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“El baño turco”, de Jean-Auguste-Dominique Ingres (1862)Las mujeres perdidas

Pequeños cuerpos

Los niños entraron a la casa y destrozaron las jaulas. La mujer encontró los cuerpos muertos y enloqueció. Los pájaros no regresaron.

 

La cosa

Sucedió en el cine, mientras gritaba de miedo. Lo traje a casa, perturbada. Creció dentro de mí monstruosamente y luego me desgarró.

 

Ceremoniales

Las esposas reciben en la noche el tibio esperma de los maridos borrachos, luego ronquidos hasta la herida del alba. Se lavan con sueño el sudor de los senos fatigados, se hurgan con asco, con descuido. Les duele la oscura matriz mientras limpian el piso arrodilladas, mientras recogen la porcelana rota, las camisas sucias, el polvo, y el insecto de la desdicha las carcome sin ruido. En el tedio o la siesta se consumen, las revistas monótonas, la radio en el buzón sentimental, el noticiero de las siete, el hueco que dejan los años. A las once piensan en los cuchillos. En la puerta alguien con torpeza golpea.

 

Maltratos

Las mujeres preñadas por el viento al voltear la esquina, muerden la almohada de la rabia mientras el monstruo crece. Se escarban sin lástima el sexo a la hora de la higiene, se buscan con ansia en los espejos, se ahogan en la baba del espanto. Se les ve pálidas al alba de una esquina rota. El viento las arrastra.

 

Anteojos de carey

De él sólo conservaba la última carta y los preciosos anteojos de carey. Había olvidado su sonrisa tan pronto quemó las fotografías, las corbatas, los pañuelos, los calcetines. Había olvidado la esquina donde él la conoció, el hotel barato donde él la corrompió, los dientes de ratón en sus teticas de perra, la lengua hambrienta entre sus dedos, las preñeces malogradas. Había olvidado la loción penetrante, las hojillas de afeitar, el perfecto bigote y su manera de nombrarla. Conservaba la hermosa carta sin reproches, en tinta verde, y en la oscuridad acariciaba los preciosos anteojos de carey mientras gemía sin llanto. Había olvidado la descascarada mesita de noche donde encontró los anteojos y la carta, pero no el cuerpo despavorido que se balanceaba mansamente, como un trapecio solitario, pendiente del lazo.

 

Devoción

La devoción con que me lame no oculta el resplandor de sus colmillos.

 

Entre la hierba de las sábanas

Duerme como las fieras que se lamen los bigotes después del festín.

 

La prueba

Me miró con lástima cuando le dije que estaba dispuesto a cumplir la prueba de cortar a medianoche una rosa de su jardín. El rumor de la desaparición de sus novios sólo era una calumnia más de las mujeres que envidiaban su hechizadora belleza. Los perros ladraban furiosos, reluciendo sus amenazantes colmillos y tensando hasta el martirio las cadenas, mientras la mujer me conducía de la mano hasta la puerta. Hizo un gesto y los perros escondieron el rabo entre las piernas y se enroscaron como serpientes.

Volví a la medianoche, arrojé la cuerda y salvé el muro del jardín. Corté la rosa y entonces los perros me rodearon sin hacerme daño porque ya era uno más, con rabo y colmillos. Mientras me revolcaba de dolor sobre la tierra, entendí que el mensaje de sus ladridos no era de amenaza sino de advertencia, y escuché el llanto de la mujer en el fondo de la casa.

 

La enamorada del guerrero

El viento trae el perfume de los duraznos hasta la ventana abierta. La noche es tibia. La mujer peina sus cabellos y se unta de aceite hasta los pies, ansiosa de otras noches de amor. Aún no sabe que el cuerpo del guerrero se pudre en el campo de batalla.

 

Vida salvaje

La niña atrapó al insecto de un zarpazo y lo devoró en un santiamén.