I. Bienvenidos a la selva
Kápax, el famoso Kápax, se dirige a su público. Utiliza un tablero para mostrar imágenes y orientar a los turistas recién llegados desde el interior del país. Cruza los brazos, camina de un lado al otro por un escenario improvisado. El piso, que es de tierra, siente sus pasos impacientes. El público, que llega apenas a la módica cantidad de seis personas, trata de entender las palabras que salen de su boca. Habla rápido y no vocaliza bien. Al lado mío, una pareja de alemanes con precarios estudios de español intenta entender lo que Kápax dice, entrecierran los ojos y estiran el cuello como tratando de agarrar las palabras que pronuncia el llamado Tarzán colombiano. De seguro no tienen idea de que ese hombre que les habla nadó más de 1.000 kilómetros por un río caudaloso y traicionero, todo por crear conciencia sobre el deterioro del medio ambiente.
Desde el avión alcancé a ver varios claros en la selva, pedazos de jungla arrasados por la insaciable ambición humana.
Hacía menos de una hora había aterrizado en Leticia, una ciudad colombiana perdida en medio de la selva tropical más grande del mundo. Y parece tan perdida que el Gobierno también se olvidó de ella: las calles están en mal estado, el conductor que me llevó del aeropuerto al hotel tuvo que sortear varios huecos llenos de agua para no acabar con el carro. Uno de los proyectos más importantes, la ruta 85, planeaba conectar a Leticia con Mitú por medio de una carretera. La vía se quedó en los planos: del tramo uno, que comprendía el trayecto entre Leticia y Tarapacá, solo se construyeron 20,6 kilómetros. Esa primera etapa debía tener una longitud de 164 kilómetros.
Desde el avión alcancé a ver varios claros en la selva, pedazos de jungla arrasados por la insaciable ambición humana; la selva siempre ha sido para el hombre occidental una fuente “infinita” de recursos económicos. Si no, que lo diga Gonzalo Pizarro, el hermano menor de Francisco, el conquistador del Perú. Gonzalo pensaba que en algún lugar, más allá de la cordillera, entre la selva exuberante y los ríos sinuosos y salvajes, sería posible encontrar el país de la canela (un país entero repleto de árboles de canela). Rebosante de ambición y de ignorancia salió a buscarlo en 1542 junto con unos cientos de españoles y 4.000 indios.
Lo único que encontró fueron algunos árboles de canela esparcidos por entre la selva. Envuelto en cólera, hizo que los dos mil perros hambrientos que había llevado se comieran a mordiscos a los pobres indios de la cordillera, que estaban acostumbrados a vivir entre riscos y ciudades de piedra y nada sabían sobre esas extensas llanuras cubiertas de selvas interminables. Esas junglas que recorrió Pizarro junto con Orellana hace casi 500 años, las vi yo desde un avión que viajaba a más de 600 kilómetros por hora. Las vi, sin duda, desde la comodidad de una silla reclinable. No podía juzgar el tamaño de una selva a la que veía desde lejos, mis ojos se perdían en ese verde resplandor que hoy se encuentra en peligro por culpa de una especie experta en acabar con todo. Incluso capaz de acabar consigo misma.
Cuando bajé del avión me recibió el modesto Aeropuerto Internacional Alfredo Vásquez Cobo, una estructura alargada y agradable a la vista, de fachada bien pintada y paredes adornadas con afiches alusivos a la prevención del chikunguña. Por primera vez me sentí cercano a la selva, el viento húmedo y el sol del trópico me advirtieron la proximidad inminente del delfín rosado, de los monos ardillas, de los jaguares sigilosos y de las malocas tikunas perdidas en la selva.
