Hace semana y media que no salgo de casa, y ya no me soporto. Cierto es que
hace diez días que estoy encerrado en mi estudio escribiendo, o mejor
dicho, intentándolo. Me siento por la mañana frente a la hoja en blanco
esperando que me visite la inspiración, como decía Beethoven —no sé cuándo
va a llegar la inspiración, pero por las dudas, cuando venga, que me
encuentre trabajando— y bajo este pretexto escribo. Escribo ideas que por
aquí circulan, algunas originales, otras ajenas. Escribo como me gustaría
hacerlo, y no como habitualmente lo hago. Difícil es entonces que me
encuentre en algún momento simplemente escribiendo, o sea, con naturalidad
de artista, con la organicidad de un verdadero escritor, y no con esta
vulgar imitación de amanuense. Poco queda de esa prosa despreocupada y
propia que brotaba de mi pluma, extensión de mi mano y mis pensamientos. Se
pierde en mi memoria el estilo que solía imperarme cuando tomaba esto como
un simple juego, y la inocencia reemplazaba las imposiciones. Igualmente no
llego a preocuparme del todo, sé que esto ha de ocurrirle a los noveles e
inexpertos escritores, como yo.
Lo que más me inquieta hoy es esta soledad repugnante que me hace gozar de
mi compañía las veinticuatro horas. Me asusto de mí mismo, los espejos me
resultan sinceros, y ya no me hago gracia. Todo parecía tan romántico,
cuando en la lejanía soñaba con el oficio de escritor, realmente pensaba
que iba a estar exento del fastidio de trabajar. Leo esto último y lo veo
como un lugar común, propio de cualquier persona neurótica, que no soporta
la realidad. Entonces me aparece la tonta imagen de aquél que quiere ser
alguien pero no quiere transitar el camino para alcanzarlo. Como si
dijérase tener publicado mi libro sin sufrir el placer de escribirlo, como
aquél que no posee el valor ni la fuerza para ser lo que realmente quiere.
¡Uy!
Este es el eterno dilema del jugador. Más que jugar al fútbol, quisiera ser
jugador de fútbol, más que actuar, ser actor, más que uno mismo, una simple
sombra de lo que podría alcanzar y en definitiva, sólo desea trascender.
Supuestos que se basan en otros supuestos, todos fantasiosos e irreales.
Bueno, pero que no sea la costumbre de criticarme gratuitamente, por simple
disconformidad, debo ver el lado positivo de mi personalidad, que indica
que "lo estoy intentado", que tengo iniciativa, potencial, capacidad; y no
caer en la trampa de sentirme inmediatamente frustrado.
Y pensar que todo esto se resolvería en un instante si estuviese leyendo
alguna biografía de un autor de fama, que racontara que también paso por
esto. Esa sería la autoridad que me asegurase que ando por el buen camino.
Vienen a mi mente, entonces, palabras de H. Hesse diciendo que, en su
juventud, se había vuelto totalmente neurasténico, es decir, falto de
voluntad, cansado, atemorizado, y ligeramente anormal. Recuerdo, también, a
un Cortázar que leyó todas las tardes de su niñez, y a un Borges
extremadamente enrevesado, que hasta sufría con el reflejo de la luz
solar.
Todos ellos me demuestran, mediante lo que representan en mí, un anhelo de
trascendencia y no el deseo auténtico de escribir. Pero conjuntamente con
esta necesidad de trascendencia, aflora el inherente deseo de expresarme.
Aquí radica mi porqué y para qué como artista, como persona. ¿Por qué?,
porque es innata la necesidad de expresarse. ¿Para qué?, para trascender.
Si desde que el hombre es tal, y piensa, busca la forma más apropiada para
expresarse. Y en fin, así nació el arte, y de éste la Literatura, y de ésta
yo. Bueno, eso sí que es una tontería, pero la verdad es que desde que
tengo afán por trascender y por hacerme notar, irónicamente, soy capaz de
estar diez días encerrado en mi casa, sin contacto con los demás, y
definitivamente escribiendo.