En mi país, Chile, existe un refrán popular que dice "bajo cada piedra, un
poeta". Esta frase tan simple, encierra dos significados que entre sí
pueden llegar a ser claramente contradictorias. Por un lado, quiere decir
"Chile, país de poetas", lo cual, dentro de los márgenes que pueden fijar la
objetividad crítica, por un lado y el chovinismo que todos llevamos dentro,
resulta ser un comentario en principio cierto. Chile cuenta en su biografía
a dos premios Nóbel de literatura y otro buen par de buenos exponentes,
con los que se defiende en un universo donde la competencia por el número
de próceres, en lo que sea, es dura.
Sin embargo, la misma frase, bajo cada piedra un poeta, puede
referirnos a un concepto que, si bien no del todo desalentador, es harto
distinto en sus dimensiones críticas. ¿será que hay más poetas de los
necesarios? ¿Será que hay más escritores o intento de escritores de los que
la repartición de talento y rigor pudiera soportar?
A decir verdad estimo que la respuesta a las preguntas citadas difiere en
gran medida, dependiendo de la finalidad que atribuyamos a la escritura.
Por una parte, soy de la idea que nunca es mucho lo escrito, pues quien
escribe, normalmente lo hace por una verdadera necesidad de expresión que,
llevada al extremo, se puede asimilar a las más básicas inclinaciones del
hombre. Así, no me imagino que alguien pudiera replicar: "en este país, en
este tiempo o en esta cultura, se bebe demasiada agua, se hace demasiado el
amor o se acude al baño con frecuencia desmedida".
Pero, por desgracia (y lo digo así porque me considero parte de las huestes
de los escritores no leídos), la escritura tiene también otra perspectiva
que le es consustancial. La escritura es una manifestación estética, una
obra de creación que siempre (y ojo que digo siempre) nace con una vocación
de alteridad, con la expresa o velada intención de comunicar a otros, a
través del continente de lo escrito, ideas, experiencias, emociones o
dudas.
Así, cuando se analiza la escritura fuera del margen de la experiencia
íntima, nos encontramos ante la posibilidad de verdaderas crueldades
necesarias que, cual teoría de la evolución de Darwin, van desechando
muchas obras, y dejando sólo un número mínimo de ellas en el ambiente de lo
leíble.
Me apena el pensar que muchos de nosotros ponemos sangre, sudor, semen y
lágrimas (como en papel mojado —de Benedetti—) en lo que escribimos, pero
sin embargo, el resultado jamás será parte de lo leíble.
Pero no crean que mis comentarios son pesimistas. Al contrario. Qué placer
más grande es el de leer un buen poema y qué tortura mayor que la de leer
uno malo. Sin embargo, para saber si el tuyo es bueno o es malo, no basta
con uno, ni tampoco con una sola opinión. Son muchos los que escriben y
pocos los leídos. Pero también, muchas las alternativas y muchos los
lectores.