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Bendita sea la vida
De Nocotzepo a Tlamacazapa

Vamos de Cuernavaca a Taxco al cumpleaños de Rosa Virginia, llamada Rossy. De apenas diecinueve años, tan frágil y tan delgada, más parece una niña de catorce. Sordomuda, con un bebé de dos meses. Antonio Rizo, su marido, de unos veinte años, también lo es. Me impresiona la cara de Antonio, con unos ojos azules muy bellos y unas cejas que se juntan y se desbocan con furia hacia los ojos. Me recuerda a Julio Cortázar. Les tomé unas cuantas fotos, pero quedé con ganas. Rossy le da pecho a su hijo delante de nosotros como si nada. La maternidad borra de un manotazo el erotismo, la lujuria, y la fuente del deseo no es más que el restaurante del bebé.

Tomé fotos de los invitados. Una mujer me regaló esta flor: “Esa cámara hace que una se vea bonita”. Conocí las hermanas Toledo, Virginia y Marlyn. La primera de veintisiete años, muy dulce, muy bella, pero casada desde hace seis años, y la otra, de veintidós, soltera. Hablé largo rato con ambas, fascinado por los senos, los blancos senos de Vicky. La mujer mexicana es recatada en su vestuario. A las colombianas, mucho más curvilíneas, más exuberantes, les encanta enseñar los senos. Enseñar no es ofrecer, en este caso, valga la aclaración. En México es raro ver un escote como el de Vicky. Tiene la intención de visitar dos países, España y Colombia. Le hablé de la pujante Medellín, la ciudad de la eterna primavera, ya que su pasión son los textiles. Marlyn, morenita, también es un bocado.

Uno de los ingenieros de la casa, al saber mi procedencia, hizo el gesto de aspirar la cocaína. Por desgracia, la primera impresión de Colombia es la droga. Así como se piensa que todos los argentinos son arrogantes, los colombianos somos drogadictos. Ni siquiera fumo, y sólo me emborracho cada tres años. El gesto molesta, pero nada se puede hacer. Los narcos nos han dado esta imagen. Y no hablemos de los guerrilleros y los paramilitares. Y los políticos. Pobre país con tanta plaga. De lejos se ve tan salvaje. De cerca, es peor.

Los colombianos estamos marcados a sangre y fuego. Aunque no todos somos ladrones o asesinos o narcos, nos exigen visa en países que mantienen las puertas abiertas a otras nacionalidades, nos imponen trabas, nos solicitan que demostremos la procedencia de cada peso obtenido porque estamos bajo eterna sospecha, nos requisan con olfato de perro a cada paso, nos temen y hasta somos los malos de las películas gringas.

Por otra parte, aquí y allá disfrutan y gozan de merecida fama la música y las telenovelas colombianas, Gabo y Botero, el café, las flores y las mujeres, que tan bellas se dan en la tierrita.

Pero he venido a una fiesta y el buen sentido aconseja dedicarnos a otros asuntos. El tequila y la comida, por ejemplo. La mesa del mexicano es un espectáculo de color, sabor, variedad y exhuberancia. La misma casa es gigantesca. Pertenece a dos ingenieros cuarentones casados con dos hermanas. Trabajan en la misma empresa y levantan despacio esta hermosa casa de tres pisos. El garaje, en el sótano, cuenta con espacio para doce carros. El esplendor del baño, los vitrales, la dimensión de las puertas. En el tercer piso hay un salón de fiestas. Sólo al mexicano se le ocurren estas cosas. Son tan fiesteros que construyen la casa con bar y salón de fiestas. La vista del balcón es impresionante: todo Taxco. Apreciamos la iglesia de Santa Prisca, el monte Taxco y los otros montes, las casas agarradas como gatos a la ladera, unas muy lujosas y otras a medio hacer. La brisa nos refresca y el tequila es cada vez más un manjar de los dioses.

El mexicano nunca anda solo. Si uno trata un mexicano, conoce hasta la abuela. Y en efecto, llega la abuela, que hace bromas sobre la vejez y se toma un tequila tras otro con Ara, con sal y limón, como debe ser. Es fácil conversar con esta gente. Abren su casa y su corazón sin recelo. Mi casa suya de usted, dicen. O su casa de mi hermano, como dijo Odilia en Nocotzepo hace dos días, señalándola desde la calle. Se trata de una forma incorporada al lenguaje porque la generosidad es virtud esencial de su idiosincrasia. No será muy gramatical pero es la neta. Digo, la pura verdad.

