Letras de la Tierra de Letras - La poesía y la narrativa de Hispanoamérica
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Edición Nº 56
5 de octubre
de 1998

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La redención de Aldefostes

Joaquín Núñez Quincot

Aparte de sí, Aldefostes había visto a sólo un ser humano, su madre. La conoció: la vio, la vio morir, y vio a sus despojos convertirse en parte de toda la detallada uniformidad que le rodeaba.

Aldefostes conocía su destino: sabía de dónde había salido y sabía dónde estaba; no le era difícil saber adónde iría a parar. Sólo a veces le absorbía el dolor, se apenaba de que toda ocasión fuera una sola para él. Entonces, no le encontraba razón a su estar siendo. Mas luego descubría todo dolor inútil, si era sólo un ser infeliz, y estaba condenado, según advertía, a seguir siéndolo; los porqués no se suponían relevantes. Sumido en la desesperanza, jamás concibió Aldefostes levantarse una defensa, ni tan siquiera ante la intimidad de su consciencia.

Sólo en lacónicos instantes, por demás distanciados, se permitía Aldefostes una ilusión: "¡Qué libres esos buitres!", pensaba. "A mí me gustaría ser buitre para desplegar mis alas y batir los altos olores". Olores vivos.

Aldefostes envejeció. Era testigo de la vida que en él se desembarazaba: gusanos y sabandijas se animaban inescrupulosamente bajo su piel. Él sonreía con la sonrisa del desahuciado, perdida, vaga, tratando, desierto como un héroe, de compensar una soledad única, ubicua. Se preguntaba Aldefostes sobre el futuro de estos seres una vez fuera de su cuerpo, tal como él había salido de su madre. Sin duda crecerían y se desarrollarían, como él. Se lamentó de no tener hermanos. Él sí tendría muchos hijos, los sentía por todo el cuerpo, al menos entre ellos se harían compañía. Y se contarían historias fabulosas, sobre los límites del mundo, donde incesantes monstruos blindados siguen depositando basura. Tal vez eso los haría menos miserables. ¿O será que de todos, sólo uno llegará a desarrollarse? Tal vez uno el primero, y luego se comería a los otros. Tal vez él lo había hecho con sus hermanos, cuando sólo eran gusanos. Tal vez por eso su mamá no le quería, él tampoco sentiría amor por el hijo tirano. Y tal vez también se lo coma a él, como hizo con su madre, una vez muerta.

Aldefostes empezó a sentir la amargura que nace de la inseguridad, como el temor, que engendra al odio. Y odió.

Cayó en la cuenta de que su odio armonizaba ajustadamente con la toda escoria que le rodeaba y le constituía. Se descubrió inmundo, entristeció. Quiso llorar, sintió asco de sus lágrimas. Culpó a la basura de su desdicha y arremetió contra ella, la pateó con furia. Ebrio de rencor, con una inercia idiota que le obnubilaba, imprimiéndole desesperación a sus miembros, lenta y brutalmente la golpeó. Desesperada y lenta e inevitablemente descansó las cenizas de su sangre en la ira. Doblegado por el agobio, cayó de rodillas.

Con la vista, violentamente encontró una hermosa y frágil figura que endeble, pero valerosa, erguía toda su pequeña melodía de formas y colores sobre un punto entre cerros, montañas inexplicables. Una tierna flor despejaba repentinamente sus melifluos pétalos con cuidado y belleza sin parangones.

Aldefostes sintió a su cuerpo estremecer. Quiso acercarse a la criatura, pero mucho se cuidó de estropearla. La dicha de la contemplación irrumpió en el alma de Aldefostes con inusitada suavidad, y con resolución insospechada embistió los muros anclados, antiguos. Éstos, que nunca bregaron contra fuerzas adversas, se desmoronaron cual castillos de naipes arrostrando como barcos el aliento de su bestia creadora. Aldefostes no resistió la presencia del nuevo sentimiento y, dejándose derribar por el arrobamiento alegre de la pureza, mortalmente herido de felicidad, se desplomó sobre la flor.


       

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