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Homenaje a Cronwell Jara, por los 25 años de su primer libro publicado

Escribo por el placer de tejer las ideas en la urdimbre de mi mente y adornarlas, de repente, así, sin querer, con orlas y pompones que los más simplones llaman rima. Escribo porque me gusta escribir y por una imperiosa necesidad de liberación interior, porque a través de lo que escribo puedo plasmar y recrear lo que anhelo y lo que temo, lo que odio y lo que adoro; tallar letras en oro o enfangar una frase. Escribir me ayuda a sobrellevar mis frustraciones y a comprender mejor el mundo de afuera y de adentro; escribiendo alcanzo una catarsis espiritual. Pero también escribo porque tengo mucho sentido del humor y porque me gusta hacer gala de la sátira, del sarcasmo y del doble sentido.

Escribo porque disfruto creando realidades paralelas, mundos hechos a medida y personajes fantásticos que interactúan a mi antojo. Amo escribir y sentirme Dios por un momento; sentirme todopoderoso. Escribo porque me maravilla la magia de dar vida y porque, aun siendo omnipotente, alguna de mis criaturas se rebela, me para en seco y me hace a un lado.

Escribo porque, cuando yo era muy pequeño, mi madre puso un frejolito en algodón húmedo y, al cabo de unos días, me demostró que el Creador tenía reservada una gran sorpresa sólo para mí.

Escribo porque soy sensible a todas las artes y hallo vasos comunicantes en sus más variadas expresiones: Es posible esculpir párrafos, ya duros en frío mármol de Carrara, ya cálidos en suaves maderas de la Amazonia. La fotografía de un atardecer puede ser un poema y la pintura de una mujer hermosa dar pie a todo un cuento. Una sinfonía es capaz de elevar nuestras almas hasta el cielo y ese estado particular es en sí mismo poesía. Y la danza, danza entre las palabras y las frases produciendo eufonía.

Escribo porque, además de escritor, soy fotógrafo y suelo reconocer la escena perfecta, el ángulo exacto y el instante preciso en que debo disparar. Y porque soy aficionado a la pintura, pero nunca sé en qué momento detenerme, cuándo dar la última pincelada, el retoque final, y podría seguir pintando durante el resto de mi vida. Termino un cuadro por cansancio y, cada vez que lo veo, sigo criticándolo y eso me tortura, pero soy incapaz de descolgarlo y hacerle los remiendos necesarios.

Por el contrario, cuando escribo, el cuento o el poema me dice: "¡Alto! ¡Detente! ¡Ya basta!". Y una vez que cobra vida propia, una palabra de más podría deformarlo, malograrlo. Entonces, lo leo de principio a fin, y lo releo muchas veces sólo para comprobar que está "redondo". Luego lo dejo y, al cabo de un tiempo, lo retomo, y con mucho, muchísimo respeto y con la precisión de un cirujano, abro las frases con un bisturí, implanto palabras, extirpo las comas que sobran como tumores, remuevo párrafos enteros como si fuesen órganos, uno los tendones de la tensión dramática y conecto los vasos sanguíneos del hilo narrativo; cauterizo las uniones y suturo con el mejor final.

Para mí, las palabras no son sólo herramientas sino viejas amigas y añoradas amantes, retadoras adversarias o aliadas incondicionales, y también puntiagudas y filosas dagas con las que atravieso sin empacho a quien ose interponerse en mi camino. Las palabras pueden brillar como el sol del mediodía en la mitad del Ecuador, encandilarnos a la salida de una profunda y oscura cueva, o ensombrecer cualquier pensamiento; pueden oler a jazmines y azahares o heder a excremento; pueden ser suaves como la piel de un bebé o ásperas como la cáscara de una piña. Y las palabras también pueden convertirse en una melodía de ángeles, o retumbar en nuestros oídos hasta dejarnos sordos. Hay palabras dulces, amargas, saladas, picantes, ácidas, y otras que nos destemplan los dientes o nos rajan la lengua y hasta el alma. Pero también hay aquellas que nos sosiegan y consuelan.

Escribo porque me gustan las letras, las sílabas, las palabras y las frases y oraciones; los párrafos y capítulos; las novelas y las bibliotecas; y me encanta leer.

Escribo porque escucho voces que me dictan y me acompañan, sin las cuales me sentiría muy solo y perdido. Unas me susurran palabras al oído; otras me gritan oraciones enteras o me soplan la rima. Y escribo porque, a veces, mi mano es sólo el instrumento que coge la pluma para anotar los mensajes de los dioses.