Dejé la fiesta temprano. De hecho, fui el primero, pero no porque estuviese aburrido sino por el cansancio acumulado. Llevaba dos noches sin sueño, la primera en Nocotzepo, cuando la pasé en claro escribiendo La escoba que no se halla, relato de un día de la ocupada vida de Paulina Capilla, indígena purhépecha de setenta y cinco años, fabricante de rebozos, y la otra, que la pasé viajando de Pátzcuaro a Ciudad de México. Llegué a Cuernavaca a las ocho y ocho de la mañana, con la intención de trabajar en las fotos de Día de Muertos, tanto de Pátzcuaro y Nocotzepo como del Zócalo de Ciudad de México, y me salió la invitación al cumpleaños. No quedó de otra, me fui a Taxco con Ara, mi amiga mexicana, y Jorge, su marido cubano. Los tres somos patas de perro.

Anoche dormí como un tronco, aunque el teléfono repicó unas doce veces. Creí que Carmen ya me había localizado desde Veracruz. Dormí con ropa y la cama amaneció regada de monedas mexicanas. Leí unos libros de refranes y tomé algunos apuntes en mi cuaderno de viaje antes del amanecer. Me levanté a lavarme en uno de los baños más hermosos que he visto en mi vida. Tomamos un desayuno cargado, que en México llaman almuerzo, y nos pusimos en camino, guiados por un mapa que nos hizo uno de los ingenieros. Nos apartamos de la salida a Cuernavaca y llegamos a Tehuilotepec, Guerrero, donde tomamos Coca-Cola en pequeñas botellas de colección, conocí el templo y conversé con una linda muchacha que estaba abrazando un árbol. Me escribió el nombre del pueblo en mi libreta verde, con tinta verde. Le tomé un par de fotos. Unos minutos más y averiguo su nombre y su correo. Antes de guardar las tres botellitas de Coca-Cola para mi colección, le pregunté a Jorge si quería quedarse con la barrigona y entonces Ara, confundiéndose con las botellas, replicó: “Te pasas, carnal, yo no me llevo así contigo”. Pataleamos de la risa. De Isla Negra, la casa de Neruda, llevé a Pamplona una botella de Coca-Cola llena de arena. En otro viaje, en otra botella, llevé agua bendita de México. De Caracas, semillas de caobo que sembré en la azotea de mi casa. Y en este viaje camuflaré como pueda semillas de chile jalapeño. Seguimos hacia una mina de plata, pero no pudimos entrar por razones de seguridad. Regresamos a retomar el camino hacia Juliantla, famoso porque es el pueblo natal de Joan Sebastian, el cantante. Parece una postal, sobre todo la parte que pertenece al cantante y su familia. Todo un lujo que hace pasar saliva. A la entrada los letreros prohíben botar basura y precisan la multa. El pueblo reluce pero más allá, en las orillas del río, el descuido es evidente. El sitio es un paraíso, un bosque encantado. Visitamos una hacienda abandonada y fotografié unas arañas gordas, sigilosas, en medio de inmensas telarañas. Las ruinas me encantaron. Acompañados por rancheras, en medio de unas flores azules llamadas Manto de la Virgen, que dan color a las tortillas si se muelen y se mezclan con la masa, seguimos hacia nuestro destino final, Tlamacazapa, un pueblo indígena, donde no llegan los turistas, donde el agua contaminada por diversos venenos maltrata y mata a sus habitantes. Nos recibió una puerca negra con sus crías. Volví a ver rebozos. Volví a ver los campesinos con guaraches, con la ropa elemental de otros siglos. Junto a una de las dos iglesias conversé con un hombre viejo y cansado, de huesos de vidrio, de ojos pequeños y hundidos, como los de mi abuelo Domingo, con una camisa de manga larga sucia y raída, con un sombrero de lástima. Nunca sale del pueblo, no tiene dinero. Alguna vez fue a Buena Vista, el siguiente pueblo. Mis amigos se unieron a la conversación y luego la sobrina, Justina, una morena de unos once años y ojos de azabache. Preguntamos si había un restaurante y la niña se ofreció a guiarnos. La invitamos a comer. Jorge y yo pedimos quesadillas, Ara y Justina se decidieron por el caldo de pollo. No nos sirvieron las quesadillas como las pedimos pero, de todos modos, nos las echamos al pico. Las de flor de calabaza son mis favoritas, y ojalá con tortillas azules. Nos atormentó el ruido de las maquinitas. Beckham, Ronaldinho y otros futbolistas decoraban las paredes. El ambiente era tenso entonces, sobre todo por los muchachos, que se rapan los lados de la cabeza y se pintan de rubio, que miran de manera hosca al extraño. Con su baja estatura y sobre todo con esa piel oscura, parece que llevaran un incendio en la cabeza, y sin saberlo pregonan a gritos las raíces que pretenden negar. Me escapé a echarle un vistazo al carro y me crucé con el viejo. Le ofrecí un refresco, una cerveza o lo que quisiera, pero no aceptó. Pobres y dignos. Fui al templo y conocí otra mujer, con rebozo negro y tacones verdes. Conversamos un rato y le tomé unas fotos. No es casada pero tiene novio en Tlama. Tampoco sale del pueblo. Le ayuda a su madre en el trabajo. Volví al restaurante, donde me esperaban mis amigos. Le preguntamos a Justina por su vida y nos contó que su madre tejía. Fuimos a verla y le compramos canastos, cestas y atrapanovios. En un patio de tierra han levantado tres casas medio redondas, bajitas, como chozas, cubiertas de paja, y delgados palos amarrados en vez de ladrillo y cemento. En una silla, apartado, el abuelo, desdentado y torpe, quema el cartucho de sus últimos días. Virginia Salazar enviudó hace once años, con cinco hijos. Su esposo, de veintiocho años, se fue a vender las cestas a Cuernavaca y lo atropelló un camión. Alguna vez quisieron llevarse a su hija Justina a España y la hermana de Virginia se opuso: “Aunque sean tortillas con sal, pero comen contigo”. Se dejaron fotografiar frente a su casa miserable. No todos. La niña más bonita siempre se cubrió el rostro con un canasto. En algún momento trajo un bebé que le sirvió de escudo. Hubiera sido una foto muy bella. Me hubiera llevado la imagen de sus pies desnudos y cubiertos de barro y polvo. En ese momento agoté mis tarjetas. Le pedí la cámara a Ara para registrar puertas, cestas y pulseras. Ara prometió volver en dos meses con las fotos. “Bajando de la iglesia, frente al árbol de guaje”, precisó la hermana de Virginia a manera de dirección. Yo tardaré un poco más. “Cuando vuelva, ya Justina tendrá hijos”, dije en broma en el carro. Desde antes de entrar al pueblo contemplaba esa intención, tal como me sucedió en Nocotzepo. También Tlamacazapa debe de tener menos de mil habitantes. “Pero sí es pequeñito”, dije cuando regresábamos, y una de las mujeres indígenas que nos acompañaban comentó: “Pero está grandísimo”. Explicó que Tlama ya cuenta con tres barrios: San Lucas, San Rafael y Santiago. Hice un chiste que las hizo reír. Me encanta cuando consigo esta conexión. Dejamos a las mujeres a unos cinco kilómetros de Tlama. Iban a llevar la comida a sus maridos, obreros de la ampliación y pavimentación de la carretera. En cinco o seis meses se concluirá la obra, y entonces llegará el progreso a Tlama, y los turistas, desde luego.

