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Entre la magia y el silencio

En los dos últimos años he tenido la suerte de trabajar en las veredas de Chíchira, El Naranjo, Alcaparral y Altogrande como profesor de talleres de literatura y teatro. A los juegos teatrales, los libros y la pintura, incorporé de lleno la fotografía, que me interesa como exploración del alma y expresión de la felicidad. Siempre he querido integrar a la experiencia pedagógica los asuntos felices de la vida cotidiana, privilegiando la felicidad por encima de la sabiduría, pues al fin y al cabo la sabiduría es la máxima felicidad.

La cámara enciende una llama y atrae a la gente como la miel a los osos. ¿Quién no siente curiosidad por su propio rostro? La cámara es el agua de Narciso. Se dice que no miente cuando en realidad embellece, disfraza, parcializa. Pegamos a la hoja de vida la foto que más nos favorece, seguros de que a primera vista nuestros rasgos influirán más que la lista de los títulos, enviamos a una posible conquista amorosa las fotos que consideramos más seductoras y escondemos aquellas cuyos gestos nos hacen ver borrachos, soñolientos, feos. La gente se abraza para tomarse una fotografía aunque no haya precisamente una amistad de por medio. De hecho, la mayor parte de las veces la cámara es testigo del primer y único abrazo de los sujetos fotografiados. Los admiradores de un actor lo saben mejor que nadie. Pero ese único abrazo posee el afán de la eternidad. Puede alcanzarnos el deterioro del tiempo, puede visitarnos la desesperación, pero en esa foto somos bellos y jóvenes para siempre y abrazamos la dicha.

He notado que el proceso no cambia. Al principio la gente se muestra recelosa con la cámara, pero luego se suelta, segura de que no va perder el alma, e incluso hace piruetas y toda clase de payasadas. La cámara tiene la virtud de hacer memorable cualquier momento. Provoca por igual la curiosidad y la dicha. Mucho más ahora que en la pantalla se pueden apreciar los resultados de inmediato. Todo mundo tiende a posar feliz. ¿Quién quiere recordar tristezas?

La fotografía es memoria y encierra miles de palabras. Abrimos el álbum familiar en la sala y empezamos a contar. La palabra se hace fiesta y las visitas, pocillo de café en mano, la pasan de maravilla. Nacimientos, bautizos, primeras comuniones, bodas y cumpleaños pasan página tras página, acompañados de anécdotas felices o vergonzosas, burlas sobre la moda de aquellos años, exclamaciones de asombro al saber que fulana de tal fue tan bonita. De pronto olvidamos la máscara, la pose, el artificio, y en una foto se nos escapa el alma. Alguien nos sorprende con una lágrima a punto de escapar, con los ojos al borde del abismo, visitando los cuartos de la vida cerrados para siempre. Y esa foto, colmada de secretas historias, está más allá de las palabras, donde Dios nos mira.

La cámara afina el ojo. La foto es puro ojo. De nada sirve una cámara si no se tiene el ojo. Sigiloso y paciente, como el cocodrilo, espero que se olviden de la cámara. Espío y espero. Si bien en algunas tomas los niños enfrentan a la cámara y se saben observados, en otras atrapo a hurtadillas el instante, la puerta entreabierta a otros mundos, el rastro que dejan los ángeles cuando nos visitan.

Sin bodas ni fiestas ni velorios, escogidas de un paquete gigantesco, las fotografías muestran privilegiados paisajes y ciertos momentos de la vida cotidiana de los niños de Chíchira, El Naranjo, Alcaparral y Altogrande, veredas de Pamplona. Este mundo existe, entre la magia y el silencio, aunque cabe la posibilidad de que lo haya inventado. Al menos, hasta hace unos cuantos meses no sabía de su presencia. En su aire se saborea un presente que se anhela perpetuo. En las líneas de sus hojas se esconden historias milenarias, mundos cifrados todavía circulan como ríos subterráneos, lenguajes dormidos murmuran en su sangre invisible. Abran ojos y entendimiento. No se requiere golpear porque no hay puertas. Entren en secreto a este territorio de sueños con pasos de ladrón, señores, y lleven cuanto puedan en la memoria, como polvo de alas de mariposa en los dedos, con la certeza de que allí habita la dicha. Si la gracia nos visita, el pecho se transforma en ventana. Un ángel pasa y deja su reguero de plumas. Entre la nube y la hoja, entre el azul que se deslíe como miel y el verde que se derrama como madeja de cabellos, alguien escribe.

Pueden detenerse un momento donde el viento da la vuelta, entre Pamplona y La Lejía, y atar una carta invisible a sus dedos inquietos. Y esperar la respuesta en la eternidad de las tardes, en Alcaparral, donde una ventana permite contemplar el universo en un momento de gracia. Mientras un caballo casi de humo, casi de nube, devora la flor del mediodía, los hombres vuelven a casa, atados por hilos invisibles. Otro, justamente, ladrillo a ladrido, levanta su morada de sueños y esconde sus pensamientos bajo el ala del sombrero. Y otro escarba el carbón recién extraído de las entrañas de Chíchira, ensimismado, acosado por el fuego de una herida a flor de piel. Un cerdo, antigua criatura del aire, bebe luz para aliviar el peso de sus huesos, mientras una oveja iluminada estrena la sabiduría en el bosque, lejos de humanos incrédulos y lobos hambrientos. Una niña se gana el pan de cada día destripando truchas. Las hermanas de Eufemia nos contemplan muertas de frío y curiosidad. Ojalá el viento barra la niebla que acecha desde los árboles. Mientras la melancolía invade a Claudia, La Pecosa sonríe y Fanny sueña. En la cima de la dicha, en un altar secreto cuya ubicación precisa me reservo, tres criaturas del aire nos observan antes de alejarse por el sendero de los naranjos en flor. Porque todo es posible, o si no, vean a este niño que nos regala una lección de vuelo o a esta niña que ríe a la orilla del agua, donde el mundo comienza.

Pamplona, 2007