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La magia de las letras

La magia de las letras, que se juntan para formar palabras, se podría comparar con el poder de los números, que cuentan lo que poseemos y lo que nos falta. Escribir es siempre la calistenia del pensamiento; a veces afloran, voluminosos, los músculos de las ideas, y en otras sobrevienen dolores intermitentes en cada movimiento dactilar. De cualquier manera, cuando la escritura se convierte en el hábito de cada día y en una forma de vida (no de vivir), ya no podemos prescindir de su indomable compañía, y así nos vamos con ella a recorrer los intrincados caminos de la creación; nos perdemos, nos reencontramos, buscamos atajos, cruzamos puentes colgantes, vadeamos ríos, escalamos peligrosos riscos, y cuando sentimos el vértigo en nuestros ojos (las letras también marean), abandonamos todo (el mínimo tiempo posible) para continuar cuando la aventura creativa toque de nuevo las puertas de la sensibilidad. De nosotros depende abrirle ipso facto o dejarla que se refugie en ese lugar secreto en donde no podamos encontrarla tan fácilmente.

Decía Hemingway: “Escribe sólo cuando hayas vivido al límite y de tu vida se pueda hacer una película”. Podemos estar o no de acuerdo con el escritor de El viejo y el mar, lo que realmente importa es que vivamos al límite con cada palabra estructurada y que otros (si realmente vale la pena) hagan la película de (lo que fue) nuestra vida. A fin de cuentas, todos sabemos (deberíamos saber) lo que poseemos y lo que nos falta. Tan importante es tener en cuenta lo primero como lo segundo. Dosificar y utilizar adecuadamente el caudal de conocimientos es lo imperativo; ser honestos con nuestras carencias ha de ser el juego de cada día, la forma de escalar, de avanzar, de elevarnos sobre nuestras necesidades y saber que cada palabra tiene su propio peso, que si es como una pluma (valga la analogía) igual puede volar en alas del viento como caer suavemente sin hacer el menor ruido; que no despierte los monstruos de la detracción.

10 de febrero de 2004


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