Algunos artistas se desentienden de los linderos de cada género y se filtran con naturalidad de la escritura a la escena teatral o a los restringidos espacios del lienzo. En lo referido a la literatura también van a sus aires y lo mismo escriben poemas que ensayos y obras de teatro. Son contados los artistas que semejan esos hombres-orquesta que, en las esquinas del mundo, brindan al transeúnte su performance del arte como una totalidad efímera y sin tiempo.
Roger Herrera1 es actor, poeta, ensayista, autor teatral, pintor y un promotor cultural bastante a contracorriente. Su infancia se forjó en el barrio San Agustín y quizás por esa razón su escritura tiene ese ritmo agitado de la calle, posee ese son de salsa barriobajera. Roger creció en el aroma crudo de los sueños desteñidos y de las pasiones imposibles que se ahogaban en el bar cuya melodía de fondo era un bolero minado con toda esa poesía del lugar común y el desamor. Hervía el barrio de personajes pintorescos, que exhibían una rebeldía de clase. La poesía sin mucha literatura bullía desde los hilos de aguas negras que bajaban por la calle y en la cual veía su rostro de inocencia despierta y como una esponja absorbería todas las historias del barrio, toda esa poesía mala y telenovelera, para hacer con esos precarios insumos la mejor literatura posible. Ganó un concurso de cuentos con apenas 9 años y sin duda ese fue su primer encuentro con las palabras.
La poesía de Roger hace malabarismo con las voces de la calle, subvierte el lugar común y hace del poema un voraz testimonio de rabia y ternura sin rozar el melodrama.
Con el tiempo la cara de aquel niño se fue endureciendo y adquirió ese semblante de pómulos salientes y ojos aindiados de sombras y luces. La cara le proporcionó el apodo entre los conocidos del barrio. Comenzaron a llamarlo “El Chino” o “El Indio”. No era un rostro de galán ni nada que se le parezca, pero el teatro también lo ganó para su bando.
Como una cosa conduce a la otra, aparte de la escritura y la actuación comenzó a interesarse por la pintura. Le obsesionaba Vincent van Gogh, pero creo que más que la pintura le llamaba la atención el personaje, le daba curiosidad toda esa mitología del artista loco que pintaba sus gritos y alucinaciones delirantes. Caso parecido le ocurriría con Antonin Artaud, también actor, dibujante, poeta y escritor. La lectura del libro El teatro y su doble lo llevaría a realizar sus propias experimentaciones teatrales, de buscar el sentido de ese teatro distinto que fuese como una alquimia de los sentidos, tanto para el espectador como para el actor.
Yo que iba de escritor desplanchado (sin obra, pero con mucha literatura bien bebida y mal leída) me topé con él un día en un encuentro de escritores y enseguida comprobé que Roger había bebido también literatura en demasía y nos hicimos amigos.
Me gusta en él ese poeta bruñido de calle maloliente, de lenguaje pasado por el tamiz de lo literario sin perder el ritmo de la rocola de bar malo, sin desperdiciar esa música peculiar del bullicio de los buhoneros, de ese ardor a viva voz del vendedor del mercado. La poesía de Roger hace malabarismo con las voces de la calle, subvierte el lugar común y hace del poema un voraz testimonio de rabia y ternura sin rozar el melodrama, pero con el pulso firme del escritor que se hace a fuerza de lecturas, de meterse aquí y allá a la búsqueda de esa luz sublime de las palabras, de ir al bar a beber con otros escritores en esa necesaria escritura de la oralidad y el encuentro que nutre las venas de tu propia escritura.
Como pintor sus cuadros tienen una geografía explosiva de colores vivos que se combinan con signos y letras. En sus collages hay una expresividad abierta que no sigue pautas para llegar a poemas visuales que actúan como pinturas y viceversa. Sus investigaciones teatrales lo han conducido hacia ese camino tortuoso que anduvo Artaud, icónico de ese teatro heterogéneo y desgarrado.
