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Anaconda y Saltarines
Palabras de presentación

Madame Bovary pervirtió mi adolescencia. En vez de María, de Jorge Isaacs, como aconsejaban los manuales de literatura, los dioses me concedieron las páginas de Flaubert al despuntar o despertar (y nunca fueron tan exactos estos verbos) mi atormentada adolescencia. Toda la vida he pensado con asquerosa envidia en el carruaje donde León seduce a la señora Emma Bovary, tan bella, tan trastornada por los libros como el flaco que se inventó Cervantes para que confundiera molinos de viento con monstruos y terribles enemigos. No propiamente en el carruaje sino en los hechos cuya descripción Flaubert se reservó, narrador sabio como ninguno, pero sembró en la imaginación del lector para siempre. Todavía veo la mano que se asoma por la ventanilla y reparte por la ciudad los pedacitos de la carta de rechazo. Porque madame Bovary ha cedido, ha dicho que sí, me ha dicho que sí.

La verdad: hubiera dado cualquier cosa por rescatarla del carruaje de la perdición, arrebatándosela para siempre a ese imbécil. Hubiera dado mi abandonada colección de trompos o mis cometas por sacarla de las páginas del libro, no metafóricamente sino en carne y hueso.

En La Rosa Púrpura del Cairo, un personaje escapa de la pantalla y se enreda con una espectadora. Mia Farrow, en sus tiempos bellos. Me fascina, me encanta esta maravillosa idea. Y espero con ansia que el milagro se repita conmigo, sobre todo cuando Woody Allen contrata a Scarlett Johannson. Woody, amigo mío, ¿qué te cuesta complacerme?

En la escritura juego con estos planos, aspiro a confundir los territorios. A menudo quiero saber cómo me ven o me juzgan mis propios personajes. A menudo, mientras escribo, creo que alguno golpeará a mi puerta. No es un momento dichoso propiamente, pues temo sus reproches. “¿Por qué me hiciste tan desgraciado, tan solo, tan despreciable?”, creo que me dirá. “¿Qué te costaba concederme un poco de felicidad?”. Podría argumentar, ante el acoso, que la felicidad no funciona en estos asuntos. La literatura se alimenta de la desdicha humana. Pero no creo que a un personaje en desgracia le interese el estricto cumplimiento de las leyes de la ficción cuando le toca padecerlas.

Estas ideas me asaltaron hace tres días, cuando vi los libros de Claudia Rueda y Olga Cuéllar, que vienen con dos juguetes, dos personajes, el Amarillo de Anaconda y la niña juguetona de Saltarines. Se trata de dos maravillosos títulos de Random House Mondadori presentados bajo el sello Lumen, con la sabia dirección editorial de María Fernanda Paz Castillo y el siempre fresco y delicioso diseño de Camila Cesarino Costa. Tal es el entusiasmo que le he encargado a María Fernanda una edición privada de Madame Bovary, con señora de carne y hueso para saciar mis fantasías y, si a bien tiene, otra de Lolita, de Nabokov.

Anaconda viene en una caja azul con dos compartimentos: el primero para el acordeón del libro y el otro para el Amarillo, uno de los tres personajes de la historia. Abro el libro y paseo con el Amarillo y el Naranja. Invisible, oigo su conversación como en una película de Tarantino. Dura e intensa porque el asunto es de hambre. “Crucemos el río para buscar comida”, oigo que el Naranja le dice al Amarillo. Y atraviesan el azul de las aguas por un puente verde mientras hablan de la misteriosa Anaconda. El Naranja, adelante, habla y habla, mientras el Amarillo lo sigue, silencioso y perplejo. Al final me quedo con el Naranja. ¿Y el Amarillo? Ha desaparecido. ¿Qué pasó? La prudencia me impide revelar mi sospecha. Me reservo el final de la película, por una parte, y por la otra, dejo que el lector enfrente su propia y riesgosa aventura en estas páginas. Le aconsejo que extienda el acordeón y resuelva el misterio bajo su propia responsabilidad.

Pasa en casi todos los libros: me plantean un misterio y a veces lo resuelven con gracia. Los lectores somos gatos muertos de la curiosidad, y la curiosidad mató al gato. Con Anaconda, la experiencia de leer va más allá del texto, más allá de la imaginación. El personaje salta de las páginas y entra a mi espacio. El Amarillo, la criatura concebida por la fantasía de Claudia Rueda, ahora tiene cuerpo y calor. Es suave. Es bello. Me acompaña. Nunca antes la literatura había sido tan cierta y tan maravillosa, tan consoladora. El Amarillo me pregunta al oído si el editor es su papá, pues surgió de las páginas de un libro, y le respondo que no se preocupe, que su mamá es Claudia Rueda, que no lo tuvo en la barriga sino en la cabeza, y que en este mundo y en los otros lo que importa es la mamá. En la noche el personaje vuelve a la caja del libro, descansa mientras duermo, descansa y me aguarda. Qué deliciosa se me antoja su espera. Qué reconfortante me resulta hacerlo parte y cómplice de mis días y de mis noches, de las horas que respiro, entre la desolación y el delirio, por los caminos de esta tierra de nadie.

Si Anaconda es una película de Tarantino, Saltarines es una comedia. Estos libros son puro cine, puro movimiento, ritmo, música. Sólo faltan las palomitas de maíz para completar una jornada memorable.

Saltarines, de Olga Cuéllar, viene en una bolsa con un costado naranja y otro transparente, como una casa con vista al mundo, con libro y personaje a la vista de todo el mundo. Abro el libro y solamente encuentro imágenes: una niña salta con la cuerda de la dicha. Escribe sobre la hierba, con sus brincos, el poema de la alegría. Una niña, una muchacha, una bruja, tal vez la misma Olga Cuéllar. Una cabra, un conejo, un mono y un topo se unen al juego página tras página. Saltan, vuelan, caen y se van muertos de dicha.

No hay palabras pero hay una historia, no hay palabras pero hay música y movimientos. En asuntos de amor no siempre se precisan las palabras.

La niña escapa de las páginas tal cual, con su sombrero rosa, con su graciosa vestimenta, con sus botas, con su cuerda. Viene a saltar conmigo. Subimos al cielo, caemos sobre la hierba, uno en brazos del otro, y la música nos atrapa, nos enreda, nos envuelve. Está conmigo: no la imagino, la veo, es parte del juego de la vida.

Estoy menos solo.

Gracias, Olga.

Gracias, Claudia.

Por el consuelo.