Una mañana en Castilla

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Se requieren años para conocer un lugar, por más pequeño que sea. Me refiero a que un secreto se resiste, precisa de nuestra paciencia y, más que todo, exige merecimiento. Quiero decir que debemos ser dignos de tal privilegio.

Sabía de esta ciudad desde hace años, a pesar de su nombre de recién inventada, Castilla la Nueva. La había soñado, la había fabulado. Pero la realidad nunca corresponde a nuestras fantasías, no es posible, es otra cosa. A veces mejor y casi siempre peor.

Castilla la Nueva ha sido una decepción, por supuesto. Las regalías del petróleo la harán crecer sin gusto o con el espantoso delirio de los ricos que no saben qué hacer con el dinero fácil. Me dicen que fluyen por igual el dinero y las malas reputaciones. Parece que hasta la Virgen escapó porque encontré su nicho vacío. Un cosquilleo me recorre apenas imagino el paisaje nocturno.

He venido de prisa, por una sola mañana, desde Villavicencio, y a mis palabras no las sostiene el peso de la experiencia, de la paciente mirada. Es posible que no vuelva y que nunca conozca los verdaderos encantos de este territorio. Un día más y la naturaleza de este texto será otra, un mes más con sus días y sus noches y el cuento será otro. El viajero confiesa el pecado de la prisa y acepta el riesgo de las primeras impresiones.

A pesar del deseo, ha sido el azar quien me ha traído. Mi viejo amigo Jaime Fernández tiene un largo trabajo pendiente con bibliotecas, cuentería, talleres de pintura y danza y otras fiestas. Me invité sin pudor y me subí a la camioneta, cámara en mano, y me dediqué a recorrer las calles mientras el editor, periodista y promotor cultural Jaime Fernández Molano cumplía sus compromisos. Busqué a Castilla la Vieja y la encontré en el río, en los perros callejeros, en los caballos de carga, en ciertas puertas abiertas, en ciertas miradas recelosas, en la muchacha que desayunaba recostada en una silla apoyada en la pared, en la lluvia fugaz y los pájaros.

Se dice que todo azar es una cita.

Y el azar borra este lugar de la libreta de mis antojos.

Hace apenas una semana estaba en plena selva, navegando feliz por el Amazonas hacia Benjamin Constant, un pueblo de Brasil inundado, una jodida Venecia sin esplendor alguno, y hace un mes recorría extasiado la ciudad de los deseos, Nueva York. Al Amazonas fui por un compromiso de trabajo y cierta curiosidad, a la Gran Manzana por un asunto de terquedad. Qué abismos separan estos territorios, donde hasta las palabras son otras.

Ahora, al menos, como y sueño en mi propio idioma.

Anoche dormí cerca de Villavicencio, en el cuarto de invitados de la casa de Jaime Fernández, llamada El Aleph, un espacio mágico resguardado por tres perros, un gato y unos cuantos árboles que juguetean con el viento. Jaime, su mujer Doris Gallego y su bella hija Nicole van para ocho años en este país de libros, pinturas y hamacas. Es la tercera o cuarta vez que duermo en este cuarto, que se volvió demasiado ruidoso: el incesante chorro del petróleo alborotó la carretera. Los carrotanques no dan tregua. Dormí a ratos, más satisfecho que feliz. Vine a Villavo a cumplir con el compromiso de lanzar mi libro de poemas, Mujeres. El editor Jaime Fernández, pilar de Entreletras por un cuarto de siglo, hizo un magnífico trabajo. El acto salió de maravilla, tranquilo e íntimo, sin alborotos, sin incomodidades, con un público amoroso y atento. Jaime Fernández leyó un bello e indiscreto texto, una cálida radiografía de nuestra larga amistad. Afirmó, entre otras cosas, que ahora recorro más países que mujeres. Maldita sea. Henry Benjumea se encargó de las generosas palabras de Juan Manuel Roca sobre Mujeres (porque el poeta voló ayer en carne y hueso a Los Ángeles) y luego leí una docena de poemas. Conversé con el público y me sentí bien, muy tranquilo. Uno siempre espera que llegue el rencoroso, el tipo que quiere armar polémica, que le urge expresar las terquedades que no le dejan decir en casa y que confunde la sala de conferencias con una cantina, pero anoche ese tipo se quedó en otra parte. Firmé ejemplares y saludé a viejos conocidos. Hablé con el fotógrafo Constantino Castiblanco y extrañé al poeta Casadiego. En otras palabras, puse al día el cuaderno de los chismes. Eso fue todo. Fuimos a comer al aire libre y luego a dormir.

Dormir es un decir. Tenía pendiente este viaje a Castilla y, aparte del intenso tráfico, los perros ladraron inquietos largo rato. Cuando Jaime tocó a la puerta en la madrugada, lo sorprendí porque ya estaba listo, con el morral y la cámara. Salimos temprano y por el camino recogimos a los jóvenes que trabajan con don Jaime. De inmediato hicimos unas cuantas bromas porque su columna sobre el movimiento cultural en Castilla la Nueva apareció esta mañana en el periódico local en la misma página de los bandidos más buscados del País del Sagrado Corazón. Un lector desatento puede confundir la foto de Jaime e ilusionarse con la recompensa. Nos imaginamos haciendo la llamada millonaria. “Lo vimos con el alcalde de Castilla y otros cómplices”, dijo uno. “No tienen que darse prisa porque es gordo”, dijo el otro. El apaleado periodista se defendió como tortuga patas arriba y mantuvo el acelerador a fondo, adelantando carros con delirio de adolescente y osadía de motociclista. “La cultura y otros crímenes”, suspiré. El humor todavía es gratis, por suerte. Disfruté de los verdes del paisaje mientras avanzábamos a cien por hora por una carretera bien conservada, que de pronto se apartó del ramal principal y se hizo plácida y acogedora. Me siento rebosante de sabiduría: no hay derrumbes en Los Llanos y la línea recta es la distancia más corta entre dos puntos. Señoras y señores, aquí terminan las montañas y comienza la plenitud del llano, todo un mundo que mis ojos desconocen.

A la entrada de Castilla la Nueva, los árboles de lado y lado de la carretera se inclinan hasta juntarse y forman un túnel rumoroso que no había visto en ninguna parte. Ese glorioso paisaje y un encuentro tierno y feliz cuyos detalles mantendré en mi memoria salvan este día que, al estilo de Lewis Carroll, marcaré con una piedra blanca.