![]() |
Edición Nº 53 17 de agosto de 1998 |
—Jaque mate —le dijo el Diablo a Dios.
Dios miró el tablero, aterrado. Se llevó su mano de luz a su boca de cielo y lanzó una mirada no material a su rival, muy cercana a un ruego.
—¿Te sentís bien, hermano? —se preocupó el Diablo, sonriente—. Ni que fuera el primer mundo que perdés en el ajedrez...
—Es que...yo... ¡Dios mío!...era el último mundo que me quedaba...
El llanto de Dios se hizo diluvio, y las carcajadas del Diablo: truenos.
—Siempre haciendo de las tuyas... —reflexionó el Diablo—. Nos vemos abajo —agregó, y rió mucho más.
Libre albedrío
Desde mi ventana domino silenciosamente el mundo; todo lo que es se debe a mí.
He decidido cometer suicidio.
Las manos sobre el cuello
Los dedos puntiagudos recorrieron la suave línea de los hombros femeninos. Cuando alcanzaron la base del cuello, las palmas descendieron sobre la piel, y ella emitió un extraño sonido. Sabía que el hombre terminaría lo que estaba haciendo, a pesar de que ella intentara resistirse. Las manos ejercieron algo de presión, los pulgares tocándose sobre la tráquea, los anulares encontrando la columna vertebral. El disfrutaba su poder, sus manos firmes sobre la frágil mujer.
—Adoro tu cuello —dijo él, extasiado.
—Ya sé —repuso ella—. Pero preferiría un beso.
Y siguieron amándose.
Las razones de lo etéreo
Al momento de cumplir 2.817 años, el viejo Gorbat (que siempre fue viejo) terminó de contar las estrellas.
—¿Cómo puede estar seguro de haber contado bien? —preguntó un pequeño con furtiva curiosidad.
Gorbat no pudo contener una sonrisa ante la ingenuidad del niño:
—Jovencito, yo inventé las estrellas, y las puse donde están.
—¿Para qué pasó siglos contándolas, entonces? —interrogó el niño, frunciendo el ceño.
El viejo quedó perplejo. Pasaría el resto de sus días pensando la respuesta.
Los imitadores
—¡Estoy harto de sus juegos! —exclamó, apesadumbrado.
Los imitadores le gritaron lo mismo, como burlándose. Se puso de pie, y aguzando el oído procuró determinar la dirección de la que provenían las voces. Ya había perdido la cuenta de la cantidad de veces que había intentado rastrearlos. Los mapas que había pintado para facilitar la búsqueda eran totalmente inútiles, al igual que las trampas. En verdad estaba maravillado con la habilidad de esos seres para ocultarse, pero confiaba en que alguno cometería un error en algún momento, y él estaría ahí para apresarlo.
Exploró visualmente cada rincón, con la esperanza de sorprender a uno de ellos, pero estaba solo. Volvió a sentarse.
—Tal vez mañana... —advirtió en voz alta, orgulloso, y los ecos de la inmensa caverna repitieron la promesa.