Letras de la Tierra de Letras - La poesía y la narrativa de Hispanoamérica
Indice de esta edición
Edición Nº 52
3 de agosto
de 1998

Comparte este contenido con tus amigos
Esperando a Leticia

Hugo Avellaneda

—¡Sargento! ¡Retire esta gente de mierda! —ordena el capitán emergiendo de la casucha. Mira furioso a los hombres, mujeres, jóvenes, viejos y viejas, niños y niñas que ávidos se disputan la ventana, la puerta. Tiene el rostro lívido, sudoroso, y enérgico se restriega un pañuelo por la frente, el cuello.

La vieja Imelda y María se encuentran apoltronadas en una cama desvencijada que rechina con sus movimientos y se abanican agitando un periódico. Ñaco en un extremo de la mesa con la camisa desabotonada, el pecho y el vientre fofos, abultados, lampiños, brillantes de sudor, llena los vasos. Beben un pisco barato y hablan a los gritos por la música estridente de una radio a pilas. Ventilan el cuarto manteniendo la puerta abierta y arrojando agua en la entrada. Nubes de moscas zumban, revolotean, las espantan a manotazos, ¿no se sentía bien, comadrita?, pregunta María y su cara gorda, embadurnada, surcada de gotitas se distiende en una sonrisa, ¿qué le pasaba?, Imelda abre y tuerce la boca desdentada, tiene los ojos enrojecidos, unos pelos ralean en su mentón, el pisco muy fuerte, hija, me raspa la garganta y me arde como llamarada en el estómago, toma un trago largo, se pasa la mano abierta por su cara sudada, ahora sí su Leticia se portaba bien, gracias a ella saldremos de aquí, dejaremos esta barriada.

—Curiosos de mierda, morbosos —rezonga el capitán observando la estampida. Escucha los insultos y las mentadas de madre contra sus policías que repartiendo varazos a discreción logran desalojar la entrada y formar un cerco en torno de la casa. El capitán se desabotona el cuello de la camisa, afloja el nudo de la corbata y se ventila frenético con el kepí.

Ñaco ingresa con otra botella de pisco. Lleva la camisa abierta, resopla. María le dice que la vieja está hasta las güevas de borracha, vomitando las tripas en el cagadero y en cualquier momento se dormía. ¿Has visto lo que guarda en su ropero? Ñaco asiente, esboza una sonrisa, arroja un paquete de cigarrillos sobre la mesa, hay que darle más trago, ojalá se duerma rápido, antes de que venga Leticia.

—¿Una salvajada..? Seguro —responde el capitán a los periodistas que lo acosan a preguntas, toman notas, meten sus grabadoras, disparan sus cámaras fotográficas. Su mirada impaciente abarca las viviendas miserables diseminadas en el inmenso pampón, trepa las paredes de tablones, adobes, los techos de calamina, retrocede parpadeando en las latas y trozos de metal que reverberan en el terral. —Propio de un lugar como éste, una barriada miserable llena de negros, serranos, prostitutas, delincuentes y mendigos.

Imelda reaparece con una trenza deshecha, el rostro congestionado, los ojos vidriosos y una sonrisa triste, apúrese comadre, llegó la otra botellita, la vieja camina tambaleándose y se derrumba en la cama, ¿estuvo llorando, comadrita?, no sea cojuda, Ñaco sirve los vasos, déjese de lagrimones doña, que Leticia no la encuentre así, estamos celebrando nuestro cambio de casa y usted moqueando, al fin viviremos juntos, como una sola familia, en edificio, comadre, como gente decente, comadre, séquese esas lágrimas, Leticia puede darse cuenta y su alegría entristecerse.

—Todo es muy extraño —dice el capitán adoptando un aire desconcertado—. Los tres tienen las gargantas abiertas pero además a la vieja le han acuchillado los ojos. El móvil no ha sido el robo porque las cosas parecen que están completas, listas y preparadas como para una mudanza y en el ropero encontramos una buena cantidad de dinero y un cofrecito con alhajas de oro que tampoco han sido tocados.

 
 

 
Costó convencerla —dice la voz estropajosa de María—. Pero lo hicimos entre todos y salió bien. ¿Se acuerdan? Era apenas una chiquilla inocentona, demoró en tragarse el anzuelo la muy cojudaza.

Imelda con la vista fija en su vaso escucha y un rictus de tristeza y dolor ensombrece su semblante. Ñaco manipula los botones de la radio y la música se superpone a la voz deshilachada de María, la hiciste muy bien comadrita. Me aguantaba las ganas de reírme esa mañana que entré a tu cuarto y qué bien fingías tu enfermedad, te revolcabas, pataleabas y gritabas en tu cama. Hubieras visto la cara de espanto de Leticia escuchándote. Desesperada andaba de un lado para otro sin saber qué hacer, suplicando a Dios y tropezándose y cayéndose. Cuando reconoció mi voz se prendió de mi brazo, me estrujaba, me rogaba para que te llevara al hospital.

