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Locas historias de NumanciaLocas historias de Numancia

En Numancia supe de un hombre que se arrancaba la cabeza por las mañanas y la llevaba al mercado en una cesta de mimbre. No lo vi, me lo dijeron. En Numancia, sucia y polvorienta, muy al norte, entre Puerto Escondido y Magallanes, pues en aquella época de mi vida iba por todas partes. Escribía sobre ciertos amores desgraciados una novela que nunca publiqué y durante algunos meses, hasta que perdí credibilidad, fui corresponsal de El Pregón.

El descabezado, perseguido por las abejas, no se equivocaba de camino ni tropezaba con nadie. Las abejas, aunque enloquecidas por el dulce olor de la sangre, no se atrevían a tocarlo. La cabeza se mantenía con los ojos abiertos, y el cuerpo, separado, le obedecía. Se dice que la cabeza probaba las frutas y todo el cuerpo aprovechaba, no entiendo cómo. La gente de Numancia no se hacía esta pregunta.

Cosas raras sucedían en Numancia.

El hombre se unía a la cabeza todas las noches. O a su cuerpo, no sé bien dónde quedaba el hombre. El suceso ni siquiera le extrañaba a su mujer, Jacinta Antúnez de Altagracia, nombre bonito y raro, como ella misma. Así llamé a uno de los personajes de mi frustrada novela, la mujer del teniente Perico, una ninfómana feliz.

Nunca olvidaré a Jacinta.

Cuando la entrevisté para El Pregón no conseguí sacarla de su cordura, de su estado de felicidad. De negro, con botas y sombrero, imaginé que había amarrado el caballo junto a la puerta del bar. Para mi asombro, saboreando otro aguardiente, dijo refiriéndose a su marido:

—Creo que esa cabeza no es la suya, y conozco bien todo lo suyo.

Pedro Altagracia perdió la cabeza en la llamada Guerra del Garabato y, asustado y confuso, se puso la primera que encontró. Había sido un mujeriego empedernido y, según Jacinta, perdía la cabeza por cualquier palo de escoba con faldas que se le atravesara. Pero esta vez la perdió en el fragor de la batalla y no pudo encontrarla.

—¿No lo notó raro?

—Sí, antes no usaba bigotes —dijo la mujer, y se zampó otro aguardiente—. Pensé que los bigotes lo hacían ver así. Bigotes de general. Por acá no llega El Pregón pero, de todos modos, cámbieme el nombre y no me ponga tantos años.

—¿No le pareció extraño que perdiera la cabeza?

—Qué va. El compadre Eudoro perdió un brazo y lo encontró tres días después en el bar del tuerto López con una botella de cerveza en la mano y más de cuarenta moscas muertas —explicó Jacinta—. El año pasado perdió a la mujer, mi comadre Evelina, que en paz descanse, y la que encontró de reemplazo le ha salido bastante buena, una tal Anastasia de los Santos. Loca, pero bastante buena. Cierta vez perdió una oreja, como le pasa a los pocillos, y muchos hombres le echaron el cuento. A la oreja, ¿se entiende? Cuando recuperó la oreja, Anastasia hizo caso de todos los cuentos. El compadre Eudoro echaba chispas de la piedra pero la perdonó porque la mujercita no tenía la culpa de los extravíos de la oreja.

“Sufro al pensar que el destino logró separarnos”, cantaba María Luisa Landín mientras Jacinta desabotonaba un botón de su blusa y se aireaba con el sombrero.

Le tomé unas fotos para acompañar la entrevista y me despedí. Curioso: la mujer exigía anonimato pero quería ver su foto en el periódico. En el hotel encontré una noticia del doctor Parra, dueño y señor de El Pregón: debía viajar de inmediato a Sacramento, donde había aparecido un nuevo hijo del obispo Cienfuegos, que se estaba viendo a gatas para apagar los incendios del escándalo. Trabajé el resto de la tarde y envié el material al periódico, con el rollo recién tomado, cinco minutos antes de que cerraran la oficina del correo. Una muchacha negra, muy bonita, descalza, me atendió con extrema delicadeza y algo de coquetería. A su lengua larga, oscura, que imaginé en ciertas partes de mi frágil anatomía, a esa hora todavía le quedaba saliva para mojar las estampillas. La invité a un café en la esquina.

—Me sabe a goma —dijo la dueña de la lengua—. Hasta la sopa se me pega al paladar.

