inclinado hacia atrás, hacia adelante, manteniendo siempre la vista fija en el espejo, acercándose, alejándose e incluso haciendo muecas. Parecía estar estudiando su mirada mas no lo que hacía su cuerpo.

Saulo Portanova lo miraba casi con la boca abierta. Aquel hombre altísimo, cuya cabeza rozaba el cielo raso se movía frente al espejo protagonizando una lenta y grotesca danza, pero, ¿para qué? El espejo colgaba cerca de la ventana, en la parte más oscura y alejada de su estudio, sin posibilidad de alumbrarse con lámpara alguna.

Cuando el señor Malatesta pareció encontrar la postura que buscaba, levantó ambos brazos sujetando casi con la punta de los dedos el borde del sombrero y lo hizo descender muy lentamente sobre su cabeza y con la solemnidad de un monarca coronándose, lo ciñó sobre sus sienes, con gesto afectado, entrecerrando los ojos. Luego caminó hacia la salida sin esperar que Portanova lo acompañase, o tan siquiera abriese la boca para despedirse o tragarse su asombro de un solo bocado. Se quedó parado mirando su mano deshabitada, oyendo los pasos lentos y acompasados del extraño gigante, alejándose escaleras abajo, y luego, el golpe de cerradura que estremeció levemente la vieja casona.

Afuera ya se escuchaban los primeros estallidos de los fuegos de artificio, preludio de un larga noche más de fin de año. Saulo se sentó, como descolgándose de alguna parte, en su asiento giratorio. La silla desvencijada crujió sola como volviendo a su posición original. La luz de un estruendo violeta y rojo logró escabullirse por los espesos cortinajes, lamiendo el espejo.


       

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