—Y usted, doña —dice Ñaco a Imelda que tiene los ojos llorosos—, salió arrastrando los pies y quejándose fuerte como para que Leti la escuchara, ¿se acuerda? Fuimos hasta la esquina por el taxi muertos de risa. —Dirigiéndose a su madre— Fue una idea trome, vieja, te pasaste.

María bebe halagada y prosigue, al día siguiente, tempranito, le dije a Leticia que habías pasado la noche en el hospital y no en mi casa por supuesto, que estabas grave, sólo operándote podían salvarte y que había que comprar sangre pues no habían donantes. Entre risa y pena me daba su carita llena de lágrimas. El problema es dinero Leticia. No tenemos y nadie quiere prestar. Si no conseguimos no la operan y se muere. Te he conseguido un trabajo y pueden adelantarnos algo de dinero, pero todo depende de ti.

La vestí mientras lloraba. Le puse una minifalda y la pinté casi a la fuerza. Cambió un montón, bonita se puso, además tiene buenas piernas, sólo sus anteojos oscuros la afeaban un poco. Con engaños la saqué de la casa pero algo adivinaba, no era tan cojuda. Se resistía. No quería acompañarme. En la calle se cayó y se puso a cojear.

—¿Qué te pasa?

—Casi caigo. No me llevas bien.

—Tas nerviosa. Con miedo.

—No. Había hueco ...no me avisaste. Me torcí el pie.

—Falta poco.

—Madrina... por favor... regresemos.

—¡Apúrate!

—El tobillo me duele...

—¡Egoísta! ¡Quieres que se muera! ¡Aunque no te haya parido es como tu madre! ¡Ingrata! ¡Malagradecida!

—No grites... por favor...

A empellones la sube por las escaleras, se queja, pierde el paso, resbala. María tiene que sacudirla, gritarle, limpiarle el vestido, arrastrarla hasta el corredor sofocante, lleno de voces, murmullos, risas; la empuja por los pasillos. No responde a los saludos, las bromas, vieja pendeja como ya no soplas has traído a tu hija. La tenía atrapada de la mano y sentía su temblor, pobrecita, se abandonó, ya no hablaba, la llevaba como un muñeco tropiece y tropiece con las gentes, las paredes, los baldes, cojeaba, lloriqueaba, pero yo ni caso.

Llegan hasta el pupitre de un chino flaquísimo, viejísimo, arrugadísimo y le muestra a la chica. Los ojillos rasgados miran sin inmutarse. Mueve la cabeza y frunce la boca en un gesto de más o menos, masculla algo incomprensible y abriendo un cuaderno y tomando un lapicero pregunta cómo se llama. María le sonríe, aprieta la mano húmeda, inerte, y se escogiera uno rapidito, pero advierte que Leticia hace esfuerzos por contener el llanto, le clava las uñas y se coloca delante para que el chino no se diera cuenta y fingiendo alegría en su voz aventura, Rosa... no, era muy común, mejor Amanda, ese nombre le gustaba, se lo hubiera puesto a la hija que no tuvo. El chino, parsimonioso y distante, activa un ventilador pequeño, después anota el nombre y dice que le corresponde el 24, se apuraran.

María hunde los dedos en el brazo de Leticia hasta escucharla gemir y con ira contenida, pórtate bien, no me vengas con cojudeces, ni se te ocurra hacerme papelones. No me vengas con lagrimitas, como si el mundo fuera a acabarse, no eres la primera ni serás la última. ¡Tu cuarto está al fondo, acuérdate, no siempre voy a traerte!

Ese primer día se me quedó grabado para siempre, comadre. Se armó un tremendo escándalo. Al muchacho de cerdas erizadas que abra el candado del 24. Es un cuarto reducido, sin ventilación; apenas franquean la puerta perciben una vaharada densa, agria, mezcla de mugre, sudor y cachivaches abandonados. Del techo cuelga un cordón con su bombillo cubierto de polvo y telarañas. Repentinamente la muchacha se lleva las manos al rostro y se dobla agitada por un llanto irreprimible, desconsolador.

