Letras de la Tierra de Letras - La poesía y la narrativa de Hispanoamérica
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Edición Nº 49
15 de junio
de 1998

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Los bajos de la casa

José Martínez Sánchez

Trotando por el camino viejo rumbo a su pasado, vadeando tragaderos de lodo y pensando en la tía Orfa, a quien no veía desde la muerte de sus padres, Axel descubrió a un jinete que se aprestaba a entrar en el recodo de las peñas y mermó el paso a fin de que el encuentro ocurriera en terreno descubierto. Iban en sentido contrario, el uno a negociar su cosecha en el pueblo y el otro a cobrar la venganza que había madurado en su mente al cabo de los años. Los dos se saludaron al pasar y el hombre detuvo en seco su caballo, echó una mirada de reconocimiento y preguntó mientras se acomodaba el sombrero:

—¿Eres el hijo de Axel?

—Sí, y he venido a vengar a mis padres.

El jinete golpeó al caballo con los talones y siguió su trayecto. No había terminado de ocultarse bajo las sombras cuando Axel le oyó gritar en la pendiente:

—¡Que tengas mucha suerte!

Axel podía ver desde lo alto el camino que desaparecía entre los árboles y surgía de nuevo formando estructuras y canales en el sitio de los arrayanes. Más lejos se destacaba la casa vieja, a un lado de la carretera polvorienta que bordeaba el río de aguas plateadas. Por el camino, en época de invierno, las mulas atascaban sus patas en el fango, lanzaban pegotes hacia las orillas o contra las piernas de los arrieros que las castigaban con furia. Muchos años atrás, un poco antes de la muerte de sus padres, Axel había participado en aquellas jornadas en las que se conjugaban el valor de los hombres y la resistencia de los animales para llevar a feliz término el producto de la siembra.

Pero el suceso de la casa vieja se le había clavado muy adentro, más allá de los huesos y del alma. Ahora las imágenes irrumpían en su memoria con la nitidez de cada instante fortalecido por el odio: los rayos del verano se proyectaban sobre las puertas y ventanas de madera rústica, cubriéndola de nuevas tonalidades. Las siluetas de los jinetes se alargaban en la pared de tapia donde el viento estampaba su música de asombros. Pasaron junto a él sin mirarlo y fueron a desmontar frente al corredor de la casa. Venían cubiertos con sombreros y ruanas, pero Axel pudo reconocer a los hombres que llegaban de vez en cuando de visita, preguntaban algo a su padre y luego se alejaban con evidentes muestras de insatisfacción en sus rostros. Los jinetes separaron el portón de la chambrana y Axel recordó que la tía Orfa había ido a recoger la leña de la última creciente. Escuchó el sonido de las pisadas en el corredor y pensó que eran su padre y su madre, ocupados en cambiar de lugar los objetos de la casa. Corrió por uno de los costados y se escondió en los bajos, como lo hacía toda vez que no quería asumir algún compromiso de menor importancia. Desde allí lograba ver las hojas de las palmeras tremolando en el viento y las frutas suspendidas de los árboles. En tiempo libre, cuando le daba por hacer maromas, trepaba sin dificultad a las bifurcaciones y empezaba a tirar frutas, ajeno a las advertencias de su padre:

—Ten cuidado, Axel. Los copos son demasiado frágiles.

Él seguía aventando frutas y colgándose de las ramas y luego se metía en los bajos a recoger tapas o a contar botellas despicadas. Después se ponía a llevar la cuenta de los pasos sobre su cabeza y sabía cuántas veces su padre y su madre entraban a la cocina o a la sala.

Afuera, una de las mulas resopló y luego otra y ambas empezaron a raspar la madera del corredor como si estuvieran afilando sus herraduras. Axel oyó los golpes en la puerta y el chirrido de la hoja al abrirse. Silencio. Hubo un forcejeo de pasos precedido otra vez de silencio. Y una voz (era sin duda la de su madre) llenó el vacío de la estancia:

—¿Quién llegó?

—No es nadie —dijo el padre de Axel.

Se deslizó hacia el lugar donde se hallaban los jinetes, pegó la frente contra la madera y miró por una rendija. Uno de los jinetes tenía a su padre sujetado por el cuello y le decía cosas al oído. Una mula empezó a lanzar coces y la otra a relinchar. Las dos se quedaron quietas y la mujer dijo desde la cocina:

—Si no es nadie cierra la puerta.

Uno de los jinetes se dirigió hacia la cocina. Axel no podía más. Quería gritar pero una mezcla de horror y rabia se anudaba en su garganta. Su madre gritó y el hombre dijo:

—¡Cállate, vieja bruja!

Algo se arrastró por el piso, pasó por sobre la cabeza de Axel y se detuvo junto a los jinetes. Miró otra vez por la rendija y sintió un redoble de golpes contra la carne indefensa. Después sólo hubo gritos y voces destempladas. Axel abandonó los bajos de la casa y se perdió por la carretera polvorienta. Vagó durante horas hasta que asomó la noche. Y después el día. Sólo entonces vio los cuerpos de sus padres cuarteados por el filo blanco y un deseo de huir para volver se le fue hondo, hasta más allá de los huesos y del alma.

Examinó por última vez la carretera desde el camino y tomó el desecho. Unos jinetes que llevaban la misma dirección le dieron alcance. Axel reconoció a varios de ellos, antiguos amigos de su padre. A menudo iban a la casa vieja a jugar cartas y dados, siempre en un círculo de poca luz y escasas palabras. Uno se volvió sobre la silla y le dijo:

—¿Eres el hijo de Axel?

—Y he vuelto por venganza.

El otro no dijo nada y así continuaron hasta que llegaron a la carretera. Los hombres desviaron sus caballos hacia la orilla del río. Axel reconoció la voz del que lo había interrogado:

—Pensamos que te había tragado la tierra.

Los vio sumergirse en una nube de polvo, comentando entre ellos la futura venganza. Cruzó la carretera y se apeó del caballo frente al corredor de la casa. Al verlo, la tía Orfa le echó los brazos encima.

—Ahora debes descansar —le dijo.

Axel fue a sentarse en la sala. Ella le trajo una cerveza y un paquete de cigarrillos. Fumó sin decir nada hasta que la tarde se hizo gris en el horizonte. La tía Orfa se dirigió al fondo de su habitación y empezó a dar vueltas al manubrio de la victrola. La música invadió los contornos, salió al corredor, descendió a los bajos de la casa vieja. Cuando dejó de sonar, Axel descubrió la oscuridad de la noche, flotando sobre el sendero de los arrayanes.

—Es hora de cumplir —dijo.

Y subió de nuevo a su caballo.


       

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