Comparte este contenido con tus amigos

Esa mal llamada ciencia-ficción

“2001, a Space Odyssey”, de Stanley Kubrick (1968)

La ciencia-ficción siempre ha sido considerada, incluso hoy en día por extraño que parezca, como un género de fantasía seudo científica. Empezó con Mary Shelley y su Frankenstein, cuando ella concretó los traumas que arrastraba desde la infancia en un monstruo destinado más a infundir piedad que temor, aunque, como siempre, las cosas se entendieran al revés. Aparte de su barniz literario, el monstruo se anticipaba en el tiempo a la creación de una vida humana —extensible a cualquier otro tipo de vida—, toscamente pergeñada debido a que los albores del XIX no eran nuestros tecnificados días, pero muy eficaz respecto a lo que pretendía decir, y en su época pasó, sin pena ni gloria, a engrosar las filas de los llamados relatos góticos; nadie podía creerse aquello, pero actualmente sí, ya que la ciencia lo está demostrando aunque los métodos técnicos sean por completo diferentes.

El otro hito de relevancia histórica lo tenemos en Jules Verne, de quien ya se ha hablado lo suficiente en ese sentido, y más modernamente, en toda la generación de escritores habidos entre las postrimerías del siglo XIX y principios del XX, verdadera edad de oro de la ciencia-ficción; después pareció tener menos gracia porque los descubrimientos científicos daban la impresión de anticiparse, y aun servir de mentores, a las creaciones literarias... Sin embargo, ¿sucedió realmente así?

Nathaniel Hawthorne, sin ser precisamente un escritor de ciencia-ficción, en su cuento La hija de Rappazini, menciona el hecho de que la alimentación puede gestar criaturas alienas a su naturaleza humana, y desde hace un tiempo a esta parte comienza a demostrarse que la alimentación es básica en la estructura de mente y cuerpo: eres lo que comes... Naturalmente no vamos a incurrir en el error de que la fantasía del cuento de Hawthorne haya de tomarse al pie de la letra, tal y como él lo narra, pero la similitud existe.

Muchos escritores de ciencia-ficción han declarado abiertamente, y algunos incluso son científicos como el eminente astrofísico Fred Hoyle, que se han valido de sus novelas para demostrar, burla burlando, las especulaciones aparentemente más disparatadas, pues no es aconsejable que un hombre de ciencia diga según qué cosas so pena de que le tachen de loco, cuando su clarividencia les adelanta a cualquier tipo de investigación racional —ejemplo lo tenemos en el mismo Fred Hoyle, autor de la teoría de que “los cometas eran espermatozoides celestes que fecundaban a los planetas”, teoría que, por otra parte, fue objeto de fuertes críticas hasta ser demostrada, quizá porque en opinión de muchos no se puede ser sabio y novelista de ciencia-ficción al mismo tiempo.

Bastante más cercano a nosotros tenemos a Arthur C. Clarke, quien en su 2010, Odisea dos, revela en el prólogo hechos tan increíbles como que, por ejemplo, cuando se alcanzó la cara oculta de la luna descubrióse un monolito de iguales características al descrito por él en su novela 2001, una Odisea del espacio, habiéndole dado la noticia, estupefacto, su amigo Carl Sagan.

Los ingenuos viajes al espacio exterior del capitán John Carter —Edgar Rice Burroughs y su serie marciana—, que para trasladarse a Marte sale del cuerpo y marcha en espíritu, daban más la sensación de pertenecer al cuento infantil que a otra cosa, con sus princesas a quienes salvar y monstruos a quienes derrotar, pero en esta romántica ignorancia latía un punto desconcertante, no entonces, sino ahora, cuando algunos científicos han llegado a especular con que el pensamiento viaja a mayor velocidad que la luz, habiéndose realizado pruebas experimentales que lo demuestran.

