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Subversión e irreverencia en la reelaboración de cuentos de hadas
o Viaje al fondo del bosque con Caperucita Roja1

“Caperucita Roja”, por Doré

Si nombrara a Francis Phelan tal vez debería explicar que se trata del protagonista de Tallo de hierro, la deslumbrante novela de William Kennedy, y si nombrara a Seymour Glass tal vez debería hablar de Salinger. Emma Bovary, Anna Karenina, Susana San Juan, entre lectores, entre profesores y estudiantes de literatura, sin duda no necesitan explicación y podemos hablar de ellas hasta el amanecer porque las conocemos incluso más que a ciertas mujeres de carne y hueso. Pero tal vez en otra parte, donde escasean los libros, debemos explicar cierto carruaje que atraviesa la ciudad con sus amantes dentro y una mano de mujer que riega una carta despedazada, cierto tren aterrador que descabeza el tormento de una mujer en pecado en una estación de Moscú, cierta tierra que llena la boca de otra mujer que no era de este mundo mientras se revuelca en el lecho de la agonía.

Pero si hablo de Caperucita Roja, nadie, absolutamente nadie necesita que le digan de quién se trata. Es tal vez el personaje más famoso de la literatura infantil. Comparte el territorio con Cenicienta, El Gato con Botas, Pulgarcito, La Bella Durmiente del Bosque, Barba Azul (La Sirenita y El Soldadito de Plomo, de Andersen, completarían la lista.) Qué envidia. ¿A qué escritor no le hubiera gustado inventar estos personajes? Todos se encuentran en el libro de Perrault. Si bien no los inventó, tuvo el buen ojo de reunirlos. He leído muchos libros en mi vida, pero éstas son las historias más fascinantes que conozco. Las saboreo una y otra vez y me regocija la dicha de los niños a quienes se las leo o se las cuento en mi oficio de maestro de escuela. Con estas seis historias, con estos seis personajes, se va a la fija. ¿Se han preguntado por qué?

Entre nosotros circulan dos versiones famosas de Caperucita Roja: una recogida por Perrault, publicada en 1797, y otra de más de cien años después, recogida por los hermanos Grimm y publicada en 1812. En la primera, el lobo se come a Caperucita y el cuento se acaba. En esta versión ocurre la célebre y fascinante conversación: “¿Para qué tienes esos dientes tan grandes?”. Y todo lo demás.

En la versión de los hermanos Grimm aparece un cazador que resuelve el asunto abriendo la barriga del lobo para extraer a Caperucita y la abuela.

¿Qué dice de todo esto el señor Bettelheim en su famoso Psicoanálisis de los cuentos de hadas? “Caperucita Roja gusta en todo el mundo porque, a pesar de ser una persona virtuosa, cede también a las tentaciones; y porque su destino nos indica que el confiar en las buenas intenciones de las personas, que parece lo ideal, es arriesgarnos a caer en multitud de trampas. Si no hubiera nada que nos hiciera agradable la figura del lobo cruel, éste no tendría poder alguno sobre nosotros”.2 Y más adelante: “Sin embargo, el lobo no es únicamente el seductor masculino sino que representa asimismo todas las tendencias asociales y primitivas que hay dentro de cada uno de nosotros”.3

Simplificando las cosas, y alejándome del cuento que Bettelheim explica de manera envidiable, Caperucita es la buena y el lobo es el malo. Caperucita es la víctima y el lobo el victimario. Quise darle la vuelta a la arepa. Quise que el lobo contara la historia, pues se le juzgó y se le condenó sin juicio alguno. Escribí otra historia. Utilicé todos los elementos: las flores, el pastel, la niña, el lobo, el bosque, la abuela, e incluí otros: la bicicleta, la navaja, los murciélagos, el chicle. No es Caperucita quien recoge flores, es el lobo quien encuentra una flor. Pero no quiere la flor para él, quiere ofrecérsela a alguien, y se la ofrece a quien menos debiera: Caperucita, una niña malvada que apedrea los murciélagos y le tira el rabo a los perros. El lobo, un admirador de la belleza, un enamorado, cae rendido y sufre. La niña, masticadora profesional de chicle, rechaza la flor y se mantiene indiferente y ciega, petulante y orgullosa. El lobo, tragando el polvo, la persigue en una destartalada bicicleta.

El pastel es el mismo: un pastel que la niña lleva a su abuelita. Un pastel preparado por la niña, una deliciosa receta secreta con polvo de huesos de murciélago y picos de golondrina. La niña se lo ofrece al lobo, que ignora tan exóticos ingredientes. Y lo que podría ser una invitación apetitosa, se convierte en una nueva humillación para el lobo.

Sabemos que Caperucita entrega toda la información necesaria al lobo para que llegue a la casa de la abuelita, y en mi versión hice consciente el asunto: Caperucita misma guía al lobo hasta la casa de la abuelita, y no sólo lo guía sino le pide que se coma a la abuelita porque quiere heredar, y además lo denuncia a la policía. ¿Puede haber mayor perversidad en este mundo? Caperucita le niega la más miserable de las recompensas: un saludo, una sonrisa, un beso, una bicicleta nueva. Ahora que es una niña rica, el lobo no puede acercarse: Caperucita amenaza con transformarlo en un abrigo y le enseña el resplandor de la navaja.

