|
Edición Nº 55 21 de septiembre de 1998 |
La clase de filosofía
Fue nuestro por completo aquel anfiteatro oscuro
oliendo a vestimenta ácida.
Eramos ¿recuerdas? potros bellos e indecentes
a fuerza de ser jóvenes.
Afuera
la calle Entre Ríos se extendía
en el frente enloquecido de graffitis de los edificios
en el aire intoxicado
por el paso interminable de los colectivos
en los hombros bajos
y el rostro casi siempre amargo de la gente.
Las palabras
como uvas pulidas y sensuales bajaban del estrado.
"Hoy, señores (existíamos sólo en el `señores')
hablaremos de Sócrates
y los dos momentos de su método
la refutación y la mayéutica. Por ejemplo
¿alguno de ustedes sabría decir en qué consiste
en esencia, la Belleza? Me refiero
a aquello que es común a todos los casos singulares
a lo que hace que algo sea lo que es y no otra cosa".
(Hasta hoy resuena viva
las inflexiones de la hermosa voz de Adolfo Carpio.)
Los recuerdos si nostálgicos
suelen ser malos consejeros
sin embargo
desearía tener por un momento
el poder que dicen es propio de los dioses
para traer al filósofo en su cuerpo
no hay sitio en la mesa hoy para Jantipas
y seguramente
aceptaría emplear su ironía con nosotras.
Quizá por esto mismo
no tejeríamos guirnaldas de laurel o eneldo
al ateniense. Más bien
le haríamos beber de nuevo la inhumana pócima
o utilizaríamos con él algunos clavos
para que lento agonice en una cruz
como ocurrió en el Gólgota.
Nuestro pozo de negrura pozo es y es negro
y configura
una postal sin márgenes ni orilla.
Ayer, querida amiga,
al salir de la Facultad de Humanidades
pensé que en el viejo anfiteatro
no estábamos ni vos ni yo
ni los apuntes. La clase de filosofía
tendrá otra voz y otros oyentes bajo la hermosa cita
de Tácito.
El resto sigue igual.
Respiré
el aire intoxicado
por el paso interminable de los colectivos
y sentí pena
por los frentes manchados de los edificios
los hombros bajos
y el rostro amargo de la gente.
En el vacío
A Federico Peltzer
Toda vez que camino por la vereda interna de la plaza
La puerta en el muro
A Ana María Cué
El hombre de raído saco
El viejo barco
La línea ligeramente curva
separa lo líquido del aire
y en su juntura
se hunde sin hundirse un barco.
Parece un pequeño punto blanquecino
una pincelada en el horizonte.
A dónde irá luego de llegar a puerto
y descargar su carga de bultos y personas
en la dársena.
De todos modos cada objeto
se desintegrará igual que cada uno de nosotros
mientras él seguirá aún por cierto tiempo
colmando su bodega y sus camarotes
hasta encallar mansamente.
Desde la orilla no puede verse ya a los cormoranes
dibujar con una luz a buril en la cubierta
la majestuosa sombra de sus alas.
Contraluces
Dentro de la palabra late
el silencio.
Sobre su música se eleva un halo
y ahí
en él
un código de vida separa
la luz
del contraluz.
No es la palabra la que contiene al árbol
o limita la extensión que expresa
la envolvente simpleza de las dalias.
Su savia es esa extraña y primordial distancia.
Grecia
Grecia
grácil doncella habitante del Alfa y el Omega.
Rostro sabio y sereno seduciendo a las bigas
cayendo en fina lluvia de oro sobre la loba etrusca.
Muchacha alada sosteniendo el velo de la tragedia
hasta llegar a Andrinópolis
donde se levantó la sangre tibia y dolida de los muertos.
A tus pies
el corindón y el ébano enmudecen.
Elegía I
A Susana Valenti
Dobla la lluvia las hojitas de ciprés
Elegía II
El sesgo en la llovizna desata el aire y dispersa
el vacío de unos pomos desleídos
y un frugal y lejano candor
se hace luz en las manos sin luz de don Carlos.
No podrá el andar del reloj
abatir la voz del Juglar
ni dejará su corazón de expandir
en los paisajes solos de paisajes.
(la presencia del hombre
—decía—
altera siempre su visión serena).
Vibran aún los filamentos del cordón
y la ausencia en el piano es su presencia
el ingenuo trazo en sus dibujos
los velados sillones
y el llavero.
Acaso quiera el soñador
el solitario aquel en cuya ropa se impregnaba
el frescor de la huerta y el mercado
mirar cada mañana
renaciendo en el ático violáceo de los edificios
desde su silla de hierro en el balcón.
El grito
Muda mueca en la boca púrpura marcada
a ruego
a lágrima.
Es un pez mágico de lirio y barro
sobre una calle sesgada
rota
donde tropieza
se tambalea
cae
se expande.
Su forma estalla
sube
se estrella
en negro fuego
en cieno
en mármol.
Dónde el temblor
dónde el dolor
por qué es el miedo
aquí
tan cerca.
El poema
Brota el poema por el aire o por el suelo
sobre hojas nuevas en los viejos parterres
para conjurar el temido haz de la existencia.
En algún momento deja de pensarse
y extiende sus alas como águila en vuelo, así de libre.
Por eso no hay nada en esencia que importe, nada
salvo el pensamiento. Sentirlo
tan directo como el perfume de una rosa, decía Eliot.
Pero qué es la palabra
sino el temblor de aquellos deseos de ser en el otro
que el silencio ofrece.
La verdad es esa gran dama de ropaje áureo
que defiende siempre su círculo hermético
es rica en costados como las espumas
que parecen dormir en la playa
pero cambia en el constante regresar a su eco.
Sin embargo
el recuerdo tenaz de trencitas sujetas con cintas
y una expresión ingenua
sigue flotando entre el agua y los desechos.
Entonces cuál será el sentido
de este andar obligado por un mundo que nos es extraño
siempre a contrapelo de un proyectil débil
que equivoca el blanco
si la primavera se ha roto en mitad de su eje
y las palabras
¡ay!
las palabras que enlaza el poema
no alcanzan.
El gorrión
Qué más da si fue una piedra
a la medida de una honda
o una pequeña bala.
Su ala
se ha encogido igual de frágil
igual de roja.
Por entre las hojas baja
un eco agudo
cayéndose de un vuelo interrumpido
que pudo haber sosegado el corazón del hombre
hasta ablandar sus saturadas horas
tan vacías
tan solas
tan ausentes de altura.
En algún lugar, tal vez
A Rubén Vela
Habrá
Y ellos, aquí
A Yayo Lis
Si un reflejo de voces levanta