Letras de la Tierra de Letras - La poesía y la narrativa de Hispanoamérica
Indice de esta edición
Edición Nº 56
5 de octubre
de 1998

Comparte este contenido con tus amigos
Pesadilla

Benhur Sánchez Suárez

—Mira, Mona, creo que has engordado mucho en estos últimos meses. Debes cuidar un poco más tu figura.

—¿Cómo?

—Hazlo por mí, ¿quieres?

Se me salió así, sin más, como un comentario sin ninguna intención de ofensa. En mi memoria comenzó a flotar el vago recuerdo de una noche en Neiva con Luzmila, cuando trató de encantarme con sus picardías, aunque no suscitó ningún estremecimiento en mis esquemas interiores. Puedo recordar que tenía un rostro hermoso. Pero la pesadez de su cuerpo y de sus actos no impulsaron mi deseo por ella, como quizá lo pensó lograr con su continuo caminar por el espacio de risas y licor que se había formado a mi alrededor. Era demasiado voluminosa para mi gusto. Fermín, Fabio, Humberto y Luis me habían anunciado en el bar El Molino, su sitio habitual de desfogue, que me la entregarían como un homenaje o un trofeo. Aún no entiendo por qué tanta generosidad conmigo. Cuando se quitó la ropa se esfumó toda mi ansiedad, que había crecido con el ofrecimiento de mis cuatro amigos de una noche inolvidable.

—Hay una conjunción entre la Luna y Júpiter en mi carta astral que indica que estoy reteniendo líquidos —me aterrizó la Mona Cha y yo abandoné mi viaje fugaz por el calor y el Valle de las Tristezas, para enfrentar sus ojos, cargados de reclamos.

—Es normal, no te preocupes —continuó, mientras se alisaba los mechones rubios que flotaban rebeldes por su rostro—. Esto comenzó hace unos dos meses, más o menos, pero pronto va a pasar. Ya verás que en pocos días recuperaré mi figura.

Su mirada era desolada, como sin brillo, pero su voz mantenía el timbre de seguridad que ha manejado siempre en nuestros diálogos.

Luego agregó:

—¿Sí ves que ya he empezado a bajar un poco?

No me animaba repetir aquellas escenas calurosas, esa fatiga que empezó a carcomerme cuando conocí a Luzmila. Tampoco quería recobrar la frustración que flageló mi autoestima y acabó la avidez que me nació con aquella promesa de una noche de satisfacciones y placer. Miré a la Mona Cha, el rostro opaco bajo su cabellera esponjada, y me pareció que había cambiado mucho desde la noche del coctel cuando la conocí.

—Ten presente, Mona, que no quiero vivir con una gorda —la apunté con mi índice—. No son mi tipo. Así de simple. Mejor dicho, si en dos meses no estás tan delgada como cuando te conocí, voy a tener que buscar otro camino.

—¿Me estás amenazando?

—No. Es una advertencia.

Traté de captar su reacción.

—Y cariñosa, además —agregué.

—Te juro, mi vida, que esto va a cambiar.

No me pareció convincente su promesa.

—Tampoco es que desee una flaca esmirriada ni nada de eso —volví a apuntarla, a pesar de su molestia—. Pero debes hacer ejercicio. No me parece difícil que dediques un cuarto de hora diaria a la esbeltez de tu cuerpo, que ha sido uno de los atributos por los cuales te han admirado y perseguido, como me lo has contado tantas veces. Y, a lo mejor, por la cual estoy contigo. Adicional a tu inteligencia, por supuesto. Fíjate cómo yo, que dispongo de muy poco tiempo, troto y hago abdominales a diario antes de arreglarme e irme a la oficina. Eso me hace sentir bien...

—¿Es que piensas vivir muchos años?

—No, Mona, nada de eso. Quiero que el tiempo que viva, sea largo o corto, lo viva bien.

—Te entiendo. Pero no te preocupes, flaco. Voy a conseguir una bicicleta estática y la instalo en mi consultorio. Todas las mañanas, cuando me quedan algunos minutos libres, me montaré para desgastar esa grasa que tanto te molesta. Si tuviera tiempo iría a un gimnasio...

—¿Sin esperar a que los planetas se marchen?

