Letras de la Tierra de Letras - La poesía y la narrativa de Hispanoamérica
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Edición Nº 45
20 de abril
de 1998

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Adolescencia

Fernando Avilés Márquez

El niño irrumpió en la adolescencia en el transcurso de una siesta forzosa. Estaba tumbado en su cama, esperando las cinco campanadas del carillón del salón que cada tarde le liberaban de su sopor indeseado, cuando de pronto reventó ante su cara una amapola amarilla que inundó la casa entera de un olor extraño, entre pan aún caliente y fondo de caverna. Su madre le gritó desde la planta baja: ¿Qué has hecho ahora? Y él, por primera vez en su vida, no le contestó.

El niño, tras el primer estallido inusitado y caliente, penetró con sigilo en el laberinto de esquinas redondas y ventanas impracticables. Al principio pensó lleno de confianza que le resultaría tan fácil como respirar contra la niebla. Pero luego, conforme el suelo se cubría de barro y los pájaros comenzaban a piar por parejas, advirtió que su camino no resultaría tan sencillo, aunque sí más estimulante. Se alegró del cambio. Se sintió poseedor de un descubrimiento y respiró aliviado.

Se levantó de la cama despaciosamente y se vistió por vez primera los pantalones largos de negra seda india. Su cuarto le parecía más amplio, pero de techos mucho más bajos. Las ventanas abrían la pared entera y sus cristales estaban decorados con multitud de caracolas nacaradas. Bebió el aire ligero que entraba desde el patio y se detuvo un momento, apoyado en el alféizar, a contemplar el rumor suave de la higuera cuajada de perlas. Dos gatos dormían serenamente entre los ríos del tejado y un enjambre rumoroso y rubio como la barba de un ogro se detuvo un instante a descansar en el sillón de mimbre del abuelo.

Después de respirar varias veces, más con el pensamiento que con otra cosa, se dispuso a bajar. No quería que su madre lo viese, aunque ya no por el temor de que le obligara a volver a la cama hasta las cinco. Las siestas forzosas habían terminado y en su lugar había nacido un estremecimiento plano que olía a madera recién cortada. Al bajar las escaleras vio a su madre en la cocina. Esperó a que le diera la espalda y cruzó el pasillo a la carrera para salir al patio. La luz, allí, era más tibia, más tenue, más quieta. El enjambre ya se había marchado del sillón de mimbre, dejando tres cadáveres de diminutas abejas cristalizadas. Al otro lado del sillón estaba el cuarto de la plancha por cuya puerta brotaba un chorro de aire azul y eléctrico. Cruzó el patio de siete pasos serios, solemnes casi, y se detuvo bajo el dintel de la puerta. La muchacha canturreaba una canción de amores inocentes mientras movía la plancha con pericia por el relieve de una sábana con un beso bordado en una esquina. En el cabello moreno de la muchacha aleteaba una mariposa azul y una flor desolada asomaba por el escote de nieve y terciopelo. El muchacho la llamó con su nombre de mujer y no con el nombre de criada. Ella levantó la mirada y sus ojos se abrieron en un clamor de chispas, como dos lagos chapoteados y felices. La muchacha le llamó a él con su nombre de hombre y no con el nombre de niño. Y él entonces se acercó y, sin abrazarla aún, la besó en los labios sorprendidos. Se miraron los dos a los ojos otra vez. El muchacho la abrazó entonces y la atrajo hacia sí. Los cuerpos se rozaron con el dulce calor de un nido reposado. El la besó otra vez. Quiso hacerlo con técnica y sapiencia, como tantas veces lo había visto hacer en las películas americanas. Le salió un beso torpe y avergonzado. La muchacha entreabrió los labios y le dijo con los ojos que era suya completa y tiernamente. El muchacho volvió a besarla, pero esta vez no se cuidó de hacerlo como lo hacían los galanes de cine. Y entonces, la mariposa azul voló desde el cabello de la muchacha hasta la nube más cercana. Y la muchacha entornó los ojos. Y el muchacho abrió su corazón y le brotó un torrente inmaculado y turbio.

El muchacho tomó el cuerpo afrutado de la mujer y lo depositó religiosamente sobre el montón de sábanas por planchar que olían a limones verdes y a blancura soleada. Sus labios libadores comenzaron a adquirir la sabiduría que no puede aprenderse en las pantallas. Besaba a la muchacha con ardor creciente. Sus besos se desbordaron por el cuerpo femenino como un río generoso y fértil. Devoró sus senos temblorosos y se detuvo atónito entre el aroma que desprendía el paisaje agreste de la mujer; un paisaje nuevo, como de otro planeta, repleto de cuevas luminosas y arboladas.

El muchacho cubrió con su cuerpo el cuerpo de la muchacha y la hirió en el vientre profundísimamente, con dulzura de pájaro soñado y desesperación enloquecida. Sus cuerpos licuados se disolvieron juntos en el fatigoso tropel de la batalla. La muchacha gimió por el calor de la tortura y buscó los labios del hombre para calmar el ardor clamoroso que nació en sus entrañas y reventó de pronto en una llamarada vaporosa y chispeante.

Ellos no se dieron cuenta, pero las paredes del cuarto de la plancha se habían poblado de mariposas azules que exhalaban un perfume agridulce y en el patio volaban y bailaban miríadas de insectos refulgentes sobre un tapiz de flores de cerezo.


       

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