No me importa demasiado lo que diga la biología, pero estoy absolutamente
convencida de que las neuronas (especialmente las del centro de la
escritura) están ubicadas en las yemas de los dedos. Y que se activan en
contacto con las teclas de la computadora, sólo bajo estricta presión. Esta
presión puede ser la terrible necesidad de decir algo, pero también, demasiado
habitualmente, el látigo del exterior. El saber que hay una fecha y hora
para la entrega de una columna, que un concurso literario cierra tal día o,
en ausencia de estos casos, la autoimpuesta disciplina de un almanaque o un
cronograma de trabajo, organizan, constriñen y obligan a ponerse en marcha
a la extraña conexión que describí más arriba. Entonces, los dedos se
mueven solos y después de muchas idas y vueltas del
backspace o el
delete,
la pantalla empieza a parir un texto. Y nunca desaparece del todo la
sensación de "¿Yo escribí eso?".
De ahí que mi consejo (¿quién soy yo para dar consejos?), mi método
de trabajo, es encender la pantalla, apoyar los dedos tal como mi profesora
de dactilografía me enseñó hace muchísimos años, y hacer que se muevan.
Después de todo, si lo que aparece en la pantalla es demasiado malo,
siempre tengo la posibilidad de hacer que mi pregunta no sea retórica y
convencerme de que yo no escribí eso.
La autora es narradora, periodista y profesora de lingüística, y reside
en Dolores, Buenos Aires (Argentina).