Le pegué y fue peor. No quería quitarse la ropa. Nos pusimos a forcejear. En un descuido me empujó, corrió y se estrelló contra la puerta, rápida se levantó y mientras buscaba abrirla la agarré de los pelos y la arrastré hasta la cama. Chillaba, insultaba, arañaba, pateaba, estaba desconocida, tuve que zarandearla, cachetearla hasta que se calmó. Se arrojó a mis pies, empezó a suplicarme y la puerta retumba, golpes, gritos y pasos que se arremolinan. ¡Qué pasa, carajo! ¡Por qué mierda hay tanta bulla! María jadeante, desgreñada, reconoce el vozarrón, se sobresalta, entreabre presurosa, un negro enorme, flaco, la aparta bruscamente y se mete al cuarto, mira con ojos sanguinolentos. ¿Qué pasa vieja, te estás torteando? Risitas de mujeres en batas, bikinis, que codiciosas adelantan sus cabezas, invaden la pieza, ¿y esa qué tenía, por qué lloraba? María le explicará, pero corriera a esas chismosas de mierda, no quería escándalos, no era su culpa, con la cabeza alude a Leticia sentada al borde de la cama, tensa, desamparada, los pelos revueltos, sin anteojos y anegada en lágrimas. Así que eso era. Sí, pues, asiente María. En el rostro bruñido aparecen las encías prietas, los dientes amarillos, feroces. Observa con detenimiento a la muchacha.

Un súbito silencio se empoza. Leticia deja de llorar, de retorcerse los dedos y su cuerpo se alarma. Escucha de pronto la voz amenazante largando a las mujeres y se estremece. Piensa desesperada que María no la abandonará pero reconoce sus gritos chillones fuera del cuarto. Capta el leve crujido de la puerta cerrándose, el ruidito metálico del picaporte y se endereza angustiada. El negro se despoja de sus ropas y extiende la gruesa correa de cuero en la mesita.

—Así que la cieguita es debutante, ¿no?

 
 

 
—Están buscando al Juez de Turno para que ordene el levantamiento de los cadáveres —refunfuña el capitán. Han transcurrido varias horas y sabe que ya no aprovechará el domingo. —Nunca se les encuentra en estos casos. Seguro que llega de noche.

La radio brama. Platos con restos de comida, botellas de pisco y bebidas se amontonan en la mesa y la vieja no se duerme. Entre eructos y salivazos empezó a enredar la madeja de su vida. Por ratos lagrimea, recuerda al marido que se largó con todo su dinero producto del trabajo de varios años...

—El tipo es conocido. Un delincuente de poca monta —el capitán resuella, agita una bebida. —Hay que investigarlo para saber a qué se dedicaba. No se descarta un asesinato por venganza o un ajuste de cuentas. Dicen que la mujer era su madre, prostituta retirada, de la más vieja sólo se sabe que vendía en el mercado.

María no pierde de vista el ropero. Imelda se yergue con dificultad y sale trastabillando, ¿por qué se demoraba tanto Leticia?, tienes que vigilarla más, llámale la atención, pero que no se te pase la mano como otras veces que después no puede ni ir a trabajar, Ñaco sonríe, dispara el pucho por la puerta, aparecen las polleras de Imelda, qué manera de aguantar trago, él se sentía borracho y la vieja no caía, entra tumbando un banco, choca con la pared, la mesa y se desmadeja en la cama.

—Parece que los sorprendieron dormidos —el capitán tiene empapada la pechera de la camisa y se abanica con un periódico. Dejó de manifestar su impaciencia, pero su rostro revela indignación. —En todo caso, estaban tan borrachos que no pudieron defenderse.

La voz gangosa de Imelda que no pudo tener hijos y revolvía la historia de la sobrina que se escapó con el marido llevándose sus ahorritos, y Ñaco con el torso desnudo, trasudado, la mira con ojos entrecerrados, la voz quejumbrosa continuaba se quedó solita por eso se hizo cargo de Leticia, la crió desde chiquita, la quería como a una hija, aunque se daba cuenta que Leticia la odiaba, eso la entristecía, la odiaba desde que supo que mi enfermedad había sido un engaño, hasta su carácter le había cambiado, resentida nomás andaba, ¿por qué no le aconsejabas? Ñaco mira a su madre que ronca derrumbada en la cama y él, aburrido y soñoliento, ¿Leticia siempre había sido así, doña?, desde que nació, fue un parto difícil, sólo su cabecita había salido y su cuerpo se quedó como enredado y la comadrona jaloneaba y jaloneaba con fuerza y sin darse cuenta seguro, con sus dedos le reventó sus ojitos.


       

Indice de esta edición

Letralia, Tierra de Letras, es una producción de JGJ Binaria.
Todos los derechos reservados. ©1996, 1998. Cagua, estado Aragua, Venezuela
Página anterior Próxima página Página principal de Letralia Nuestra dirección de correo electrónico Portada de esta edición Editorial Noticias culturales del ámbito hispanoamericano Literatura en Internet Letras de la Tierra de Letras, nuestra sección de creación El buzón de la Tierra de Letras