Letras de la Tierra de Letras - La poesía y la narrativa de Hispanoamérica
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Edición Nº 49
15 de junio
de 1998

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¿Maribel?, ¿Thamara?, ¿Verónica?

Héctor Torres

Verónica era un sueño. Al momento de conocerla descubrí en ella todas las virtudes anheladas en una mujer: era sensible, cariñosa, coqueta y mostraba vivo interés por todo. También entendía de música, motivo suficiente para habernos sumergido en esa amena conversación por más de cinco horas el mismísimo día que nos conocimos. Además, me enloqueció de ternura esa sonrisota iluminando su rostro; franca, pueril. Suena trillado, lo sé; pero nunca había visto algo así. Parecía salir de sus entrañas, como si sus órganos fueran los que rieran y ella no pudiese evitarlo. Llegaba la incontenible sonrisa y ¡bummm! estallaba estruendosamente en esa boca pequeña, carnosa, en esos ojos curiosos, en todos los poros de ese rostro. Era tan intensa que, aunque delataba la treintena en las pocas veces que permanecía seria, acaso aparentaba un poco más de veinte. Ese sincero candor provocaba un profundo contraste con esa soltura para manejarse en los más diversos temas... Y en los azarosos códigos del amor.

La noche, la inseguridad, un "me están esperando" fueron la razón para consultar el reloj y como resultado, culminar la velada. La acompañé hasta el centro y al despedirse, junto a unos besos apresurados, me pidió que la visitara. "Es fácil. El 6-B del edificio Agata, en la calle Rivera. ¿Te acordarás?", preguntó con adorables gestos infantiles sin detenerse, ni darme tiempo a proponer una fecha. Simulé memorizarla (anotar una dirección o un teléfono de interés me parece de mal gusto, pero mi memoria es prodigiosamente fatal) y, apenas se perdió entre la gente, saqué del maletín un bolígrafo y un papelito.



Pasé semanas contemplando el papelito con la garabateada dirección sin decidirme a indagar sobre esa desconocida calle. Me llenaba la cabeza con las mil cosas que podrían estropear un recuerdo hermoso; "si aquella conversación", pensaba yo, "si aquel imprevisto romance se ha deslizado tan suavecito por nuestras vidas, es precisamente por haber sido tramado por el destino". No quería estropearlo todo con un encuentro planificado.

Pero, ¿quién no se siente tentado por revivir una sonrisa, una tertulia serena, unos besos dulces?; entonces, sin poder oponerme, ubiqué el edificio. Un grupo de adolescentes empotrados en los escalones de la entrada fueron la temerosa excusa para seguir de largo. Esa misma semana, avergonzándome de mi pusilanimidad, rondé nuevamente —esta vez de mañana— por el edificio. Pero tampoco me atreví a traspasar el portón. Algo me detenía.



Y en eso pasaron dos meses. A esas alturas temía que perdiese sentido visitarla. ¿Qué podía decirle? ¿Y si me dio su dirección por pura cortesía, sin esperar mi visita? ¿Y si se había olvidado de mí? Estas interrogantes me asaltaban cada vez que pasaba frente al edificio, cargando mi corazón de una inquietud desesperante, provocando esa reacción incontrolable de seguir de largo. Lo hubiera abandonado para siempre si no fuera porque algo dentro de mí insistía terriblemente. Ese mismo algo me decía que lo olvidara.



Un día, comprendiendo que el sigiloso tiempo podía desterrarme de su recuerdo, me detuve frente al edificio, y siguiendo un impulso secreto esperé a la persona indicada que me permitiera llegar a ella. Descarté de inmediato a las señoras, "podría tropezar con su mamá sin saberlo", y las mujeres jóvenes —razoné— suelen ignorar a las otras de su edad. Un muchacho pecoso y de nariz filosa, como de unos doce años, me pareció ideal. Me acerqué y le pregunté como el que pregunta la hora, si conocía a una chica llamada Verónica. El pecoso me miró con el ceño fruncido, moviendo la cabeza como tratando de extraer ese nombre de su memoria. De pronto en su mirada estalló una risita reprimida, y me dijo:

—¿No será la flaca alta que tiene el pelo como rojo?

Francamente no había reparado en el color de su cabello. Atesoraba en mi recuerdo una boca carnosa y pequeña, los ojos más inocentes vistos en un adulto y una sonrisa de amanecer, por lo que esa imagen no satisfizo mis recuerdos, y le dije:

—No sé si estamos hablando de la misma persona, pero ésta...

—Sí, sí, sí, la que se ríe por todo como una boba.

—Bueno, me parece una sonrisa hermosa —corté de inmediato para no dar pie al impertinente comentario—. En todo caso, ¿me podrías decir dónde vive?

El muchacho, con una expresión intrigante que intentaba encubrir con una fingida sonrisita distraída, me dijo sin dejar de mirarme: —El 6-B.

