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El poder de la manada

martes 7 de agosto de 2018
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“La gran muchedumbre” (1963), de Antonio Saura (detalle)
“La gran muchedumbre” (1963), de Antonio Saura (detalle)
Pues el hacer daño a la gente en nada se distingue de cometer una injusticia.
Platón, Diálogos (“Critón”).

Aquella tarde no tenía ganas de hacer nada. Estaba agotado. Tras la comida, me fui a mi habitación y me tumbé en la cama. Me dormí profundamente, en parte agobiado por el calor, y en parte porque había abusado la noche anterior de mis horas de lectura. Me despertaron unos golpecitos dados en la puerta al cabo de unas horas: doña Paquita estaba preocupada por mí. Le dije que me esperara en la salita. Me duché, me vestí, y me fui a reunirme con ella.

—Le he interrumpido a usted el sueño. Le ruego que me perdone, pero estaba un poco intranquila.

¿Usted cree —dijo mirándome a los ojos— que el ser humano va cambiando a lo largo de la vida, metamorfoseándose, o que siempre permanece igual a sí mismo?

—No se preocupe. Ha hecho bien en despertarme; de lo contrario no podría dormir esta noche.

—¿Estaba usted cansado?

—Estaba agotado. Anoche me empeñé en terminar la historia de Dafne y Apolo, y luego me engolfé buscando ramificaciones del mito.

—¿Forma parte de las metamorfosis, no? Tendría usted faena para rato.

—Sí, señora. Es la primera de la serie…

—Es interesante eso de las metamorfosis y de los cambios. ¿Usted cree —dijo mirándome a los ojos— que el ser humano va cambiando a lo largo de la vida, metamorfoseándose, o que siempre permanece igual a sí mismo? ¿O que hace falta un milagro, digamos, para cambiar al hombre?

—¡Vaya por Dios! Me acaba usted de sacar de la cama y ya me está lanzando de cabeza a la piscina. Vale. Vamos a ello. Mire, esta mañana, y aunque el tema ya me aburre, he leído un buen artículo sobre todas las salvajadas que algunos energúmenos escriben a raíz de cualquier acontecimiento, muertes sobre todo, en las necias redes sociales, y en cuanto lugar, protegidos por el anonimato, pueden.

—Sí, yo también he leído algo. Si no me equivoco ha sido a raíz de la muerte de un torero vasco, cogido por un toro, en una plaza francesa.

—Efectivamente. Así es. Las salvajadas que se han escrito, en favor del toro y en contra de la persona, el torero, y el magnífico artículo que he leído, me han traído a las mientes un diálogo de Platón. No lo tengo aquí; voy a citar de memoria. Al parecer el hombre, recién creado —cuenta Platón—, al principio no formaba sociedad; cada uno iba por donde su instinto lo llevaba, con lo cual era presa fácil de depredadores, animales y del mismo hombre. Entonces Zeus, a petición de Prometeo, les infundió el amor por la convivencia, para que así pudieran protegerse los unos a los otros.

—¿Y les dio también sabiduría para que se protegieran los unos de los otros?

—Por lo visto en aquel momento no lo pensó. De hecho, en cuanto los hombres se vieron en las ciudades se atacaron igual que lo hacían antes en los descampados. Entonces Zeus ordenó a Hermes que les diera el sentido moral y el sentido de la justicia. Ante lo cual preguntó Hermes si ese sentido se lo daba a todos los hombres, o sólo a unos pocos, como unos pocos eran médicos, otros zapateros, etc. No, Zeus dijo que a todos por igual.

—¿Cree usted, como parece deducirse de esa narración, que todas las personas tenemos un sentido innato de la justicia o del bien y del mal?

—Yo creo que sí. Creo que un niño sabe distinguir perfectamente lo que está bien de aquello que no lo está… El otro día, si lo recuerda, le hablé de una película que también viene ahora como anillo al dedo, El pequeño salvaje.

—Sí la recuerdo. La historia de la integración en una sociedad de alguien que se ha criado lejos de ella, en un bosque.

—Efectivamente. Recuerde que para que el niño no se escape y vuelva a dormir al bosque, el doctor lo somete a unos terribles baños de agua caliente con el fin de ablandar su piel. No queda ahí la integración en sociedad. Un día el doctor, su educador, comete una manifiesta injusticia con él: le da una orden, el niño la cumple, pero el doctor lo castiga como si no la hubiera cumplido, o lo hubiera hecho mal. El terrible enfado del niño le da a entender, inmediatamente, que tiene ese sentido de la justicia, de lo que está bien y de lo que está mal.

—Si eso es así, ¿por qué se pierde ese sentido? ¿Cree usted que el vivir en sociedad nos hace más justos y menos débiles? Yo, no sé, lo dudo.

—No estoy muy seguro. Yo tampoco lo sé. Es posible que la sociedad actúe, a veces, de freno de los instintos. De vez en cuando se suele tropezar uno con personas amables que ceden el paso, saludan, y se comportan de forma educada.

—De vez en cuando. Cada vez más de vez en cuando.

Todo queda reducido a una serie de ritos vacíos y falsos por cuanto somos incapaces de lograr que ellos sean la manifestación de algo nuevo.

—Es posible que tenga razón. No lo sé. Si nos vamos a la narración de Platón, yo creo que Hermes no infundió bien, con maestría, ese sentido de la justicia y de la moral.

—¿Qué quiere decir? ¿Que el hombre lo lleva como si fuera un adorno o un barniz? ¿Como si fuera una medalla o un abalorio?

—Sí. Algo de eso hay.