Escribo porque era adolescente, viajé a Norteamérica y grande fue mi sorpresa al descubrir que la Estatua de la Libertad no era blanca sino verde, y luego supe que ése era el color de la esperanza. Y porque una década viví en Venezuela y el Mar Caribe se metió en mis venas para siempre. Y porque amo al Perú.

Escribo porque me siento cómplice de un pueblo llamado Palpa, donde nacieron mi madre y la mitad de mi familia materna, y donde pasé vacaciones durante mi infancia. Y porque allá queda la Ciudad Perdida de Huayurí (Waiyuri), cuyo nombre significa en quechua "el sitio donde reside el amor", según me reveló Cecilia Granadino. Y porque a la entrada de esa ciudad se yergue, cual coloso vegetal, un guarango milenario que, a pesar de los años, sigue en pie y continúa dando frutos. Escribo porque allá, en Palpa, hay un manantial en cuyas aguas cristalinas se sumergen los solteros y las solteras en noches de luna llena para encontrar a su "media naranja", expresión que en Palpa cobra especial significado porque allí se dan las naranjas más dulces del mundo. Y escribo porque antes que yo, los paracas y los nascas ya habían escrito en las pampas y en las laderas de los cerros, dejándonos la huella de sus geoglifos y petroglifos aún indescifrables hasta hoy.

Escribo porque Cronwell Jara es mi maestro y maestros también son mis compañeros escritores en el taller que él dirige. Escribo porque mi editor, Carlos Milla Batres, tiene mucha fe en mí. Escribo porque a la gente le gustó El Señor de Palpa y pide más. Y porque me encanta ser leído.

Escribo porque tengo excelentes amigos, quienes han estado a mi lado en las malas y en peores; y, como ejemplo, sólo pregúntenle a Eva, a Poupée o a Ruy. Escribo porque tengo ahijados que elegí y me eligieron y de quienes me siento muy orgulloso. Escribo porque mi padre me inculcó valores y me alentó en la escritura, y porque mi madre cultivó mi sensibilidad, además de demostrarme a cada instante que es capaz de todo —y más aún— con tal de verme feliz. Escribo porque mi hermana es la penúltima romántica y me ha dado tres sobrinos maravillosos, y porque tengo un medio hermano y nos queremos completo.

Escribo porque mi nana Domitila es tuerta, vive en un albergue y toda la alegría del mundo se concentra en su ojo sano cuando voy a visitarla. Porque mi abuela Faustina me enseñó que la vida es muy corta para ensayar otros caminos desafiando a nuestro instinto. Y porque la vida le jugó sucio a mi abuela Isabel, según me confesó, al cambiarle las preguntas cuando ella creía conocer todas las respuestas.

Escribo porque admiro la naturaleza y todo despierta mi interés, porque tengo más de cinco sentidos y, a veces, no son suficientes; porque poseo un olfato privilegiado y me regocija hasta el infinito el olor del pasto recién cortado, del café acabado de pasar, del pan que sale del horno; pero ese mismo olfato hace que perciba el hedor de los abusos e injusticias y que me sienta impelido a denunciarlos.

Escribo porque, en oración, mis moléculas se fusionan con el todo, porque creo en Dios y le hablo y me responde. Escribo porque soy parte del universo y si talan un árbol también me cercenan un brazo. Escribo por los infelices que terminaron sus días en fosas comunes y porque mi amigo Juani busca justicia para ellos. Y porque no aprendemos como especie sino la forma más certera de destruirnos, incluyendo las drogas. Escribo porque la línea divisoria entre el bien y el mal es una franja gris cada vez más ancha y eso es inadmisible. Escribo porque todavía no he perdido la fe de que podemos mejorar el mundo.

Escribo porque tengo un hijo llamado Darío, quien no es mi hijo, pero quien más hijo mío no puede ser. Él es la pluma de ala de ángel que me regaló Dios. Escribo porque con él descubro que es posible revivir sin haber muerto, y que la esperanza del mundo está en sus ilusiones. Porque sé que no le puedo ahorrar el sufrimiento, pero sí abreviárselo, y que no necesita recorrer todos mis caminos para aprender la lección, porque también puedo enseñarle a hallar atajos.

Escribo por las mujeres que amé, por aquellas que me amaron y por otras que no me amaron tanto. Pero sobre todo, escribo por Paloma Rox, mi compañera en el vuelo de la vida, quien me hace alcanzar alturas insuperables. Escribo porque, con ella, mi fuego consiguió su brasa; mi aire, su oxígeno vital; mi tierra, la semilla original; y mi agua halló al fin su vaso, su taza, su cuenco, su océano y su regazo...


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