Habiendo confirmado su dirección, le di las gracias, y comencé a subir las escaleras descansando en cada piso. En mi espalda sentía su mirada cargante. En el oscuro pasillo del sexto piso encontré cuatro apartamentos. Frente al 6-B, segunda puerta a la derecha, me inquieté con la risita del pecoso, que aún me perseguía. No sé por qué, pero no me gustaba. ¿Qué tiene de gracioso preguntar por alguien? ¿O es que acaso ella era el chiste? "Bueno, ya estás aquí", me dije; suspiré hondo, cerré los ojos, alcé la mano y la dejé caer...



Se abrió la puerta y detrás de ella apareció una señora gorda de pesadas y varicosas piernas. Me dije a mí mismo que tal vez la risa del pecoso tenía relación con aquello de: antes de amar a una mujer, trata de conocer a su madre. "La figura de la madre es un anticipo de ese delicioso ángel dentro de treinta años", rezaba la conseja popular. La señora, con la cara típica de ciertas mujeres solas que de resueltas se tornan despiadadas, me preguntó malencarada:

—¿Dígame?

—Buenos días, señora —me esforcé en mostrarme amable, aunque sentía deseos de salir corriendo—, yo soy un amigo de Verónica, y ella me pidió que la vi...

—No está —y antes de darme tiempo de preguntar la clásica fórmula de: "¿no sabe como a qué hora podría...?", me quedé hablando con el letrero del "6-B", mientras escuchaba los pasos cansados de la voluminosa señora en sus apretadas cholas de goma.



No me había alejado media cuadra del edificio cuando escuché unos gritos a mi espalda que intentaban llamar la atención de alguien. Por mi curiosidad natural, giré la cabeza en esa dirección cuando vi a un hombre joven haciendo señas. De lejos se veía muy alto. Comprendí, con una inmensa sensación de desagrado, que se dirigía a mí.

Cuando estuvo a mi lado comprobé que no era tan alto, aunque eso no disminuyó mi recelo. Me preguntó a quemarropa: "¿Tú estás buscando a una tal Verónica?". Palidecí al pensar que fuese el novio, o el marido, o qué sé yo, "esto sólo me pasa a mí", y empecé a mascullar una explicación. El hombre, sin darle tiempo a la cortesía, me tomó con firmeza por un brazo y me dijo sin más, hablando pausadamente, como con sueño: "Primo, te voy a dar un consejo: olvídala, ¿sí?. Te aseguro que es por tu bien". Cuando logré reaccionar, ya se había dado la vuelta y se iba en dirección al edificio.



Ella tenía un algo especial que la hacía inolvidable, es cierto; pero mi sentido de la estética me impedía involucrarme en escándalos y tumultos callejeros, y esa era una razón valedera para renunciar a ella. Me prometí no verla más nunca, también es cierto, pero no pude hacer nada ese día cuando, entre la exasperante galería de fenotipos que desfilan y se deslizan frente a tus ojos, resucitó radiante, feliz, un rostro: el de ella. En ese instante desaparecieron la angustia, el miedo, los desagradables episodios vividos, los juramentos, el temor a ese encuentro, todo... como las sombras cuando se apagan las luces.

Me hundí en su agradable plática; el timbre de su voz penetraba sensualmente por mis oídos, acariciándome, se derramaba juguetón por toda la superficie de mi piel. La placentera sensación de estar a su lado era indescriptible. Comprendí que valía todos los sacrificios. Disponíamos de tiempo y nos fuimos a un café cercano. Su mano buscó la mía. Descubrí que en mi paso por la vida podía prescindir de todo, menos de ternura, por lo menos no después de haber conocida esa ternura. Conversamos generalidades y, cuando ya me había prometido no contarle lo ocurrido, me reclamó el no haberla visitado nunca. Antes de quedar como si no lo intenté, preferí relatarle el drama protagonizado.

—No, ¿tú eres loco?, ese es mi hermano —me explicó cuando le pregunté sobre el novio celoso. Aunque sí era celoso con ella, y además la mamá pretendía que ella no tuviera amigos. Eran capaces de inventar cualquier cosa para ahuyentar a los hombres que se le acercaban. Ni siquiera la dejaban salir. "¿Cómo estoy aquí?, me escapé. Llevo días haciéndolo con la loca esperanza de verte". Lloró. Lloramos juntos. Nuestras manos se aferraron furiosas. Juramos vencer las adversidades. Nos besamos. Nos abrazamos como si se nos iba la vida en ese abrazo. "Sí, a pesar de su familia, volvería a visitarla". Me sentí muy enamorado y con ganas de luchar por ella. No nos iban a arrebatar la felicidad.



El sábado siguiente desperté temprano, me vestí y en un instante estuve en la calle. Renovado y con la seguridad proporcionada por la conversación y la confirmación de su amor, salí a buscarla. Frente al edificio sentí un ligero susto, pero ya lo sabía todo, ya no me manejaba con hipótesis, no me iban a enredar ni a engañar. Brioso como un potro subí los seis pisos —no me fiaba del viejo ascensor— y toqué la puerta ansioso.

Abrió el hermano. Me miró con fastidio y me dijo con su hablar lento, con sueño:

—Está bien, primo. Te voy a abrir la puerta, te vas a sentar y me vas a escuchar. Después tú decides, ¿estamos?