Una leve brisa me dio la bienvenida al Decamerón, un hotel pequeño, de cabañas grandes e iluminadas y piscina triangular. La piscina estaba cerrada al público: la brisa menuda que caía suavemente sobre el pavimento leticiano podía convertirse en cualquier momento en una tormenta infernal. Las lluvias fuertes y constantes hacen parte del paisaje en las selvas tropicales: normalmente en estos ecosistemas la pluviosidad oscila entre 2.000 y 5.000 mm al año. En Medellín la cantidad de agua de lluvia apenas alcanza 1.600 milímetros al año aproximadamente.
II. Sobre Kápax y la caminata por el bosque
Después de brindarles un coctel preparado con cachaza (licor brasileño), el hotel invita a los huéspedes recién llegados a que asistan a una charla instructiva; allí les darán información referente a los tures que se pueden hacer en la selva. También se les ubica geográficamente y se les enseña la importancia del lugar en el que se encuentran. Lo que yo no me imaginaba es que el protagonista de la exposición era Alberto Rojas Lesmes, más conocido como Kápax.
Ahora la lucha de Kápax no es solo contra la destrucción del medio ambiente, también libra una batalla contra la peste del olvido.
Kápax saluda a su público creyendo que presentarse ante ellos es una pérdida de tiempo: asume que todos saben quién es. Los mayores pudieron verlo en su época de mayor gloria, cuando aparecía en periódicos y los noticieros de televisión se peleaban por entrevistarlo. Es más, el hombre de 69 años que hoy le habla a los turistas en un hotel de Leticia fue inspiración de una cinta cinematográfica rodada en el Amazonas de los años 80. Pero su logro mayor fue, sin duda, nadar desde Neiva hasta Barranquilla por el Río Magdalena. Braceando pudo ver cómo el río se hacía cada vez más ancho, cómo las aguas iban insertándose en las tranquilas llanuras del Caribe colombiano.
El móvil que lo llevó a cometer lo que para muchos era una locura fue siempre el mismo: crear conciencia de que el medio ambiente debía ser cuidado. Su hazaña hubiera sido imposible de alcanzar en la época de la colonia, ese mismo río que él recorrió usando la fuerza de sus brazos era temido por los españoles, quienes se acobardaban al ver la cantidad de caimanes que habitaban en él. La pérdida de los caimanes y la sedimentación del río eran dos llamados de atención que el río les hacía a los humanos.
Así fue que conocí a una leyenda viva. Yo hacía parte del selecto grupo que lo escuchaba hablar. En mi estancia en el Amazonas no le dirigí la palabra, él siempre andaba de un lado al otro conversando con la gente: le hacía bromas a los turistas y terminaba la chanza con una risa estruendosa. Pero, sobre todo, le gustaba hablar del pasado. Evocaba sus años gloriosos, el tiempo en que Alberto Rojas Lesmes se convirtió en el “Tarzán colombiano”. Como todos los que algún día fueron grandes, Kápax trata de resistirse al olvido, procura que los jóvenes lo conozcan, que los viejos no lo olviden. Por eso, cada que puede, le dice a la gente que fue él quien nadó desde Neiva hasta Barranquilla por el río más largo que tiene Colombia.
Ahora la lucha de Kápax no es solo contra la destrucción del medio ambiente, también libra una batalla contra la peste del olvido. Caminando por la selva comencé a comprender esa lucha que desde la década del 70 ha sido el motor de vida de este hombre. En la entrada del hotel conocí a Héctor Mora, el guía que nos designaron para llevarnos a la selva. El grupo era pequeño, con Héctor solo salimos tres personas, todos ansiosos por caminar entre los inmensos árboles de caucho; impacientes por oír los chillidos de los monos en la copa de los árboles, ávidos por caminar sobre el húmedo suelo de la selva con la elegancia y la majestuosidad de un jaguar.
—Vamos a entrar a un bosque secundario —dijo Héctor.
—¿Qué significa bosque secundario? —preguntó alguien impaciente.