—Y voy a hacer dieta —continuó, sin hacer caso de mi pregunta—. Es más, creo que me inclinaré por la comida vegetariana.

—¿Vegetariana? No me hagas reír. Te lo creería si cuando te ofrezco cereales con leche y miel al desayuno no haces mala cara y no me reclamas por los huevos fritos o revueltos, el pan francés, el chocolate redulce, la mantequilla...

—Ya lo verás.

—Por otro lado, no es sólo cuestión de figura o de aspecto exterior sino también de salud. La gordura no es sinónimo de lozanía y tú lo sabes. Si te pasas de peso puedes correr el peligro de un infarto o algo así.

Nuestra discusión ocurrió hace dos meses y es como si no la hubiéramos tenido. Nada hace presagiar que la Mona Cha recobre su figura anterior. Es triste. La gorda Luzmila, desde entonces, ronda mi cabeza y revive a cada paso esa noche que anhelaba fuera de placer y no de horror.

Hemos regresado al apartamento. Nos habíamos encontrado en la Avenida Diecinueve con Carrera Séptima, en pleno centro de Bogotá, cada uno desocupado después de nuestras respectivas jornadas de trabajo.

Entonces le pregunté, mientras esperábamos transporte:

—¿Cómo van tus ejercicios con la bicicleta estática?

No me contestó. Se quedó con la mirada perdida en ese mar de buses y taxis que amenazaba desbordarse en todas direcciones.

—Aún no se ven los resultados —concluí.

En el taxi apenas si respondió con monosílabos a las preguntas que le hice para restablecer la comunicación. Sólo habló cuando nos bajamos:

—Hoy no pienso comer nada.

Media hora después nos llaman a la mesa. Cenamos en silencio. Sus platos desocupados me hacen reír y ella recibe mi humor como una afrenta. Su subconsciente ha vuelto a jugar con sus promesas y ha derrumbado sus propósitos.

Tomo la novela Margarita, está linda la mar, de Sergio Ramírez, pero me arden los ojos y después de unas cuantas páginas decido dejarla a un lado.

—Acostémonos ya, me siento algo fatigado.

—¿No me vas a leer nada? —me dice desde el sofá, donde escribe notas sobre el horóscopo que leerá mañana en una emisora.

—Ha sido un día pesado —le respondo—. Vamos.

Entramos en la alcoba.

—Además, aún no tengo un texto terminado que amerite su lectura.

—No importa, me gusta ver cómo cambia y crece tu trabajo.

—El computador está con virus y no pude corregir ni imprimir los textos.

—¿No lo puedes hacer ahora?

—Ya es tarde y no tengo ánimo para prender el equipo —repliqué molesto—. Mañana, más descansado, lo escaneo con el VirusScan y si no se presenta ningún otro problema, imprimo copias de un cuento con la historia de una gorda, que ya va por las diez páginas, y lo leemos, ¿de acuerdo?

—¿Por qué no me lees entonces algo de la novela de Sergio Ramírez? No perdamos la costumbre...

—Me arden los ojos, Mona, no quiero leer nada ahora.

Coloco mi ropa en el asiento de al lado y me acuesto desnudo. Ella también elimina las prendas de su cuerpo y con mucha voluptuosidad se adentra bajo las cobijas. Siento su calor y su aroma y me arrepiento de no haber sido yo quien la despojó, como en otras noches, de su blusa o su brasier.

Los libros que acompañan mi presencia en la alcoba forman una ciudad imaginaria con los resplandores de la vela que la Mona Cha siempre prende cuando llegamos al apartamento. En el duermevela palpo su cuerpo que se estremece al contacto con mi mano. Sé que está molesta por mi reclamo y se resiste a responder a los llamados de mi piel.

—Siento ansiedad por adelgazar pero también tu amenaza me produce una atracción extraña por la comida —escucho una voz que no sé si es la de la Mona Cha o la de Luzmila.

El run run de las palabras adormece mis sentidos.