Mientras la muchacha ordenaba la oficina y buscaba a gatas sus zapatos, le hablé de mi trabajo, del descabezado, y me dio otros datos que por desgracia ya no pude incluir en la entrevista. Olía bien, olía a negra. Dijo que tenía un niño de meses y era la hora del tetero. Aseguró las rejas de la puerta con cadena y candado. Acomodó un morral sobre la espalda. Nos despedimos con una sonrisa y se trepó a una bicicleta. Navegué en su perfume hasta que dobló la esquina. Y ahora qué. Por un momento me sentí perdido, como una mosca en el mapa del mundo.

Aparté el pasaje a Sacramento para el día siguiente y volví al hotel. Me fumé un Pielroja mientras garabateaba unas notas. Comí en el mismo hotel y salí a beber cerveza en El Niño Bonito. La gente se pone muy habladora en los bares. Les extrañaba que me interesara tanto en la historia del descabezado, pues no era la primera vez que se presentaba un caso así en Numancia, y hablaron del finado Sebastián Flores, quien perdió una pierna al rodar con su caballo por el Páramo de las Hermosas, una vez que venía de la guerra, victorioso y cubierto de medallas. Con un tiro terminó la agonía del caballo y esperó hasta el amanecer para que lo rescataran. El caballo le había molido la pierna y se la amputaron.

Como todo el que ha perdido una parte de su cuerpo, Sebastián Flores extrañaba la pierna, el mismo cuerpo también la extrañaba. Le rascaba la pierna que no tenía. Hasta gritaba cuando alguien se la pisaba. “La sensible”, le decía. Antes pateaba perros y puertas y ni se mosqueaba. Enano, mandón y de malas pulgas, así lo recordaba todo el mundo. Antes de la guerra había sido famoso en el circo de los hermanos Pijao.

Un sábado por la mañana, sábado de mercado, de súbito, apareció con su pierna. La suya o una muy parecida. Y bien parecida, porque estaba como para un reinado. “Estás contento, Sebastián”, le decía todo el mundo, sin averiguar dónde la obtuvo. “Estás contento, Sebastián”, así se dice en Numancia cuando alguien encuentra una cartera sin dueño, un empleo seguro, una mujer complaciente. “Estás contento, Sebastián”, es una expresión muy popular y funciona para casi todo. El enano no volvió a trabajar en el circo pues la nueva pierna no seguía el ritmo de la otra en las acrobacias. O de las otras porque, según las malas lenguas, Dios lo había equipado tan bien que no parecía desplazarse en dos sino en tres piernas. No se afligió Sebastián Flores. Aparte de una leve cojera que se confundía con el caminar propio de los enanos, se veía bastante bien. Siguió haciendo de las suyas, pateando puertas y perros y enamorando damiselas con más ahínco, con éxito envidiable, pues a sus virtudes de nacimiento se agregaba ahora su prestigio de héroe de guerra.

—No hay mal que por bien no verga —dijo alguien.

—Eso no es nada —dijo otro­—. María Luisa perdió al marido y ahora tiene dos.

Me contaron otras historias, tantas que no supe si me vacilaban, si las inventaban sobre la marcha. Suficientes, en todo caso, para otra sabrosa crónica y, de paso, para sugerirle un aumento al doctor Parra. Me emborraché aquella noche sin gastar un centavo: la gente estaba contenta de encontrar una oreja dispuesta. Una mujer me esperaba a la salida del bar. Jacinta Antúnez de Altagracia, la misma.

—Ya dormí la perra —dijo, refiriéndose a la borrachera de la tarde. Lucía fresca y se había cambiado de ropa­—. Aquí me tienes, forastero, recién bañada y sin calzones.

Había dejado el sombrero en casa y su cabellera rojiza se derramaba pródiga sobre su espalda. Me dio un beso sin pedirle nada y quiso contarme la historia del pirata de la pata de palo.

—Como te gustan tanto esas historias de gente que se quita sus partes. ¿Qué nombre me pusiste?

—Azucena Nieves.

—Virgen del Carmen —exclamó—. No van a creerte. ¿Tú me crees?

Dije que sí.

­—¿Crees en todo lo mío?

—Sin duda alguna —juré, extasiado en la visión de sus volúmenes.

Me contó en el parque, muerta de la risa y saboreando una limonada, la historia de la caja de dientes de la tía Serafina, y por poco me duermo sobre su hombro. Había bebido como un caballo.