—Es un bosque que ya ha sido destrozado por el hombre, pero que con el tiempo ha sido reforestado. Este al que estamos entrando fue utilizado para criar ganado, todos los árboles fueron derribados, acá no quedó nada. Pero como el negocio del ganado se dañó, los ganaderos se fueron y dejaron esto vuelto mierda.
El bosque secundario al que fuimos está ubicado a las afueras de Leticia, más o menos a unos 5 o 6 kilómetros, saliendo por la vía a Tarapacá. Y así nos adentramos es la espesura del bosque, cada paso era una aventura nueva, cada árbol un ser distinto por conocer. Héctor iba adelante, desde atrás podía verlo con sus botas pantaneras, su barriga no muy grande pero bien templada y su camiseta naranja del hotel Decamerón. Latinoamérica está repleta de bosques como ese al que nosotros nos estábamos adentrando. Solo en la parte tropical de América Latina hay alrededor de 160 millones de hectáreas de bosques secundarios.
Es preciso de esa selva extensa y misteriosa que ciudades como Bogotá, Quito y Río de Janeiro calman su sed: 15 millones de personas dependen del agua que suministran las áreas protegidas del Amazonas.
Las comunidades que viven cerca a estos bosques entienden su importancia. En medio de la caminata, llegamos a un pequeño caserío ocupado por indígenas tikunas. Ellos viven de estos bosques: allí cultivan, cosechan la yuca para hacer fariña y casabe (alimentos a base de yuca típicos de la región). Gracias a esos bosques, turistas como yo llegan a la comunidad. Además, los bosques secundarios ayudan a la conservación de la biodiversidad: en el recorrido alcanzamos a ver guacamayas de vivos colores, monos irreverentes en lo más alto de los árboles. Vimos, con estupefacción, un árbol de caucho de por lo menos 30 metros de altura.
Por momentos sentí que el bosque me envolvía, la vegetación se hacía espesa y la luz del sol apenas alcanzaba a filtrarse por entre los grandes árboles. Entonces, me sorprendí al pensar que estaba en un bosque secundario, ¿cómo sería entonces una selva virgen, lejos de la ambición humana? Otra vez me fue inevitable pensar en un ejemplo histórico: ¿cuál habría sido la reacción de Pedro de Ursúa cuando en 1560 viajó al Amazonas buscando la ciudad dorada? En esa época la selva entera estaba casi virgen, los indígenas que la habitaban sentían un profundo respeto por ella. Al menos eso percibió Francisco de Orellana cuando en 1542 bajó por el río Amazonas en un bergantín construido con la madera que la selva les brindaba. Allí vieron las amazonas, tribus de mujeres guerreras que solo utilizaban a los varones para procrear. A los pobres hombres los tomaban presos y, cuando cumplían con su deber, los degollaban con sevicia.
Por desgracia, estas selvas no son las mismas que con asombro vieron Ursúa y su mujer Inés hace casi 500 años. La ganadería, la agricultura extensiva, los cultivos ilícitos y la minería han hecho estragos irreparables. Por eso, desde el avión vi con tristeza esos claros en la selva, esos pedazos que el hombre destrozó con avaricia. Y lo hizo desconociendo que destruir la selva amazónica es el primer paso para destruirse a sí mismo. Es preciso de esa selva extensa y misteriosa que ciudades como Bogotá, Quito y Río de Janeiro calman su sed: 15 millones de personas dependen del agua que suministran las áreas protegidas del Amazonas.
Nos explicó que para cualquier cosa que uno fuera a hacer en la selva se debe pedir permiso antes. No ante un tribunal, no ante una corte. El permiso se le pide a la naturaleza misma.