—Que lo explique un sicólogo —continúa la voz—. O una nutricionista. Me parece terrible que te vayas de mi vida y tú sabes que haría cualquier cosa por complacerte. Pero tu deseo de que adelgace y tu amenaza de abandono me producen el efecto contrario: veo un arroz con pollo o una cazuela con camarones, un roscón con arequipe, un pescado frito o un buen postre y pierdo la voluntad de retenerte. El aroma de las salsas reclama mi apetito. ¿Hay acaso algo más placentero en la vida que unos espaguetis a la carbonara, con suficiente pan de ajo, y un vino francés? Las pastas son mi debilidad. Mira ese paisaje rosado que resbala sobre los langostinos, qué bello el sepia de la salsa negra que brilla sobre la carne a medio asar, qué cristalino el aceite de oliva en que navegan el pepino cohombro, el rábano en rodajas, el tomate y la lechuga crespa. O ese pollo bien dorado, tostado, con papas a la francesa y salsa de tomate esparcida en las superficies crujientes. Se me hace agua la boca y mientras lo miro pienso en qué será peor, si sufrir por abstinencia o sufrir por tu abandono. Imagino mis noches sola, sin tu calor, sin tus caricias, sin tus besos, y el dorado de la piel se desdibuja en mi deseo y la ensalada mixta se cubre de un tinte opaco que me impulsa de inmediato a despreciarla. Pero también pienso en la debilidad que me produciría una dieta rigurosa, mi piel descolorida y arrugada sobre mis huesos, la cara llena de arrugas por el desgaste, y entonces las rabadillas y las pechugas vuelven a ser doradas, los pescados y los postres se convierten en jugosas prebendas para mi boca y no me puedo reprimir.

Y ella se infla ante mi vista. Sus pómulos desaparecen rodeados de una mofletuda carnosidad. Sus labios parece que no pudieran abrirse. Y sus ojos pierden el encanto de su profundidad en medio de su piel abotagada. Ninguna ropa puede contener su piel. Veo que por encima de su blusa brotan unos senos enormes, asfixiantes, y su falda empieza a abrirse por la presión de nalgas y cintura, que ya no muestran ninguna frontera. Es una masa informe, coronada por una cabellera rubia. Se infla y creo que va a estallar. Me abraza porque quiere que hagamos el amor y me siento asfixiado, impotente para desarrollar cualquier acto de placer. Intento huir, desprenderme de ese peso que aplasta mi delgada contextura contra el colchón, que cruje al unísono con su respiración. Las sábanas son un mar azul confuso. Las cobijas se han liberado de su ajetreo y gozan tiradas al lado de la cama. Ella bufa encima mío, cabalga entre gritos y palabrotas sin importarle mi sufrimiento. Su respiración agitada y su jadeo son un viento caluroso con ramalazos agrios preñados de comida y de licor. Poco a poco siento que agonizo bajo ese muro de carne, cabellos ondulantes y risa entrecortada.

Despierto sobresaltado. Siento aún la asfixia de mi pesadilla. Me descubro erecto, con la respiración agitada, como si buscara el aire que me faltó en el sueño. Se alivia la presión en mi pecho cuando compruebo que Luzmila no existe sino en mi imaginación y la Mona Cha, inerme en la laxitud del sueño, copa mis sábanas, y su cuerpo desnudo, a medio cubrir por las cobijas, me llama con una fuerza que pocas veces había logrado experimentar. Palpo su piel. Beso sus pómulos, perfectamente delineados en su rostro. Admiro sus pestañas. Doy gracias por tenerla, así sea un poco pasada de kilos, en la claridad azul de mi cama. La miro con fuerza para que se despierte. Espero con avidez a que abra los ojos.

—Mona Cha, ¿hacemos el amor? —le susurro mientras acaricio su cabellera.

Ella ríe entre sueños pero atrapa mi cabeza y la estrecha contra su pecho. La claridad comienza a apoderarse de la alcoba. Nuestra foto juntos, suspendida al frente de los libros, símbolo feliz de cuando nos conocimos, parece destellar en la penumbra.


       

Indice de esta edición

Letralia, Tierra de Letras, es una producción de JGJ Binaria.
Todos los derechos reservados. ©1996, 1998. Cagua, estado Aragua, Venezuela
Página anterior Próxima página Página principal de Letralia Nuestra dirección de correo electrónico Portada de esta edición Editorial Noticias culturales del ámbito hispanoamericano Literatura en Internet Letras de la Tierra de Letras, nuestra sección de creación El buzón de la Tierra de Letras