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Edición Nº 53 17 de agosto de 1998 |
Remo el Boga no estaba preparado para soportar un desprecio de María.
Ella había nacido en el puerto una noche de luna llena, entre el susurro de las olas y el eco del viento. Era hija del viento y de las olas. Era María...
Remo el Boga no tenía antepasados en el puerto. Llegó de la costa una madrugada silente acompañado de su padre, el remero fugitivo que un día, siendo aún joven, debió abandonar la cordillera para establecerse en la orilla del mar. Allí vivió. Allí se hizo amigo de las olas y allí conoció a la mujer de sus sueños. Allí la amó.
Remo había cumplido nueve años cuando su madre entró en las aguas profundas, desnuda como una sirena. El mar lanzó un gemido arrollador, las olas se cerraron y la mujer miró por última vez hacia la playa. Remo y su padre bracearon cada uno a su ritmo y remolcaron el cadáver hasta la orilla.
—Tu madre ha muerto, Remo.
Esa madrugada el tiempo había estado invariable. Ya se sabe, un viento leve, un rumor lejano. Las aguas quietas.
El remero buscó el punto oeste del puerto, donde los peces abundan como chorros de espuma. En cierto modo, Remo y su padre empezaron una vida feliz. Pero a veces, cuando el tiempo amenazaba, ambos se sentaban en lo alto del acantilado, miraban hacia la distancia y se quedaban largo rato escuchando las voces anónimas traídas por el viento.
—Oye, Remo. Tu madre nos llama.
Remo sabía que la amargura hacía estragos en el corazón de su padre. Veía sus ojos hundidos en la nostalgia del recuerdo, como dos chispas que se apagaban allá, a lo lejos, entre el cielo y el mar. Ya se sabe, cielo, mar, claridad...
Los pescadores que pasaban frente a la cabaña no podían evitar cierta voz de extrañeza:
—¡Oye, remero! ¡Tu lucha está en el mar!
El eco se regaba por todo el puerto como un mal necesario. El remero, cabizbajo, los oía desaparecer cantando como bucaneros después de un golpe de suerte. No era para más, sus pesadas canoas transportaban el mejor pescado obtenido durante la jornada.
—Ellos tienen razón —le oyó decir Remo una clara mañana, cuando su rostro había vuelto a la nostalgia—. Mi verdadera lucha está en el mar.
Y empujó la canoa hacia las turbulentas aguas. Remo lo oyó bogar y batallar con las olas. En vano esperó su regreso. Miró hacia el cielo y vio que el sol había cruzado el límite acostumbrado, la línea que indicaba el retorno.
—Se ha reunido con mi madre —pensó.
El puerto acogió su llanto durante muchas noches. "¡Aeee... aeee!", repetía el viento al chocar contra las grandes rocas del acantilado. Y en el día, cuando los pescadores se hallaban almorzando en sus cabañas, escuchaban un grito desgarrado por los alrededores, pero no estaban seguros si venía del río, por el norte, o si partía del oeste donde Remo vivía solitario.
El puerto todavía no era centro de atracción para los turistas. Por consiguiente, el Hotel Amador aún no había sido construido y el contacto de Remo con los pescadores se reducía a breves intercambios sobre el estado del tiempo y las posibilidades que ofrecía el río. Como un hecho notorio, Remo siempre tenía una referencia precisa sobre lo que los pescadores querían saber. Éstos lo veían perderse entre las olas, golpeando la espuma con las manos o lo imaginaban conduciendo su pequeña canoa a un lugar apartado, donde ningún hombre del puerto podía llegar. A menudo lo sentían asomar la cabeza en cualquier sitio lejos de la playa. Remo abordaba las canoas de los pescadores y pasaba algunos minutos oyendo los comentarios sobre los últimos acontecimientos del puerto. De ese modo tuvo conocimiento de la invasión que se preparaba. De la ciudad, a través de los aires, vendría mucha gente a conocer el puerto. Ya se sabe, hombres, mujeres, niños...
Para Remo el Boga estos hechos no revestían mayor peligro. Todo era nadar, conocer, vivir... Sí, sumergirse en ese río y en ese puerto que tantos recuerdos le traían. Una tarde, mientras la brisa veraniega soplaba en dirección a la playa, Remo vio a María sentada sobre una piedra, los pies desnudos jugueteando en la espuma. Sostenido en la superficie, como un pez nacido para desplazarse por encima del agua, la contempló un buen rato con ojos alucinados. Era hermosa, y eso le recordaba a su madre. Tal vez su padre había experimentado la misma sensación de encanto al ver a la mujer caminando por la arena, entre el mar y la tierra. Invadido por la emoción del momento, Remo nadó en profundidad. Vio algunos peces que lo seguían de cerca, ocultándose luego detrás de un abanico de algas. Al verlo asomar a la superficie, María se incorporó de un salto.
