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Tres postales de Buenos Aires (1)
Dragón en zona de niebla

La ciudad me recibe a cero grados. Exhalo como un dragón y las manos me humean. El frío es tan intenso que las piernas y los dedos de los pies me duelen. Pero estoy feliz, recargado por el entusiasmo del viaje, mi Flouxetina. Y más cuando se trata de un destino tan bello, que responde con creces a su fama. Con razón los argentinos son tan creídos, con una ciudad así quién no, y con el tango, invento divino, y su dominio del fútbol, y su literatura, su Borges, su Cortázar, y los vinos, y la carne, y los cueros, y los caballos. Son altos, blancos, de ojos claros, no los caballos sino los argentinos, los porteños, digamos, porque entiendo que en provincia la fisonomía es otra. Habrá enanos pero todavía no tropiezo con el primero. No hay negros. Los mató la fiebre amarilla. No hay indios. Los exterminó el blanco. Se dice que los latinoamericanos descienden de los indios pero los argentinos, en concreto, descienden de los barcos. “Descendemos de los pobres de Europa”, me precisa Graciela Gálmez tres días después en el restaurante Plaza España. Argentina, como México, ha sido un país abierto a los inmigrantes. Colombia, no. Venezuela, ahogada en petróleo desde el principio de los tiempos, sí. Sarmiento, para quien gobernar era poblar, impulsó con firmeza la inmigración en la inmensa Argentina. Para corroborarlo basta con revisar los apellidos en el directorio telefónico de Córdoba o Neuquén, La Plata o Buenos Aires.

Ciudad bella, como Santiago de Chile, donde también estuve en invierno. Todo mundo va con abrigo, guantes, bufanda y gorro. Unos y otros, chilenos y argentinos, tan opuestos en su idiosincrasia, visten bien, con lujo y elegancia, dando a la ciudad una imagen que se me antoja europea. Los argentinos, extrovertidos y arrogantes, hablan recio, con ese acento que los distingue en cualquier parte del mundo, y en su conversación resultan tan musicales como los mexicanos. Los chilenos, en cambio, tímidos y tan desabridos como su comida, hablan pasito, abreviando y desfigurando las palabras, y casi no se les entiende. Las mujeres de uno y otro lado tienden a alargarse, digamos, y abundan las rubias. Mujeres bellas, es cierto, pero envejecen mal. Las nuestras aguantan más, sobre todo las morenas y las negras. No hay por aquí esas morenas que te quiebran el alma. No hay por aquí esas tetas que llenan la mano ni tampoco esos culos que tanto nos gustan en el trópico. Pero se dan bonitos, en un estado de perfección que madre mía. Un dato curioso que me asombra: se dice que las chilenas son las mujeres más infieles del mundo, incluso más que las nórdicas, quién diría. ¿Será el frío? ¿Será la lejanía? ¿La escasez de frutas? ¿O la falta de sazón de sus comidas? ¿O el alto índice de suicidios? ¿O esta costumbre nacional será una consecuencia de la primera? En todo caso, supe el dato demasiado tarde, cuando ya había volado de Santiago. ¿Qué dirán de las porteñas?

Yo vengo del páramo pero este clima de Buenos Aires es otro cuento. No es que sea una temperatura insoportable, de ninguna manera. Pero la niebla habla. Hay letreros de advertencia: Zona de niebla. Qué bello, como para el título de un libro. Podría decirse que estoy en casa. Más helado, más cortante y puede adormecer las manos, pero es casi el mismo viento de Pamplona treinta años atrás.

Me parece que los argentinos fuman demasiado, sobre todo los jóvenes. Con este invierno no es necesario un cigarro para echar humo. La última encuesta del Ministerio de Salud revela que la mitad de los chicos empieza a fumar entre los doce y los trece, y un cinco por ciento entre los ocho y los nueve, y las razones son el estudio, el aburrimiento o algún problema. Encuentro esta frase de un adolescente en una revista: “No tengo nada que hacer y me prendo un cigarrillo”. Otra razón es el peso corporal, sobre todo en las mujeres. Fernando Verra, miembro de la Asociación Argentina de Enfermedades Respiratorias y director del consultorio especializado para dejar de fumar de Lalcec, instituto dedicado a la lucha contra el cáncer, remata: “Hay una relación muy estrecha entre la ansiedad, la depresión y el consumo de tabaco”.

Voy de la niebla y el humo a la fundación mítica de Buenos Aires. Lilian Fernández Hall me envía desde Estocolmo algunos datos históricos. Pedro Mendoza fundó el Puerto de Nuestra Señora de Santa María del Buen Ayre en 1536. De rica y noble familia, don Pedro había acompañado a Carlos I en las campañas de Italia, Alemania y Austria. Por allá le fue bien, pero acá, continuamente acosado por los indígenas, encarnizadamente hostiles, enfermó y quiso volver a España. Murió en alta mar. Tanta ansia de gloria, carajo, y el 24 de junio de 1537 terminó en la barriga de los peces. En 1541 la Corona Española decidió abandonar la ciudad luego de una hambruna que exterminó a la mayoría de sus habitantes. Se dice que entonces, sitiados por los indígenas, los españoles se vieron obligados a comerse “la carne de los que morían”. Cuando dispersaron a los nativos, ya habían muerto alrededor de mil españoles. En 1580 Juan de Garay realizó una nueva y definitiva fundación bajo el nombre de Ciudad de la Trinidad. Tres años después, Garay participó en una expedición que se extravió en la selva misionera y fue exterminada por los indios guaraníes, cerca del antiguo fuerte de Caboto.

Fabio Jurado me recuerda por correo la otra cara de la moneda: las epidemias que trajeron los blancos y que exterminaron sin misericordia alguna a los indígenas. Sólo quedaron los indios tucumanes. A Mercedes Sosa, famosa tucumana, aún se le siente el dolor de esta raza bravía en la voz. Fabio me habla del tucumano Cruz, que jugó en el América y fue un goleador famoso. Nunca lo vi jugar. Ni siquiera conocía su nombre ni me interesa el fútbol. Pero lo imagino disputándose a muerte el balón en el campo de batalla.

En fin, en este y otro sentido, hablamos de un lugar como para morirse.