Otra que no hubiera sido Caperucita correspondería a la pasión. El lobo es salvaje y solitario, posibles condiciones de un poeta. El monstruo, la bestia que las bellas aman. Recuerden a Bettelheim: “...las tendencias asociales y primitivas que hay dentro de cada uno de nosotros”.4 En mi versión acentué el papel del seductor, redondeé el personaje, pero hice algo más: inventé un seductor desdichado y lo que pudo ser una historia de amor es una historia de desamor. Leí en mi infancia “Caperucita Roja” en una cartilla escolar y recuerdo con toda precisión la espeluznante imagen del lobo lamiéndose la sangre de la niña, la lengua afuera y el pelaje alborotado. No tengo la imagen de la niña. Una niña es como otra niña. La imagen del lobo me trastornó tanto como las ilustraciones de un libro religioso que encontré en el baúl de mis padres: los diablos se disputan el alma de un moribundo, el alma que se consume en las llamas del infierno, el ángel que pesa las obras buenas y las malas para decidir el destino del alma. Estas imágenes, y otras, todos esos santos a los que dedicaba padrenuestros y avemarías, y que cada vez eran más, tantos que retrasaba la hora de dormir de la familia, pues vivíamos en una sola habitación, alimentaron, perturbaron, hechizaron y aterrorizaron mi infancia. ¿Cuántas cosas debieron pasar para borrar el horror del lobo que se lame la sangre de la víctima?

¿Recuerdan las ilustraciones de Doré? Hay una que me interesa en especial. El lobo y Caperucita en la cama. Se trata de la versión de Perrault. El lobo se acuesta después de comerse a la abuela y, cuando llega Caperucita, le dice: “Deja la torta y el tarrito de mantequilla encima del arca y ven a acostarte conmigo”. Caperucita se desnuda y se mete a la cama. Observen la magnífica ilustración de Doré: los ojos grandes, los cabellos sueltos, la cabeza ladeada hacia el lobo. La sábana cubre el hombro derecho de Caperucita hasta tocar el cuello, mientras el brazo izquierdo abriga su pecho y sostiene la sábana. ¿La mano derecha está sobre el hombro cubierto? Difícil posición cuando se ensaya. ¿Entonces dónde? ¿Acaso roza con sus pequeños y rosados dedos, por debajo de la sábana, la piel del lobo? Además, el bulto del cuerpo, debidamente cubierto por la sábana, se dirige al territorio del lobo. El gorro de dormir de la abuela cubre la gran cabeza del lobo, que parece ensimismado, que parece atento a la respiración de Caperucita, mientras sus garras se exhiben con descaro encima de la sábana. Más que víctima y victimario, parecen una pareja de casados o, más que eso, una extraña pareja de amantes que traman algo siniestro. Pero la conversación es la siguiente:

—¡Abuelita, qué brazos más grandes tiene!

—Son para abrazarte mejor, hija mía.

—¡Abuelita, qué piernas más grandes tiene!

—Son para correr mejor, niña mía.

—¡Abuelita, qué orejas más grandes tiene!

—Son para oír mejor, niña mía.

—¡Abuelita, qué dientes más grandes tiene!

—¡Son para comerte!

¿No es ésta una conversación de amantes? Es tal vez el diálogo más famoso de la literatura universal, por encima de los escritos por Shakespeare o Cervantes. En mi ejemplar, una edición de Anaya en pasta dura, los parlamentos de Caperucita se encuentran entre signos de admiración muy bien justificados. En cambio, sin dichos signos, los parlamentos del lobo nos indican el sosiego o, más bien, el ansia perfectamente disimulada. Todos menos el último, con toda razón. La historia concluye en dos líneas y lo demás es la página en blanco, el abismo, el pavor, el extravío de la página en blanco: “Y diciendo estas palabras, el malvado del Lobo se arrojó sobre Caperucita Roja y se la comió”.

Debería concluir en este instante del abismo, pero debo agregar algunas líneas, ciertas explicaciones que nos conviene olvidar “para mantener la inocencia”.

Bettelheim dice en las mismas páginas dedicadas a “Caperucita Roja” que “un número limitado de temas básicos sirven en los cuentos para describir diferentes aspectos de la experiencia humana; todo depende de cómo se elabore este tema y del contexto que lo rodee”.5 Con los mismos elementos, barajándolos a mi manera, con salsa y pimienta, con magia y suerte, he vuelto a escribir estas historias que me han fascinado desde niño.