Y, como era lógico, llegamos a Einstein y su teoría de la relatividad... Sin embargo, antes de que Einstein escribiera en 1913 su Idea general de la teoría de la relatividad y la teoría de la gravitación, a la que seguirían tres más en 1915, y en 1917, la mucho más comprensible para el lego, Sobre la teoría restringida y general de la relatividad, el novelista H. G. Wells, en 1895, había ya publicado con un éxito arrollador La máquina del tiempo, ¿pudo haberla leído Albert Einstein?, ¿pudo haberla leído Hermann Weyl, quien en 1918 escribe Espacio, tiempo y materia?

Los escritores visionarios, los escritores profetas —como rebautizarían a Jules Verne—, han abundado en el campo de la ciencia-ficción, anticipándose a muchos descubrimientos... entonces y en la actualidad, y cuando no han sido novelistas han sido investigadores “de campo” como el ingeniero aeronáutico inglés John William Dunne y sus extraordinarias teorías sobre el tiempo y el espacio —que de alguna manera entroncan con los postulados de Einstein—, influyendo Dunne de manera significativa en el dramaturgo J. B. Priestley, parte de cuya obra, la de Dunne, divulga el autor de El tiempo y los Conway de una manera muy literaria, y por tanto, fácil de asimilar, lo que de otra manera sería ininteligible.

John William Dunne, en quien veo también la huella de Wells, escribió en 1927 An Experiment with Time, y decía que el tiempo era multidimensional y que los acontecimientos existen antes de que ocurran en el sentido convencional y que nosotros avanzamos hacia ellos, igual que podemos avanzar hacia un objeto físico o movernos en torno a él. En los sueños, creía, rompemos con nuestra costumbre humana de ver el pasado, el presente y el futuro como una secuencia que discurre en una sola dirección y podemos sumergirnos en un pozo de conocimientos más profundos.

Por su parte Einstein afirmaba que la distinción entre pasado, presente y futuro es una ilusión, si bien se trata de una ilusión muy persistente. El tiempo, decía, cambia con el movimiento de un observador concreto.

Bien, todas estas citas guardan un singular parentesco con las palabras que el protagonista de La máquina del tiempo pronuncia en el primer capítulo de la novela, cuando pretende convencer con sus teorías a un grupo de amigos.

Él menciona al tiempo como una cuarta dimensión: “no existen discrepancias entre el Tiempo y cualquiera de las tres dimensiones del Espacio, excepto el hecho de que nuestra conciencia se mueve a lo largo de ellas”.

Más de lo mismo en la misma novela y en el mismo capítulo: “Nuestras existencias intelectuales, que son incorpóreas y que carecen de dimensiones, transitan a lo largo de la dimensión del Tiempo con una rapidez igual, desde la cuna hasta el sepulcro”.

Esta paternidad acerca de los viajes en el tiempo, que le corresponde por derecho propio a H. G. Wells, ha sido fuente de inspiración a la que han recurrido muchos novelistas, con sus variantes, por supuesto, lo que ha venido a enriquecer un tema por demás sugestivo, así el propio Asimov en su interesantísima novela El fin de la eternidad, nos describe, en un fragmento clave del relato, cómo el protagonista se tropieza con él mismo en el breve lapso de un tiempo diferente.

Y no olvidemos El jardín de medianoche de la británica Philippa Pearce, una verdadera joya entre las novelas de ciencia-ficción, en la cual el viaje en el tiempo es desarrollado con gran maestría y sensibilidad. Novela altamente recomendable y que hace reflexionar profundamente.

Hablar de dimensiones desconocidas y de viajes en el tiempo resulta algo de difícil comprensión tanto más cuanto que somos legos en la materia, pero la ciencia pura aún nos puede reservar descubrimientos que tal vez la desconcierten más a ella que a nosotros, avezados lectores de las novelas de ciencia-ficción para quienes no causa sorpresa alguna pensar que, dentro de un agujero negro, el concepto de espacio-tiempo nada tenga que ver con el nuestro, y que incluso en su interior hasta pueda haber mundos ignorados en nada coherentes con la idea que poseemos actualmente del cosmos que nos es tan familiar y del que nada sabemos en realidad.