El trabajo en conjunto de Roger se alimenta de calle y de esos personajes adosados al quicio de la vida con el corazón hecho jirones y con la esperanza rota de tanta bazofia política. Su escritura es un alegato por los reventados de la vida, por aquellos en los cuales las sombras siembran sus jardines de puñales. Su ángel lírico le debe mucho a Walt Whitman, César Vallejo, a Víctor Valera Mora; a los surrealistas, al torturado Artaud y a los balleneros, esos irresolutos juglares que navegaron, en su tiempo, las barras turbulentas de esos olvidados y oxidados bares de Sabana Grande.
En la escritura de Roger Herrera, tanto en sus poemas como en sus ensayos, hay una lírica implacable, desabotonada y que tiende a la geometría exacta del desorden y la exaltación, sin olvidar la coherencia y creación votiva del lenguaje, demostrando que con las palabras todo está permitido y más que un poeta que hace metáforas forja un estilo inconfundible que funde la expresión corporal de las letras con el destello descamisado de su sonoridad siempre viva, cambiante y de puñetazo certero.
Endosarle una etiqueta a Roger es caer en ese fraude de las clasificaciones de prontuario.
Mi amigo Yuri Valecillo le hizo una foto hace poco delante de una foto de Andrés Bello, a pesar de que Roger prefiere el ajado estilo de Simón Rodríguez, quien convertía las palabras/ideas en la página en un singular andamiaje estético-visual, y que le permitió escribir a Eugenio Montejo: “Pone de manifiesto el personal arreglo del espacio textual, de acuerdo con un orden que él consideró más práctico y pedagógico, y que a un lector de nuestros días, familiarizado con las experimentaciones gráfico-visuales, no puede resultarle extraño”. A Roger le gusta realizar sus experimentos con las palabras, con sus sonidos o sus formas gráficas, y lo hace tanto en sus poemas como en sus collages, sin contar su predisposición a ser un andariego a quien le gusta sacar lo literario de sus casillas tan cuadriculadas y manidas.
Endosarle una etiqueta a Roger es caer en ese fraude de las clasificaciones de prontuario. Encasillarlo es un poco como aprisionarlo en determinada actividad y quitarle de esta manera su hechicería de individuo, que busca a través del arte trasmitir los acordes de un espíritu que nada contra la corriente y no se amolda del todo a las premisas oficiales de la cultura, la cual busca convertir siempre a los artistas en domesticados voceros de las razones de Estado.
Desde que lo conozco nunca ha ido disfrazado de escritor (o de poeta municipal) y su porte agreste (o su rostro de indio bravo) ofrecen una imagen que nada tiene que ver con la real, ya que en verdad es un individuo con buen talante, solidario y de armas tomar. Me sorprendí cuando supe que viajaba con un cuchillo, incluso tenía permiso para portarlo, y recordé aquella frase de Borges: “Alejandro Magno guardaba bajo su almohada un puñal y un ejemplar de la Ilíada”. Por esa razón un día entré a una tienda árabe y conseguí un bello puñal adornado con pedrería falsa, bastante colorido, y se lo obsequié. Digno de un poeta y un guerrero de la vida y la escritura.
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Notas
- Roger Herrera Rivas nació el 7 de junio de 1962. Es licenciado en Teatro, mención Actuación, por el Instituto Universitario de Teatro (1987). Egresado de la Escuela de Artes Visuales Cristóbal Rojas (1992), mención Arte Puro. Realizó posgrado en Gerencia Cultural en Imprec-USR. Ha publicado Fragmentos (1986), La crin de Dios (1996), Desadaptado (2000), Elegías a Wolfing (2003), Octubre Rojo (2007), Mínimo y Varial I y II (edición digital de 2013), Apuntes sobre el teatro y su doble (2001), El lenguaje de los dioses (2005) y una obra de teatro, Yo, sólo Dios (2006). Ha desarrollado una extensa carrera como actor de teatro, cine y TV, paralelamente a su labor como artista plástico y docente, obteniendo múltiples reconocimientos dentro y fuera de Venezuela.