III. Los cuentos del indio
De nuevo en el hotel, sintiendo a lo lejos el estruendo de los loros que llegan a pasar la noche en la ciudad, comencé a unir cabos y a hacer mi propia concepción de la selva en la que estaba inmerso. Su inmensidad me desconcertó desde que la vi desde el aire, lo único que sabía de ella era lo poco que había leído y escuchado, pero ahora había tocado varios de los 390.000 millones de árboles que forman parte de ella. Había tenido contacto con algunos de los 35 millones de personas que viven en esta macrorregión; de esa cantidad 2,6 millones son indígenas. Y fue ese día, después de divagar y pensar en la inmensidad de la selva, que conocí a un indio huitoto (comunidad indígena del Amazonas).
Al igual que Kápax, el indígena habló para un público pequeño. Pero a este lo acompañó más gente: al menos ocho personas fueron a escucharlo. De esas ocho, al final solo quedaron cuatro o cinco. Como expositor no estaba muy bien dotado: hablaba pacito, lento, no miraba a los asistentes; durante la hora que duró la charla no levantó la cabeza más de tres veces. El día anterior, en ese mismo recinto donde se presentaba el indígena, un grupo de garotas brasileñas había bailado al son de música en portugués. Las muchachas, que por cierto estaban bien dotadas, llevaron más público que Kápax y el indio Huitoto juntos. Catorce personas se acercaron a verlas bailar. Sin duda, todo un taquillón. Para no desviarme, lo que más me impactó de la charla del indio fue su concepción de la selva. Nos explicó que para cualquier cosa que uno fuera a hacer en la selva se debe pedir permiso antes. No ante un tribunal, no ante una corte. El permiso se le pide a la naturaleza misma.
Y como para demostrarnos que lo que hablaba era cierto, nos contó una historia: resulta que un grupo de británicos llegó a hacer algunas investigaciones científicas a una comunidad perdida del Putumayo. Los forasteros no pidieron permiso a la naturaleza para entrar a un río. Los indios les advirtieron, pero los europeos hicieron caso omiso, tal vez pensando que esos seres eran las personas más supersticiosas que habían conocido. En circunstancias extrañas, una borrasca embravecida bajó por el río, arrasó con lo que pudo y de paso se llevó a los ingleses.
Así contó el indio la historia, su cara inexpresiva se mantuvo igual: no pareció sentir compasión por los forasteros ahogados. Después pasó a criticar la maloca del hotel, diciendo que estaba mal construida y no cumplía con ciertos requisitos. Entonces recordé las palabras de Héctor Mora, el guía que me llevó a las profundidades de la selva: “Los indios huitoto son los más arrogantes, creen que son los mejores”.
IV. ¡No venga descalzo al restaurante!
Al día siguiente, el alba me sorprendió dando vueltas en la cama. Desde ya el calor comenzaba a sentirse y, para acabar de ajustar, la humedad aumentaba la sensación térmica considerablemente. Así es el clima en las selvas tropicales. Ese día vi por última vez a Kápax; él estaba en el restaurante cuando fui a desayunar. Me acerqué al típico buffet de hotel, buscando entre la comida algo apto para vegetarianos. Creo que estaba sacando un plato con sandía cuando se me acercó, me miró a los pies y con un tono regañón me dijo:
—Acá en el restaurante no se puede estar sin zapatos. Vaya cálcese.
No le contesté, por eso digo que nunca le dirigí la palabra. Solté el plato y salí furioso a ver si mi papá me prestaba un par de tenis. Los míos estaban emparamados, los tenía escurriendo en la habitación. Por pura rebeldía sin sentido, seguí yendo al restaurante descalzo. Siempre esperé ver a Kápax, me lo imaginaba colérico pidiéndome que me pusiera unos zapatos. No lo volví a ver.
V. De paseo con Elvis
Después del desayuno otro guía me esperaba en la puerta del hotel; su nombre era Elvis y, como su tocayo gringo, también usaba un copete ochentero. A diferencia de Elvis Presley, este era de piel trigueña y a ratos hablaba con un acento parecido al de los brasileños cuando hablan español: nos contó que durante 4 años vivió en la Amazonía brasileña. El destino ese día sería Puerto Nariño, el segundo municipio en importancia del departamento de Amazonas.