No me iban a engañar con subterfugios, ya Verónica me había prevenido contra los oscuros manejos familiares, por lo que entré decidido a no cambiar de parecer por nada de lo escuchado allí. "No cambiarán las cosas en lo absoluto", me dije para darme fuerzas.

Sobre un sillón estaba sentada la mamá, con mirada compungida, como apenada. Había estado llorando. El hermano me indicó con un gesto la butaca frente a ella y él se quedó de pie. Quité una muñeca de trapo envuelta en una manta sobre el asiento que me ofrecían y, al no hallar dónde colocarla, la dejé sobre mis piernas. De inmediato pregunté por Verónica. El llanto de la señora arreció. No me dejé conmover, e insistí.

—Hijo, usted se ve un buen muchacho, pero váyase y no vuelva, ella está enferma, tiene problemas de salud, ¿sabe? —decía la señora entre gemidos.

—Quiero verla —perseveré sin inmutarme.

—Primo —intervino el hermano—, te lo estamos diciendo por tu bien. Aléjate.

—¿Donde está ella? —pregunté acentuando cada sílaba.

La señora estalló en un ataque de nervios, enumerando con los dedos:

—He tenido que soportar a aquel gafo enamorado de una tal Maribel, el otro se quería casar con una Thamara, y ahora... ahora este necio preguntando por... ¿Verónica?

No comprendía lo que la señora decía, pero estaba decidido a no irme sin verla, por lo que repuse, con toda la dureza posible:

—No sé qué trata de insinuar, señora, ni me interesa. La quiero, y ella me puso al tanto de sus confabulaciones. Debería darles verg... —callé de inmediato al escuchar su voz llamándome.

La mamá, con gesto apresurado, comenzó a secarse las lágrimas con la muñeca; el hermano cerró los ojos con resignada fatalidad. Me erguí orgulloso en el mueble, esperándola, cuando apareció, adorable, apetecible en una fresca batica de algodón, con su sonrisa precediéndole, alumbrando sus pasos.

—¿Como estás, mi cielo? —me dijo sentándose a mi lado, y acariciándome la mejilla.

—Bien —respondí sonriente, contagiado de su dulzura.

Me abrazó y besó delante de ellos, con gesto irreverente, y eso la hizo más adorable a mis ojos. De pronto, vio la muñeca que tenía sobre las piernas, y tomándola entre sus brazos, dijo entre sorprendida y molesta:

—Mami, ¿por qué no me avisaste que ya se había despertado la niña?

La miré divertido ante su ocurrencia, esperando el momento en que terminara el juego para celebrárselo. Se hizo un silencio incómodo. La mamá me veía, avergonzada. Ella se puso seria y de pronto de mi estómago surgió un miedo incontrolable, aunque no sabía qué lo motivaba. La sonrisa seguía congelada en mi rostro.

—Mamá —dijo Verónica enfadada—, te estoy hablando.

De pronto su rostro se convirtió en una mueca de profundo disgusto y rugió: "Es que no te basta con tenerme aquí presa, encerrada. Asesina... ¿También quieres matar a mi hija ? ¿Vas a matar a mi hija, asesina?".

La mamá comenzó a llorar desesperada. Verónica la miraba con odio. El hermano me observaba en silencio. Yo no comprendía absolutamente nada. Quise tocarla pero mi mano se congeló en el aire. El hermano, con lástima en la cara, dijo:

—Y este idiota no se da cuenta. No, primo, definitivamente usted está más loco que ella —y comenzó a reír con una risa triste, marchita.



Todo me daba vueltas. La vi en medio de esa infame escena y aún brava, y aún desconcertado, no dejaba de verla hermosa. Recordé a Raquel, mi última esposa, que cualquier cosa la sacaba de sí, ¡gritaba por todo!; y ni hablar de la anterior: ¿Anastasia?, una mentirosa compulsiva. Y la veo: ¿Maribel?, ¿Thamara?, ¿Verónica?, ¡qué importa cómo se llame!; es tan cariñosa, tan dulce en el amor, tan inteligente en sus momentos... ¿Qué diferencia hay? ¿Quiénes eran ellos para decidirlo? Todos tenemos nuestros momentos luminosos y nuestros momentos oscuros. ¿Qué diferencia hay?, me volví a preguntar. Me puse de pie mirándola fijamente. Adoraba eso que veía frente a mí. Le extendí la mano, y ella, con una repentina sonrisota del tamaño del sol, me entregó la suya. La abracé feliz, besé con lenta ternura su frente y, ante el desconcierto del hermano y de la mamá, nos fuimos abrazados en un gesto cómplice, divertido, llevándonos a la "niña" entre sus brazos.



Bajando las escaleras, el llanto de la madre se chorreaba aún por mis oídos. El hermano balbuceaba cosas incomprensibles. En la calle estaban los chicos de la entrada, y entre ellos reconocí al pecoso de nariz filosa. Nos observaban y murmuraban. Pronto comenzarían las risitas. ¿Qué diferencia hay? El que esté libre de locura que lance la primera piedra...


       

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