—Corríjame si me equivoco. ¿Quiere usted decir que Hermes hizo con el hombre lo que muchos hombres hacen consigo mismos? Leen, citan; pero nada de cuanto han leído o citado ha penetrado en su interior: es una lanza, algo que se arroja y que sólo sirve para eso. Para herir al otro, pero no para el cabal conocimiento de uno mismo.

—Creo que sí. O dicho con palabras de Séneca: desde que han aparecido los doctos, se echa en falta a los buenos. Doctos o pedantes, que, tal vez, venga a ser lo mismo. Pero no gente con un verdadero sentido de la justicia.

—Si sólo fuera cuestión de los doctos… Me acabo de acordar de algo que me sucedió hace muchos años, y que también viene ahora como anillo al dedo. ¡Dios mío, lo tenía totalmente olvidado! Es por eso de vivir en sociedad… De recién casada, algunos fines de semana mi marido y yo íbamos al chalet de mis suegros. Mis suegros eran creyentes; y yo, sin problemas, los sábados por la tarde, me iba con ellos a misa. Hasta que un día sentí un asco infinito: cuando íbamos a salir de casa, en la televisión, si no recuerdo mal, comenzaron la retransmisión de un partido de fútbol. Participaba un jugador que, poco antes, había sido operado de cáncer de testículos. Al parecer le habían extirpado uno de los testículos. Pues bueno, toda aquella chusma, a grito pelado, comenzó a corear que le faltaba un huevo riéndose, mofándose y saltando de contento y alegría. Yo no salía de mi asombro. No me creía lo que estaban gritando todos aquellos bestias. Pero lo que más me molestó fue que mi suegro, vestido para ir a misa, siguiera esas risas y esas burlas, las encontrara graciosas y se riera él mismo. ¿Me entiende lo que quiero decir?

—Sí. Creo que sí. Que si rascamos un poco el barniz siempre aparece el gentil.

—O que todo queda reducido a una serie de ritos vacíos y falsos por cuanto somos incapaces de lograr que ellos sean la manifestación de algo nuevo. ¿Qué hacía aquel hombre en misa cuando hacía cinco minutos se estaba mofando de un semejante porque tenía una enfermedad y había sido operado? ¿Dónde estaba aquel amor al prójimo y al que sufre?

—En ningún sitio. Y visto lo visto, quizás la bestialidad sea más innata en el hombre que el sentido de la justicia. Recuerdo que, trabajando en el instituto, cuando bajaban los alumnos al salón de actos para asistir a cualquier evento, y se apagaban las luces de la sala, dicho salón se venía abajo con los gritos, los silbidos y las patadas. Era un espectáculo: la oscuridad y la manada los ponía a todos a salvo. Era como si se hubiera dado la orden de que cada cual hiciera el bestia todo cuanto pudiera y un poco más. Lo mismo que sucede con el fútbol o cuando van todas las personas uniformadas o cuando no hay que rendir cuentas. Como en la guerra, por ejemplo.

—¿Y estos energúmenos —me pregunté— no se dan cuenta de que eso mismo, u otra enfermedad cualquiera, les puede pasar a ellos mismos, o a sus hijos? No creo que entonces les hiciera mucha gracia que nadie se riera de ellos o les cantara las verdades.

—Los animales, al parecer, no piensan en el futuro. Sólo existe lo inmediato. Y lo inmediato es reírse de alguien aprovechando lo que haga falta. Necesitan dar un escape a sus miserables vidas. Es penoso. Lamentable. Para echarse a correr. Y lo más gracioso de todo esto es la impunidad: una salvajada cometida a oscuras, o arropada por la masa, queda impune. Y a veces los castigos todavía son más injustos.

Las manadas suelen ser peligrosas. Y muy aptas para los débiles y demagogos.

—No lo entiendo. ¿Qué quiere decir?

—Es muy sencillo. Y no me voy a salir de Metamorfosis: en estas transformaciones que se hacen en el libro de Ovidio, con la finalidad, a veces, de salvar a una ninfa, siempre es la ninfa, víctima inocente, quien carga con la culpa que no ha cometido, en tanto el culpable se queda igual. Le vuelvo a decir que la mitología es una fuente inagotable de enseñanzas. Una ninfa, Dafne, no quiere tener relaciones con nadie, a nadie da esperanzas, a nadie engaña; pero Apolo la desea, y corre tras ella para violarla. Dafne pide ayuda a los dioses, y es transformada en árbol. ¿Qué le pasa a Apolo, que es el verdadero culpable? Nada. No le sucede nada. De hecho, olvidada Dafne, corre, como el rijoso que es, tras otras ninfas. Lo mismo sucede con la ninfa Siringa y con Pan. Aquélla es transformada en unas cañas huecas, la flauta, en tanto que éste sigue correteando por ahí y asustando a las mujeres. Parece que la poesía no es complementaria de la filosofía. De hecho, la contradice.

—Me parece muy interesante cuanto está usted diciendo. Me trae a la memoria cierto pasaje del Ingenioso hidalgo… pero citado ahora sería salirnos del tema. Creo. Y a mí me interesa el sentido de la justicia. ¿Innato o no?

—Yo no se lo sé decir, querida amiga. No lo sé. El hombre es bastante miserable y mezquino. Ahí tiene usted a un partido político, en el país más rico del mundo, que va a privar a veintitrés millones de personas de asistencia sanitaria. ¿Y por qué? Por el dinero, por las ganancias… de pena. Creo que hay que buscar al hombre íntegro tal como hacía Diógenes. Y dudo que diéramos con él.

—No sé. Tal vez tenga razón. Desde luego en un campo de fútbol no lo hallaríamos.

—Las manadas suelen ser peligrosas. Y muy aptas para los débiles y demagogos. Ambos dañan impunemente, e impunemente cometen injusticias.

Vicente Adelantado Soriano
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