Letras de la Tierra de Letras - La poesía y la narrativa de Hispanoamérica
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Edición Nº 46
4 de mayo
de 1998

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Desde este lado del silencio

Yadira Pérez

Levanté la cabeza para mirar fijamente los ojos de aquel hombre parado frente a mí. Su aspecto era patético, sudoroso. Llevaba una camisa manchada de sangre, las mangas a la mitad del brazo.

Me miraba con desesperación. Movía los labios como tratando de explicar algo que yo no alcanzaba a comprender. De aquella boca no salía ningún sonido. Gesticulaba frenéticamente. Un movimiento agresivo me hizo retroceder, espantada. Mi cuerpo chocó contra la repisa. Me acordé de las tijeras que yo coloqué sobre ésta, momentos antes. Las tomé y amenacé al hombre con ellas. Él hizo un gesto despectivo y se volteó. Tropezó con la mesita del centro, rompió el hermoso florero de cristal y salió apresuradamente.

Permanecí inmóvil mientras mi asombro crecía, al mismo tiempo que el extraño se alejaba después de haber golpeado la puerta con violencia. No, no podía ser cierto. ¿Cómo era que esto había pasado de nuevo sin que yo me percatara?

Aterrada salí de la casa. Respiré el aire puro del pequeño bosque cercano. El tiempo era transparente. Las aves rasgaban el espacio, deteniendo el silencio en las ramas de los árboles. En vano traté de escuchar algún canto, algún silbido. No se oía nada. Entonces corrí desesperadamente. Corrí y sólo el sonido de mis propios pasos crecía y parecía querer reventarme la cabeza.

Mi médico había dicho: debes tratar de descansar todo el tiempo que sea posible. Lo tuyo es agotamiento físico y emocional. Unas vacaciones en un lugar apartado te dejarán como nueva en poco tiempo.

Así decidí irme a aquella casa que había sido de mi padre. Un lugar de descanso, en un pequeño pueblo no muy lejos de la ciudad.

Seguí corriendo, frenéticamente. Yo sé que me acercaba a la carretera. A veces me detenía para tratar de escuchar algo que me hiciese saber que todo estaba bien, que no había pasado nada. El viento era cada vez más espeso. Estiré las manos para apartarlo de mi camino. Todo era muy lento, muy trabajoso. Mis pies batallaban para no quedar como unas raíces.

De pronto, la carretera se extendió ante mis ojos. Volví a correr más aprisa. Los carros pasaban silenciosamente, unos tras otros. Cerré los ojos deseando despertar de esa pesadilla.

¡Era cierto, todo era cierto! Nada había soñado, ni imaginado. El hombre había entrado en la casa, había quebrado el florero, había golpeado la puerta, los pájaros no habían cantado y yo llevaba raíces en los pies.

Los carros pasaban a mi lado, tratando de esquivarme. Yo corría de un lado a otro. Los transeúntes me miraban extrañados. Yo sólo escuchaba el ensordecedor ruido del más espantoso silencio.

Mi médico me miró detenidamente y preguntó: ¿Te sientes bien? Le contesté que sí. Entonces levanté la cabeza para mirar fijamente los ojos de aquel hombre parado frente a mí. Su aspecto era patético, sudoroso. Llevaba una camisa sucia, manchada de sangre...


       

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