—¿Quieres dormir en el valle de mis senos? —preguntó—. Lázaro, levántate y anda.

Me enseñó algunas calles amadas. Me clavó las uñas en el brazo cuando un gato nos dio un susto de muerte. Se le soltó una palabrita: “Malparido”. Me acosó contra un árbol y me palpó la entrepierna. Bendito gato.

—Déjamelo cuando te vayas ­—bromeó—. Los colecciono en cajitas de plata.

Se desató la lluvia y la mujer bailó descalza en mitad de la calle. La rescaté para secarle los cabellos con mi pañuelo.

—Tengo una escena así en mi novela —dije.

—Qué honor, señor escritor.

—Los personajes se conocen en un aguacero y se enamoran para siempre.

—No sabía que escribías novelas.

—Sólo una, La mirada del miope, pero sigue inédita.

—Mal título, si preguntas mi opinión. ¿Por qué no El tuerto miope? O algo más romántico, El tuerto orina bajo la lluvia. O Los tuertos mueren de pie bajo la luna llena. No me hagas caso.

Le pregunté si podría verla otra vez, si alguna vez viajaría a Sacramento, si alguna vez dejaría al marido, y a todo dijo que no.

—Soy honrada, ¿qué crees? —y soltó la risa—. Otro hombre sin amor.

Una risa de agua, que recorrió su cuerpo como una lengua.

Cabía muy bien en su vestido rojo. Me pidió que le calzara las sandalias. Rendido ante la belleza de sus pies, me pareció que era la mujer de mi vida. No me permitió acariciarle las piernas, pero insinuó que fuésemos al hotel.

—No tuviste una tía Serafina —dijo, sentándose a la orilla de la cama.

—No.

Sintió lástima de mí porque añadió:

—Sólo puedo quitarme la ropa.

—¿Qué más se puede pedir?

—Que pierda la cabeza. ¿No es lo que sueñan todos los hombres? Tenemos una puta que se quita las tetas, si quieres.

—Cállate.

—¿Oíste la historia del tuerto Altamira?

—Cállate.

—Cuando viajaba, dejaba el ojo en casa para espiar lo que hacía su mujer con otros hombres.

—¿No vas a callarte?

—Te pareces a Jorge Negrete.

—¿Quién?

—¿No lo conoces?

Lo tenía todo y bien puesto. Nos divertimos. Levantó las piernas y apoyó los pies en la pared mientras fumaba un Pielroja de mi cajetilla. Volvió a hablar de la tía Serafina, de cuando perdió el nombre, se bautizó como Mariposa y comenzó a comer tréboles.

—Pero eso fue hace mucho tiempo, ya no suceden estas cosas. ¿No tienes una cámara?

Fotografié sus pies, luego sus piernas, su pubis y su vientre. Ocultó el rostro entre las manos para que la tomara toda.

—No más —dijo luego—. Quiero tu lengua.

Entonces la recorrí desde el cuello hasta la punta de los pies y volvimos a enredarnos con igual entusiasmo y regocijo.

—Estás contento, Sebastián —dijo.

La mujer madrugó a vestirse porque su marido desayunaba temprano. Mientras guardaba sus tesoros, se me empezó a anidar un dolorcito en el pecho.

—Jacinta Antúnez —dije.

—De Altagracia, la misma.

Estallaba en su vestido. Me pidió otra vez que le calzara las sandalias. Rendido, quise besar de nuevo sus pies porque definitivamente era la mujer de mi vida, pero no lo permitió. De pronto tenía prisa.

—¿No hay tuertos en tu familia? —dijo—. ¿Ni mancos? ¿Ni desorejados?

Ya en la puerta, le pregunté si no le daba miedo que don Pedro Altagracia la descubriera dando besos a desconocidos.

—Anoche no encontró la cabeza. Se la escondo cuando me conviene. Cabeza que no ve, corazón que no siente.

No me atreví a proponerle que se fuera conmigo, tuviéramos hijos y viviéramos por siempre juntos a la orilla del mar, porque para qué. Quise saber si la lluvia siempre la volvía loca, si la noche de amor le había gustado tanto como a mí, pero no me atreví a preguntar. Mierda, me sentía débil.

—Es difícil ponerle cuernos a un marido con cabeza ajena —dijo.

No la volví a ver.

Tampoco volví a Numancia.

Pamplona, 1993