Garota de Ipanema. Fotografía de Triunfo Arciniegas, 14 de febrero de 2013Las garotas de Ipanema

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Tengo una cosa rara, una raíz amarga, un animal que me carcome. No es fácil viajar. Se percibe en el aire la fragilidad. La vida fácil está en casa. Pero no puedo conformarme con ese dulcísimo vientre que es mi amada casa, repleta de libros y belleza. Nunca lo he hecho: conformarme, resignarme. Hace apenas dos meses, a principios de diciembre, estaba en las playas de Puerto Vallarta, en México lindo y querido, y leía una esplendorosa biografía de Patricia Highsmith recién comprada en Guadalajara. Hace un mes estaba en las playas de Cartagena de Indias, la ciudad amurallada, esplendorosa y miserable. Llevé a René a conocer el mar, cancelando así una deuda muy antigua, y me leí Carol y la mitad de otra novela de Patricia Highsmith. Ahora estoy, gracias a los dioses, en las playas de Rio de Janeiro leyendo a Fonseca en portugués, escribiendo y tomando fotos.

Ayer me desperté temprano y subí las entradas de siete blogs. Escribí sobre el carnaval como una bestia de mil cabezas para Ficciones, mi blog más personal, y subí el texto con una foto de antier: una muchacha casi desnuda que baila en mitad de la calle, en una sopa hirviente de cuarenta grados. Luego salí a fotografiar las pintadas de las retorcidas calles de Santa Teresa, o las calles pintadas de Santa Teresa para decirlo con exactitud, hasta bajar al centro. Con semejante calor terminé en Cinelandia, pasando por zonas deprimidas y malolientes. La miseria tiene su podrido aroma. Dos vagabundos tristes miraron con codicia mi cámara, el riesgoso e imprescindible lujo de mis viajes, sin mencionar el portátil y el par de discos duros, y huí espantado. Pasé por una caseta de libros de segunda, mi último coto de caza, ya en un territorio más seguro, pero su dueño no abrió. Supongo que se embriagó en el carnaval con los dólares que le di el otro día. Me hubiera gustado conversar con él y comprarle algo más de Rubem Fonseca o Lygia Fagundes Telles. Sé que tiene varios títulos de Clarice Lispector, una novelista famosa por su dificultad. Estuve buscando en el centro de Rio de Janeiro una casa de cambio, pero me dijeron que todo seguía “fechado” en la avenida Rio Branco. Me aconsejaron que fuera a Copacabana. Tomé el metro hasta la estación Cardeal Arcoverde y cambié trescientos dólares en dos casas distintas. De dos, el dólar bajó a 1,95 reales en estos días: la devaluación me costó cinco coca-colas personales. Compré agua y un remedio para la tos, que me sigue azotando. Y busqué un pozo de sombra en la avenida Atlántico (que separa la playa, el mar y la ciclovía de los edificios y los hoteles más caros —léase quinientos o más dólares por noche) para escribir un rato. Tengo una idea que puede funcionar, algo que soñé hace dos o tres noches. Volví a ver a mi viejo amigo Carlos Drummond de Andrade y nos tomamos otra foto. No bebe desde el 17 de agosto de 1987 y entiendo que tampoco fuma. No dice nada. Pero sus antiguas palabras me estremecen hasta los huesos: “¿Por que Deus é horrendo em seu amor?”. La última línea de “A Santa”, el poema sobre una mujer sin nariz que hace milagros. Parece un recuerdo de la propia niñez del poeta. Él y otros muchachos le llevaban alimentos y ofrendas a la santa y la contemplaban petrificados de miedo. No dice nada, pero sigue ahí, firme, de espaldas a la playa, muy sereno y seguramente muy feliz porque todas las muchachas lo abrazan para tomarse una foto.

Me divertí con la cámara el resto de la tarde. Recorrí toda Copacabana, hasta el hotel donde me hospedé en 2010, y una parte del otro lado del paraíso: Ipanema. Una mujer se me acercó pero no entendí su conversación. Le dije que no hablaba portugués y dejé que se fuera. Tal vez buscaba un cliente o tal vez sólo quería que le tomara una foto. De alguna manera nos hubiéramos entendido, pero no me inspiró confianza. Al contrario de Blanche Dubois, el personaje de Un tranvía llamado Deseo, nunca he confiado en la bondad de los extraños. Antes de encaminarme a Copacabana, incluso antes de llegar al centro, almorcé (“costeleta do porco”) junto a unos argentinos (uno de ellos con argolla de marrano en la nariz y gruesas arandelas en los lóbulos de sus pobres orejas) pero no les hice conversación, por supuesto, y me bebí una cerveza en la playa junto a unos colombianos muy felices. Vienen de Cali y Medellín. Intercambiaban las trivialidades propias de las personas que no tienen nada que hacer y que llevan ya muchos días viajando juntas. No me dieron ganas de entrar al juego. Me sentí muy extraño, muy solo en Ipanema, con tanta belleza y sin nadie para compartirla. Sigue por acá la Garota de Ipanema con su lento caminado, con su sensualidad, con su belleza perturbadora:

Moça do corpo dourado, do sol de Ipanema.
O seu balançado é mais que um poema.
É a coisa mais linda que eu já vi passar.

Tanta belleza hiere. Tanta piel. Una muchacha abandonó un resto de besos y se humedeció con una ola para apartarse la arena de la tarde. Otra cubrió su esplendorosa preñez antes de volver a casa. La soledad no sabe bien con los lugares paradisíacos. La soledad tampoco sabe bien con el vino y las comidas exquisitas. Se lleva con el tabaco, remedio para melancólicos, pero ya dejé de fumar, maldita sea.

Me tendí en la playa a oír a un cantante callejero, una gran voz, exquisita y educada, después de la magia de la luz de la tarde. Me pregunto cómo pudo llegar a esto, a cantar para gente de paso, por unas miserables monedas. Sus cabellos largos y sus sandalias maltratadas me hicieron pensar en el hombre que nunca fui, desdichado sí pero ya nunca más muerto de hambre, vagabundo sí pero con una casa tibia en el corazón. Oscureció despacio. Luego me levanté y caminé hasta la estación del metro.