Letras de la Tierra de Letras - La poesía y la narrativa de Hispanoamérica
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Edición Nº 55
21 de septiembre
de 1998

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Segundo amor

Fernando Vega Villasante

Hace tres años perdí la lengua. Sí. No fue nada agradable. Posiblemente haya sido lo más horrible que me haya sucedido. Aunque lo verdaderamente enloquecedor pasó tiempo después. Todo sucedió un día que me dirigía como cualquier otro día a mi trabajo. Conducía mi automóvil con rápida fluidez por entre los demás. Escuchaba en el radio las últimas noticias de la mañana de ayer y de vez en cuando revisaba mi nariz en el espejo retrovisor asegurándome de que estuviera bien limpia. Fue en una de las paradas frente al semáforo que me di cuenta de él. Un pequeño granito en la punta de la lengua. Con mis dientes lo exploré tratando de encontrar alguna sensación conocida en esa protuberancia. No logré nada. El espejo retrovisor no me permitía una visión cercana. Lo único que se me ocurrió fue sacar la lengua todo lo que podía y tratar de revisarla haciendo bizcos los ojos. Apenas comenzaba con la tarea cuando un camión materialista me embistió por detrás. Sin frenos y bien cargado de arena se impactó contra el ovoide rojo que alguna vez fue mi carro. El encuentro fue explosivo. Mi mandíbula se cerró como un cepo cercenando con limpieza a mi pobre amiga. Afortunadamente el cinturón me mantuvo en mi lugar. No así a la porción de mi cuerpo mutilada. Mi lengua salió volando. Nunca más la volví a ver. La sangre brotó como una fuente de las gordas arterias abiertas. El mundo se borró.

Afortunadamente mi hermano (cirujano plástico) recibió la noticia con la misma rapidez que caracteriza a mi madre para regar las noticias entre la familia. Mi hermano llegó sin que yo lo viera y se fue tan rápido como llegó. Arribó tres horas después del accidente con una hielera y un gran equipo de ayudantes. Trabajó en mí durante doce horas seguidas y finalmente me dejó (según él) como nuevo. Se fue sin la hielera pero con todo el equipo. Dos horas después desperté. La enfermera me recomendó no tratar de hablar. Yo le hice caso sin saber qué era lo que había pasado.

Tres días después, cuando salí del hospital, lo sabía todo. Era horrible. En menos de 24 horas había perdido mi amada lengua y había obtenido una ajena. A pesar de los pronósticos mi recuperación fue rapidísima. Tal parecía que ese pedazo de carne quisiera comenzar a trabajar de inmediato. Mi lengua nueva respondía perfectamente a los estímulos nerviosos que mi cerebro enviara para moverla. Parecía que nada se interpondría entre ella y yo. El injerto era perfecto. Pero algo no andaba del todo bien. Aun cuando la lengua se comportaba bien había momentos que sentía que era como tener un ratón encerrado en la boca. De vez en cuando se movía rabiosamente por toda mi cavidad oral como buscando una salida con desesperación. Pero igual que se alocaba se calmaba y no volvía a presentar ese comportamiento en días. Era extraño pero yo creía que se trataba del proceso normal de adaptación. Finalmente un buen día comencé a hablar. Increíble dijeron los médicos. Imposible dijeron los terapistas. Era un milagro. El proceso para lograr hablar nuevamente con toda normalidad debería haber llevado años de terapia y ejercicios. Apenas habían pasado cuatro meses del accidente y yo hablaba perfectamente. Era un milagro. Yo hacía gala de mi gran recuperación hablando como un poseído. Todo el mundo quería verme y oírme con mi nueva lengua. Hasta que un día, seis meses después del choque, iniciaron los sustos. Estaba yo cenando con una de mis amigas en uno de los mejores restaurantes de la ciudad. El mar romántico prometía convertir la cena en una velada más íntima. Cuando el mesero trajo la cuenta el demonio se hizo presente. Mi lengua saltó dentro de mi boca. Supe que algo andaba mal cuando la vi salir sin que yo se lo ordenara. La lengua se asomó por entre mis labios. El camarero la miró y sonrió. La lengua siguió saliendo. Mi amiga la miró también y se sonrojó. Yo traté de regresarla a su lugar pero fue imposible. Era demasiado fuerte. La lengua siguió saliendo alargándose cada vez más. Cuando tenía ya el tamaño de una regla escolar comencé a hablar. No tengo la menor idea de qué fue lo que dije. Mi boca y cuerdas vocales se abrían y vibraban guiadas por extraños impulsos ajenos a mí. Debo haber dicho tales barbaridades que la gente del restaurante salió corriendo cuando me vio. Mi lengua se enrolló en la copa de vino y de un golpe vació su contenido en mi boca abierta. Luego la arrojó por sobre mi hombro. Yo nada podía hacer pues al igual que los demás estaba aterrorizado. De pronto, tal y como había comenzado, el fenómeno cesó. La lengua regresó a su lugar natural como si nada hubiera pasado. Mi amiga permanecía desmayada en el piso y el mesero agarrotado por el miedo mordiendo la nota de consumo. Como no había nadie que me cobrara salí del lugar no sin antes vaciar el contenido de un vaso de agua en la cara de mi amiga para que volviera en sí. Claro que no la llevé a su casa. No quería dar ninguna explicación de algo que ni yo mismo entendía. De regreso en casa fui de inmediato al espejo del baño y examiné la terrífica lengua durante dos horas seguidas. No logré encontrar nada extraño en ella a no ser las cicatrices de los puntos de sutura que la unían a mí. Decidí entonces consultar a mi hermano. El teléfono de su casa sonó diez largas veces antes de que nadie se atreviera a contestarlo. La voz de mi cuñada sonó cargada de sueño. Antes de que me informara que el doctor no se encontraba la interrumpí. Después de los clásicos saludos de compromiso me comunicó con él. Con la misma voz pegajosa mi hermano contestó a mis preguntas. Todo giró en torno al origen de la lengua. La información vertida por mi hermano me dejó boquiabierto. No supe si él seguía dormido y soñando y simplemente yo era una extensión de esos sueños. Algo pude entender de toda su explicación. Algo sobre un extraño accidente de aviación. Un avión comercial que había chocado con otro en pleno vuelo. La información del piloto almacenada en la famosa caja negra así lo atestiguaban. Las dos naves se precipitaron a tierra pero un denso bosque amortiguó en parte el impacto con el suelo. Hubo decenas de muertos y heridos. La nave con la que chocó el avión nunca pudo ser identificada. Ni siquiera el piloto pudo hacerlo antes del choque. Según lo registrado en las grabaciones se trataba de una nave que no pudo reconocer. Nada que se pareciera a algo que él hubiera visto. Extraño pues era un piloto experimentado. Mi hermano masculló algo acerca de que el gobierno había ordenado guardar silencio en torno a este extraño accidente. Él había sido llamado para tratar de salvar algunas vidas. A decir de mi hermano la lengua provenía de uno de los heridos más graves. Quemaduras en casi todo el cuerpo. No sobrevivió a ellas. Precisamente en los momentos en que el paciente moría, él fue avisado de mi accidente. Dado de que nadie pudo identificar al herido se decidió a utilizar su lengua para remplazar la mía. En ese momento mi hermano calló. Solo volvió a hablar después de largos segundos. Me comentó bajando la voz para que su mujer no lo oyera que algunas porciones intactas de piel de mi donante tenían una coloración verdosa. Una tonalidad de verde que él nunca había visto ni en un cuerpo vivo ni en uno muerto. Me hizo prometer que nunca contaría a nadie lo que me había revelado. Antes de colgar me preguntó si no había notado algo extraño después de la operación. Le dije que no... yo sé que no me creyó pues me conoce muy bien. Colgué el teléfono con más dudas de las que tenía originalmente. Nunca he dejado de pensar en eso.

