Letras de la Tierra de Letras - La poesía y la narrativa de Hispanoamérica
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Edición Nº 52
3 de agosto
de 1998

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Reunión

Marcela Atienza

Son doce. Como doce son los hombres en la última cena.

Y están reunidos allí, sin poder salir.

No pueden salir porque están rodeados de paredes de hielo.

Tienen que esperar que se derrita.

Algunos esperan que eso suceda rápidamente. Otros piensan que demorará horas.

Nadie sabe cuánto demoran cuatro paredes de hielo en desaparecer.

Están sentados en el suelo y se apretan unos a otros para protegerse del frío que emanan las paredes. Cada uno siente el calor de la sangre del que está a su lado.

Nadie habla.

Cada uno tiene una cueva propia adonde escupe sus pensamientos.

El primero siente un ancla colgada del cuello. Ancla de hierro que le empuja la cabeza hacia abajo. El cuello se contractura por la soga de sisal que se le clava. Tiene miedo de tener que esconder la cabeza bajo la tierra. Tiene miedo de ser un avestruz y que otros utilicen su culo.

Tiene miedo de ser cogido pero no puede evitar bajar la cabeza.

El quinto piensa en la muerte. Ve un ataúd de madera crujiente, ve cuando lo cierran con estaño y los gemidos aumentan a su alrededor. Ve los gusanos lentos que carcomen la madera y piensa en masturbarse.

Se masturba.

El décimo tiene un libro. Lee: Tomo la hogaza de pan bendecido e inserto en ella un pedazo de cirio que prendo para abandonarlo luego a la corriente. Sobre una barca de remos seguimos durante horas el discurrir del pan iluminado hasta que éste se detiene. Seguimos durante horas el discurrir del pan iluminado. Seguimos durante horas el discurrir del pan. Iluminado".

El silencio se detiene con cada gota de agua derretida que cae como cirio sobre la batea. Cae cada gota como cirio. El silencio se enciende como el pan iluminado.

El tercero piensa en los libros, la manteca, el puré de papas deshidratado, las medias can-can. En los insecticidas, los papeles continuos, las cajas de cartón, las computadoras viejas, en los baldes de plástico. Cuántos baldes de plástico habrá en la tierra, cuántas medias habrá en Nueva York, cuántos zapatos en Formosa.

Cuántos sauces y cuántos baúles.

El séptimo tiene en sus manos las llaves de Barba Azul y abre cada puerta con cada una. La llave de oro abre la habitación dorada, la llave de plata abre la habitación plateada, la llave de sangre abre la habitación ensangrentada, adonde están los cuerpos de las mujeres. La sangre lo salpica y trata de sacársela con los dedos. Las manchas rojas se agrandan en su camisa blanca, las mira y vuelve a empezar: abre cada habitación con cada llave.

El segundo piensa en la mujer de Juan. Cuando ella se desabrochó la camisa y le mostró las tetas, grandes como globos, alargadas, tetas largas para chupar, tetas de mujer casada con hijos, tetas mamadas. Qué puta es la mujer de Juan.

El undécimo está en un cumpleaños. No entiende cómo vino a parar ese pelotudo vestido de piyama con una kodak en la mano. Y encima su cuñada le pide que les saque fotos a todos porque allí no están muy acostumbrados. ¿Acostumbrados a qué, a sacar fotografías con una máquina para boludos como esa? Y la cuñada le da la cervecita helada que él se había guardado en la heladera y el tal Lucas está ahí con la cerveza en el buche y con su cara de boludo diciendo que miren el pajarito, que sale, ya sale el pajarito. La nena no para de comer torta de manteca y mi cuñada que le da un pedazo y el tal Lucas se come la torta y sigue embuchando la cervecita. El undécimo cierra los puños y con buena gana le bajaría los dientes a ese boludo de piyama que ahora dice que se tiene que ir. Las venas le crecen en el cuello al undécimo y el noveno lo mira y le dice pará viejo, pará, no me agarrés, quién te crees que soy.

El noveno dormía temblando de frío.

El sexto sabe que tiene la culpa y tiene miedo de tentarse y gritarle a todos que él tiene la culpa. Arrastra las piernas y la culpa por los adoquines de la calle. La culpa se aniquila entre las piedras. Y el sexto sabe que ya no gritará que él la tiene.

El octavo piensa que quiere asesinarla. Quiere pegarle golpes en la cara y hacerle sangrar la nariz, hinchársela como una ciruela madura. La quiere empujar contra la pared de cemento y acogotarla con los dedos fuertes. Rajarle la ropa y pegarle patadas hasta reventarle el estómago. Ese estómago y el ombligo. Cuando le rompa la ropa verá su ombligo. El ombligo de ella lo vuelve loco. No quiere mirarle el ombligo. Quiere reventarla a patadas pero no puede dejar de mirárselo y lo toca. Le toca el ombligo pequeñito sobre la panza estirada. Toca con todos sus dedos la panza estirada. Pasa la mano por el ombligo. La pasa de nuevo. Pasa la mano sobre la panza estirada y siente el movimiento adentro de la panza. Tal vez sea un bracito o una pierna.

El doceavo ve a Cristo avanzando sobre la tierra yerma con la túnica blanca manchada de barro. Late su corazón viendo a Cristo y abre la boca para recibirlo. Cada conmemoración revive la última cena y ellos están allí, los doce, reunidos antes de irse. Padre nuestro que estás en las cenizas. Padre nuestro que estás aquí, no mires nuestros pecados sino el pan iluminado que brota de nuestras cabezas.

El cuarto no puede pensar. Mira las paredes derretirse y ve cómo se llena de agua la batea que está a la salida de la habitación. La batea se llena de agua derretida. Está fría. El cuarto se pone de pie y avanza sobre la batea llena de agua. Sus pies se llenan de agua hasta los tobillos. Estira los dedos de los pies como un abanico. Camina por la batea que está fuera de la habitación. Sabe que caminar sobre el agua purificará su mente y su espíritu. Camina sobre el hielo derretido que llena la batea y se va.

Atrás lo siguen todos.


       

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