No nos detenemos en ninguno de los pueblos, pues apenas vemos el Altísimo en la iglesia de Agua de Dios, vigilado por una mujer con mandil y unos niños trepados en un árbol, y llegamos con cierta prisa a Taxco. Queremos salir con la luz día a Cuernavaca. Nos quedó pendiente la visita a una antigua sinagoga. Nadie supo darnos razón. Les decimos a nuestros generosos anfitriones que Joan Sebastian nos invitó a tomar café en su casa y que luego destapó el tequila. Intenso y despechado, debido a nuestra prisa tuvimos que desairarlo. “Quédense a cenar y, si gustan, se van mañana”, decimos que dijo, y agregamos detalles de lujo mientras esperamos que Rossy, el marido y el bebé se alisten. Empezamos a cargar el auto, sin olvidar los regalos de la cumpleañera, por supuesto. Es decir, lo hace Ara, experta en este arte. “Todo cabe en un coche pequeño”, dice el abuelo de la casa. Un poco apretado, pues voy en el asiento de atrás con la pareja de sordomudos, el bebé y la abuela del bebé, salimos de Taxco cuando empieza a oscurecer. Descendemos como por una pared. Imagino que Ara suda cada vez que maneja en Taxco, un pueblo de calles empinadas, estrechas, de doble vía, famoso por la plata. Esta vez no hemos entrado a las tiendas. Ya lo hice en mis dos visitas anteriores. Tengo un anillo de calavera desde el 2001 y unas fotos de payaso del 2004. La abuela del bebé, que también se llama Rossy, nos guía a Cuernavaca. Hay luna llena. Una nube con forma de vampiro atraviesa la luna. Nos detenemos en Ayapel, ya cerca de Cuernavaca, a tomar nieves. El marido sordomudo huele a cada rato a su mujer. Ayer quiso que le tomara una foto besando su mejilla. Luego la mujer giró el rostro e hizo el mismo gesto con el marido. Me enternece el amor de esta pareja. Se necesitan, viven su mundo singular y los rituales que jamás conoceré. Con dos señas de su lenguaje de sordomudos hago un chiste sobre Jorge y consigo arrancar la risa de la pareja. Salto de regocijo. Rossy repite los gestos del chiste y ríe con más ganas todavía. De ida pedí nieve de limón en un vasito de plástico. Ahora me decido por la misma nieve en un coco. Bebo el agua para hacer espacio y el señor de las nieves deja caer las generosas cucharadas de una nieve que se reparte en islas. El agua se torna verde. Estoy en el mar de las islas vírgenes. El agua helada y dulce me refresca, me embriaga, me hace pensar que en este día he sido bendecido por los dioses.

Taxco, 5 de noviembre de 2006