—¿Quién eres? —le preguntó.
—Soy Remo, Remo el Boga.
María también se quedó como aturdida. Nunca había visto unos ojos tan bellos, ni un cuerpo tan sólido como el de Remo. Empezó a caminar a paso lento, seguida de cerca por el boga. Iban hacia las casas del puerto, las que Remo muy pocas veces había frecuentado.
—Eres bella —dijo Remo—. Te pareces un poco a mi madre.
Todas las tardes, cuando el sol menguaba, María salía en busca de Remo. Se encontraban en el lugar convenido y él la llevaba río adentro, donde las olas se oyen como el tintín de los metales. O bien, cansados de jugar con la olas, se recostaban contra la raíz de una palmera. El viento, feliz intermediario de los enamorados, echaba a volar sus versos río adentro, haciéndoles brotar el tono alegre de una guitarra:
Remo el Boga ya no pasaba tanto tiempo en el río. La compañía de María le había procurado un contacto más directo con el puerto. Ya se sabe, tierra, casas, palmeras... Y una gran cantidad de niños que se desperdigaba alborozados por todos los rincones, imitando el movimiento de los peces que despertaban en ellos un impulso incontenible de perforar las aguas.
—Ven —le dijo una vez María—. Habla con los turistas, son gente muy extraña pero lucen cosas hermosas.
Remo el Boga no pudo soportar el cambio del puerto. Ante sus ojos, como una visión maligna, surgió el Hotel Amador con sus anchos corredores, las luces y los murmullos de hombres y mujeres que infestaban el ambiente de extraños olores. Impresionada por el nuevo aspecto del puerto, María se negaba a aceptar las insinuaciones de Remo, quien prefería contemplar la luna llena desde la palmera donde hasta entonces se habían tendido amorosos, arropados por la brisa nocturna. Desesperado, Remo el Boga volvió a atacar la dureza del río. Nadaba dos o tres horas hacia el norte y regresaba para derrumbarse en la arena, con los ojos fijos en el punto donde su padre había desaparecido devorado por las aguas rugientes, destrozado por el batir de las olas o por los troncos flotantes. Luego, al ver a los pescadores que pasaban entretenidos en sus faenas, se levantaba de un salto y les daba alcance, enseñándoles un rostro demacrado por largas horas de ayuno.
—¿Saben algo de María?
Los pescadores se miraban indecisos, pero se sentían incapaces de andar por entresuelos y optaban por hablarle con sinceridad:
—Lo sentimos, muchacho. María ya no es alma de este puerto.
Remo el Boga retornaba a su cabaña con los ojos inundados en lágrimas. El viento, feliz intermediario de los enamorados, se acercaba a través de las cañas y dejaba escapar toda la tristeza de que era capaz aquella noche, o aquel día, según la hora escogida por Remo para refugiarse de los recuerdos:
Ya se sabe, viento, tristeza, recuerdos... Demasiado fuertes para un hombre enamorado. Sin poder reponerse de la crisis que ahora padecía, Remo tomó la decisión de ir en busca de la muchacha. Con el rostro bañado en sudor, asaltado por los más fieros pensamientos, echó una mirada retrospectiva sobre la cabaña y se dirigió hacia el puerto. Vio algunas mujeres que descansaban tendidas en la playa, como focas moribundas recién abandonadas por el mar. A lo lejos, por entre las palmeras que se agitaban inquietas, percibió las risas de los turistas en el corredor del hotel. Se aproximó a paso lento, como alguien que vigila en la oscuridad y descubrió a María sentada junto a un hombre vestido de blanco que la atraía suavemente contra su pecho. Remo el Boga sintió el flujo incontenible de la sangre en sus arterias. Respiró hondo, como lo hacía para coger impulso contra las olas, pero no logró dominarse y gritó con todas sus fuerzas:
—¡María!
No supo si la muchacha había escuchado su llamado porque sus piernas apuraron el paso en dirección a la playa. Tampoco se dio cuenta cuando cruzó la línea divisoria entre el río y el puerto. El nombre que salía de su boca le quemaba los labios como una bola de fuego: "María, María". Su mente cayó en un estado de adormecimiento. Muy lejos, en un último intento por reconocer el rostro de su amada, vio los resplandores del cielo que se iban apagando, lentos, dolorosos, hasta desaparecer por completo. "Adiós, María", alcanzó a murmurar antes de que las olas golpearan su cuerpo.
Los pescadores que lo encontraron esa noche flotando en la superficie del río lo remolcaron alborotados hasta la playa, difundiendo la noticia por el puerto:
Y se marcaba en sus rostros una terrible mueca de abandono, como si en vez de Remo el Boga fueran ellos quienes se hallaran tendidos en la arena, mirando con ojos desconcertados la corriente del río.