Estas aguas, que parten la verde selva en dos, están llenas de pirañas; peces que por su aspecto y su apetito carnívoro generan pavor.
Otra vez un grupo pequeño me acompañó en este viaje. Esta vez no vería la selva desde adentro, ahora la observaría desde una lancha en medio del río más largo y caudaloso del mundo. Y así fue, durante hora y media que duró el recorrido no vi más que árboles gigantes a lado y lado, a excepción de una vez, cuando a la margen derecha del río alcancé a ver un sitio sin árboles: un grupo de tal vez veinte vacas pastaba libremente en un potrero improvisado en medio de la selva.
Pensé cómo se vería la lancha desde arriba, la embarcación apenas tendría unos tres o cuatro metros de larga por dos metros de ancha. Pero no íbamos por cualquier arteria fluvial, estábamos navegando el río que por poco enloquece a Orellana y a sus hombres hace casi 500 años. Cuando ellos bajaron por él, los claros en la selva que vi no estaban, el ganado ni siquiera estaba cerca de ser traído por el hombre a estas tierras. Ahora no es posible ratificar la existencia de las amazonas, no se escuchan los tambores que los indios tocaban en la profundidad de la selva y que alertaban a Orellana y a sus hombres sobre la presencia de pueblos indígenas.
La pequeña lancha avanzaba lentamente por el río que, según los últimos estudios, tiene una longitud total de 7.062 kilómetros. El cauce del Amazonas es mayor al del Mississippi (el más importante de Estados Unidos), el Nilo (el más largo de África) y el Yangtsé (considerado el más largo e importante de Asia). Ni esos tres ríos juntos superan el cauce del Amazonas. Estas aguas, que parten la verde selva en dos, están llenas de pirañas; peces que por su aspecto y su apetito carnívoro generan pavor. Después de hora y media de recorrido llegamos a Puerto Nariño, un municipio sin carreteras, de aceras bien construidas y habitantes amables. Ocho mil personas viven en el pueblo, que está ubicado a orillas del río Loretocayo. Al bajarme de la lancha el cielo se había ennegrecido, la humedad se había hecho más evidente y una brisa fuerte sacudía las palmeras que adornan al pueblo. Entonces, las nubes descargaron su furia: un torrencial aguacero se desató, las palmeras se movían de lado a lado y los niños corrían desesperadamente.
Lo de las nubes parecía una venganza contra el hombre: se estima que el 17% de la selva amazónica ha sido deforestada en los últimos 50 años. Pero eso no es lo peor, de mantenerse ese frenético ritmo de deforestación, para el 2030 más de una cuarta parte del Amazonas no tendrá árboles. Los micos no tendrán en donde saltar, los jaguares no podrán volver a esconderse antes de atrapar a una presa. Lo osos perezosos deberán arrastrar su letargo y su lentitud por suelos tristes y desolados. El viento se marchitará y las nubes llorarán. Kápax, si sigue con vida, morirá con amargura junto con la selva por la que arriesgó su vida.
Esta triste realidad fue el tema a tratar en la conferencia del COP21, la reunión de las Naciones Unidas sobre el cambio climático. El evento se llevó a cabo entre el 30 de noviembre y el 11 de diciembre de 2015. Según la página web del encuentro, el reto es “contener el cambio climático que amenaza nuestras sociedades y nuestras economías”. Ojalá, de corazón, los países poderosos miren la selva como una fuente infinita de vida y no como un manantial de plata al que hay que explotar.