Tiempo después recibí un paquete por correo. Era de mi hermano. El objeto que extraje de él era impresionante. Un brazalete. Un brazalete de un material suave y diamantino. Imposible de cortar pero blando como el silicón. La carta que lo acompañaba me hizo palidecer. Antes de cortar la lengua al herido que la había donado involuntariamente, mi hermano había retirado de ella ese objeto. ¡El herido usaba un brazalete en la lengua! Tomé el brazalete y lo miré de cerca. Mi lengua se revolvió en su lecho. No me sorprendió lo que pasó después. No me sorprendí pues lo consideré lógico. La lengua asomó por mi boca entreabierta y se alargó hacia el extraño objeto. Yo le ahorré el trabajo de estirarse y lo acerqué a ella. Con placer indescriptible se introdujo en la suave pulsera y la acomodó con movimientos ondulantes. Yo observaba todo esto sin atreverme a interrumpirla. Mi lengua se balanceó de un lado a otro como probando el ajuste de su adorno. Después volvió a mi boca. La verdad que ese objeto no me molestó en lo absoluto. Yo no sentía nada dentro de mi boca que no fuera mi curiosa lengua.

Desde ese día ella se ha comportado muy bien. No ha vuelto a hacer travesuras frente a los extraños. No me ha ocasionado más vergüenzas ni me ha obligado a decir cosas que no he querido. Creo que somos felices. Nos hemos llegado a adaptar perfectamente. Sería difícil pensar en dejarla. Ella es muy dócil. Tal parece que el brazalete le proporciona una mezcla de placer y armonía. En realidad es la mejor lengua que he tenido. Disfrutamos mucho los momentos en que estamos solos. Es tierna y me escucha con atención. Nunca nos hemos vuelto a molestar... Bueno, sólo aquella vez en que María José la mordió. María José acostumbraba morderme la lengua. El problema era que hacía años que yo no la veía. No me dio tiempo de advertirle. No quiero recordar lo que pasó. Seguramente pasarán muchos años antes de que se reponga del susto. Después de que pasó eso reímos mucho mi lengua y yo. Le prometí que nunca sucedería otra vez. Ella me creyó. Es tan comprensiva. Creo que no necesito a nadie más que a ella. Nunca le he preguntado por su pasado, no quiero saber nada de él. No quiero saber si hubo otro antes que yo. Ella me acaricia el pelo y me hace cosquillas en los oídos. Cuando regreso cansado me da masaje en el cuello y en la espalda. En la noche apago las luces y ella danza para mí. En la oscuridad brilla como un fuego fatuo. Yo la acompaño tarareando una música que no conozco. Ella interpreta sus mágicos bailes de mundos remotos y desconocidos. Ayer cumplimos tres años de estar juntos. Celebramos con un pastel. Nos embriagamos y estuvimos de juerga hasta la madrugada. Hoy en la mañana la encontré completamente dormida. No la desperté. La acosté en su almohadón preferido y la dejé dormir hasta bien entrada la mañana.

Ayer hace tres años que perdí mi lengua, nunca creí llegar a ser tan feliz.


       

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