¿Por qué? ¿Por qué esta irreverencia? ¿Por qué este atrevimiento, este descaro? Es como nadar contra la corriente, me digo. Sólo cuando se sale del orden suceden las aventuras. Las tardes más maravillosas de mi escuela sucedieron precisamente cuando no asistí a la escuela, cuando elegí nadar en las quebradas, con mis amigos o sin ellos, cuando elegí los nidos, la altura de los árboles y la lectura de las nubes, aunque luego siguieran una nota del profesor y una paliza en casa. Había pasado algo y era lo importante. Si uno sigue las normas, la vida es normal. Si uno rompe las normas, por decirlo de alguna manera, se entra en el peligro, en la fascinación, en el corazón alborotado de la aventura.

Si no se vive una vida de aventuras, se abre un libro o se va al cine a seguir la odisea del hombre que roba un auto para viajar a ver a la muchacha que teme su locura y cede al ímpetu de su amor, y uno sigue con el corazón en la boca la huida de este Ulises degradado, la policía que le toca los talones y las desdichadas sirenas de nuestro tiempo. Se hace cómplice de sus maldades y no importa que el final de una vida tan intensa sea la muerte.

El peligro, la locura, la muerte son expresiones bellas en la literatura. Una lectura aterradora y fascinante es la muerte de Emma Bovary, un remolino hechizante es la agonía de Ivan Ilich, el personaje de Tolstoi, un perpetuo delirio las páginas del extravío de Kit en el desierto en El cielo protector. Una continua expiación La sirenita de Andersen y El cumpleaños de la infanta de Oscar Wilde.

Por estas razones, por otras que sé y otras que ignoro, quise volver a escribir los cuentos de hadas. He bebido la belleza de los libros y las películas y quisiera devolver un poco, darla a los otros, y que en mis páginas otros encuentren la belleza, y que cierta princesa cierre el libro y se diga que ahora puede dormir y sus sueños sean felices.

Entre 1991 y 1997 escribí diez versiones de los cuentos de hadas, que fueron publicadas por Panamericana Editorial bajo el título de Caperucita Roja y otras historias perversas.6 Aparte de la versión de “Caperucita Roja”, tal vez la más lograda y que con toda razón le da título al libro, hay una sobre el Rey Rana, que ya no es rey ni nada sino un sapo miserable que se traga las princesas y todas las mujeres del reino en “El sapito que comía princesas”. Otra versión trata de los tres cerditos que apalean al lobo que tantas casas derribó en el pasado con sus soplidos pestilentes. Otra es la nueva versión de “La princesa y el guisante”, pero con pulgas en vez de guisante, y príncipe idiota y complaciente. A pesar de ese cuento tan terrible de Perrault, un Barba Azul muy dulce, muy tierno, me condujo a “El señor de la barba azul”. La imagen de la Bella Durmiente domina el libro y merecería unas cuantas páginas: una Bella Durmiente, muchacha en una época y abuela ahora, ya momificada, se exhibe en el castillo como una curiosidad y el dinero de las entradas mantiene la economía del reino, otra finge dormir porque es bizca y otra es princesa de un país donde todos duermen como bellos durmientes. A medida que la lectura avanza, las versiones son menos fieles al original, las zapatillas de cristal se convierten en pantuflas, las princesas se largan con el mismo diablo porque no soportan el asedio de los estúpidos pretendientes y los príncipes se sumergen en una gordura y una infancia eternas. Entonces resulta imposible identificar el punto de partida y se llega a una historia totalmente disparatada.

Me gusta parodiar, volver a contar lo contado, imaginar un sapo que nunca consigue convertirse en el príncipe que habita su corazón, un gato con botas que tiraniza a su amo, un país donde todos duermen de manera profesional, incluso las bellas, dentro y fuera del bosque. Me gusta imaginar paraguas para los pies y leones que rugen para adentro, nubes que se sumergen en el fondo del mar y peces muertos de sed, muchachas que enloquecen dentro de un espejo y personajes que se liberan de las páginas para saborear el mundo de carne y hueso. Es decir, invento otro mundo, que sostenga el mío, el que llevo a cuestas entre la gente de carne y hueso día tras día y noche tras noche. Es decir, otro mundo que me permita continuar en éste. Otro mundo que a la vez festeje a la realidad y se regocije con sus elementos. Otro mundo que pretendo hermoso porque la sola belleza ya es una razón para vivir. Brujas y ángeles, dragones y gatos, unicornios y vampiros, árboles de candela y leones que escriben cartas de amor, me acompañan en la búsqueda de libros y amores, imágenes y frases, sueños y dichas. Creo con firmeza que la imaginación sostiene al mundo.

Caperucita Roja me lleva de la mano. La sigo a todas partes con los ojos bien abiertos. Como mi personaje, soy un profundo admirador de la belleza, un lobo inofensivo. No sé si ella lo lamenta o celebra. Ahora espero que me lleve a la parte más profunda del bosque.

 

Notas

  1. Ponencia presentada en Caracas durante el I Coloquio Internacional de Literatura Infantil y Juvenil el 7 de octubre de 1993.
  2. Bruno Bettelheim, Psicoanálisis de los cuentos de hadas, Barcelona, Grijalbo, 1984, p. 242.
  3. Ibídem.
  4. Ibídem.
  5. Op. cit., p. 239.
  6. Bogotá, Panamericana Editorial, 1997.