Después de un buen almuerzo en Puerto Nariño, la expedición volvió a embarcarse hacia Leticia. En el recorrido por el río pudimos ver un espectáculo de la naturaleza, que nos sonreía y nos hacía un guiño al dejarnos ver a los delfines rosados. “Por acá, a la izquierda”, gritaba Elvis con euforia. “Atrás, miren ese que va por allá, ¡wow!”. A mi lado, una gringa de unos 55 años sonreía sin parar, volteaba la cabeza como un poseído para donde Elvis decía haber visto uno. Con entusiasmo le hablaba a su hijo, un joven rubio de no más de 25 años, cabello lacio y mirada de psicópata. El pelao ni se inmutaba, parecía fastidiado por el ruido de su madre y la efusividad de Elvis. Durante todo el viaje el muchacho apenas pronunció algunas palabras, siempre iba ensimismado o haciendo mala cara. Se notaba que el calor lo sofocaba y la insistencia de su madre lo enfermaba.
El delfín sinvergüenza
Fue en ese viaje en donde conocí una de las leyendas más atrapantes que jamás haya escuchado: la leyenda del delfín rosado. Cuentan en los pueblos selváticos que, durante las fiestas, un hombre apuesto se acerca a la reunión. Usa sombrero, es extranjero y atrae inmediatamente la atención de todas las mujeres. Es un bailarín bien dotado, coquetea y le lanza piropos a la mujer más linda de la fiesta.
Se dice que el hombre convence a la mujer de dar un paseo por la orilla del río, la muchacha acepta con entusiasmo. Pero, por desgracias para ella, solo vuelve a ser consciente al día siguiente, cuando se levanta y se encuentra sin saber qué pasó a la orilla del río. La mujer queda en embarazo, pero el padre no es el joven apuesto de la noche anterior; el padre de la criatura en su vientre es en verdad un delfín rosado. La leyenda cuenta que el delfín sale del río y se convierte en humano para embarazar, y en algunos casos, enamorar a la muchacha más linda del caserío.
Otro mito popular en la selva dice que las mujeres que estén en su período menstrual no deben bañarse en el río. Si lo hacen, entonces serán preñadas por el delfín. Muchos niños sin padre son considerados “hijos del delfín”. Pero, hasta el momento, no hay registro de ningún bebé que haya nacido rosado, con aletas, cola o espiráculo.
Entonces las nubes se apoderaron del avión, lo envolvieron y no dejaron ver la selva otra vez. Ese lugar donde había estado una semana se volvió invisible.
VI. Adiós, Leticia; ¿hasta luego, selva?
Arribamos a Leticia cuando la tarde moría, el sol se despedía con lentitud y un vallenato de Diomedes Díaz alegraba el viento que soplaba con parsimonia. Llegué otra vez a esa ciudad enclavada en la selva, perdida en un mundo invisible para los habitantes del interior del país. Entonces me dirigí al hotel, me sumergí en la piscina y pedí un trago. La melancolía me invadió, pronto debía regresar a la ciudad, siempre tan llena de carros y de edificios; de gente y de cemento; de fábricas y de smog. Esa noche me despedía de la selva.
Al día siguiente abordé el avión de Avianca con dirección a Bogotá. El choque sería fuerte: pasaría de una ciudad de 41 mil habitantes a una de más de 7 millones; abandonaba una envuelta en una selva tropical para llegar a otra trepada en una sabana a más de 2.600 metros sobre el nivel del mar. Me iba de una escondida en la selva, fundida en el olvido; llegaba a otra, la cuna de la aristocracia y la élite política del país.
El avión despegó, la selva se posó frente a mis ojos. Recordé a Kápax y su lucha por el medio ambiente, a Elvis cuando nos decía que miráramos a los delfines rosados. Al indio huitoto, que aseguraba que los británicos recibían un castigo de la naturaleza. Entonces las nubes se apoderaron del avión, lo envolvieron y no dejaron ver la selva otra vez. Ese lugar donde había estado una semana se volvió invisible; desde entonces, me pregunto si algún día volveré a ver esas selvas extensas y exuberantes. Espero, de todo corazón, volverlas a tener en frente. Regresar antes del día de mi muerte, o antes de que ellas mueran amargamente por culpa del hombre.
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