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Tom BombadilLa otra esfinge sin secreto

Siempre me han hecho mucha gracia las especulaciones que pueden llegar a derivar de pormenores nimios o carentes de importancia en relación a la obra de un escritor —por no meternos ya en el terreno de la pintura con la famosa sonrisa de la Gioconda—, habida cuenta de que tales detalles nunca fueron tomados en consideración por sus propios autores, ya que corresponden al proceso creativo y son simples peldaños o eslabones que van intercomunicando un argumento sin ninguna doble o trascendental intención, pero hay a quien le encanta leer entre líneas lo que no existe, o, lo que es peor, inventárselo.

Mi comentario viene motivado por ciertas conclusiones que se han sacado los estudiosos del tema Tolkien a costa de un personaje carente de trascendencia significativa ni para su propio autor, quien desde luego no contaba con la mitificación que ha hecho de sus personajes un público adulto ávido de fantasías maravillosas que le devolvieran al país perdido de la infancia cuando ya la niñez se había alejado irremisiblemente.

(Doy por sobreentendido que para un lector infantil, o adolescente, el mundo de Tolkien es el suyo por derecho).

Este individuo es Tom Bombadil, la pareja, o lo que sea, de la deliciosa Baya de Oro, un cuento —o una divagación, o un apunte—, insertado en el primer volumen de la saga, un cuento irreal y descabezado, a mi entender personajes gratuitos, que Tolkien puso allí sencillamente porque quiso, y aquí entramos en la mente de un escritor que es un mundo aparte y completamente privado.

Tolkien no pretendió dar ningún mensaje especial a nadie al crear a Tom Bombadil ni éste es un ser extraordinario cuyo enigma haya de ser desvelado; Tom Bombadil, en palabras del mismo escritor, es, ni más ni menos que Tom Bombadil, no otra cosa, lo que evidencia el buen sentido de JRR Tolkien, el cual se inspiró en un muñeco que tuvo en su infancia, no para crear al controvertido personaje, sino para recrearlo, como a quien, escribiendo sus memorias, se le antoja hacer mención de un viejo amigo, así de sencillo.

¿Por qué entonces no se deja tranquilos a los autores y a sus criaturas?, ¿por qué siempre se le quiere buscar tres pies al gato perdiéndose el tiempo en discusiones bizantinas o en interminables conjeturas que no llevan a ninguna parte?

Compartiendo su inalienable derecho de no ser tergiversado según el criterio ajeno, sólo un escritor puede comprender a otro escritor, no asombrándose ante nada que posteriormente pueda conducir a terceros por el camino de las deducciones fuera de contexto como se ha hecho, y se sigue haciendo, apenas surge la coyuntura.

Volviendo a Tom Bombadil, personaje incomprensible precisamente porque nada tiene que ocultar —caso parecido al de La esfinge sin secreto de Wilde—, eso desconcierta al investigador que pretende encontrarse con pistas donde no las haya, aunque tal vez exista ahora una explicación lógica en el presente caso, ya que salen a la venta, publicados por primera vez en castellano, edición bilingüe, 16 poemas referentes al misterioso sujeto, en el libro Las aventuras de Tom Bombadil.

También, y seguimos con Tolkien, el momento en que este profesor, para distraerse mientras repasaba ejercicios de sus alumnos, escribiera al desgaire sobre un trozo de papel el comienzo de El Hobbit, llena de estupefacción a sus incondicionales como si aquel instante hubiera sido obra del mago Gandalf más que de la propia voluntad de quien garabateaba unas palabras sin sentido; si lo analizamos nos daremos cuenta de que aquello fue producto del aburrimiento y que escribió lo del hobbit que vivía en un agujero como hubiera podido escribir cualquier otra cosa; que de este apunte luego saliera un cuento y posteriormente toda una saga, ya es fruto de una reflexión consciente basada en ese chispazo, pero no es “mágico” ni encierra mensajes trascendentales porque eso puede ocurrirle todos los días a cualquier escritor: un argumento es la concatenación de recuerdos, y sucesos actuales, incluso personas que fueron o que son y que pueden fundirse las unas con las otras dando paso a nuevos personajes.

No existen secretos ni fórmulas de laboratorio, por tanto no hay que divinizar ni a un escritor ni a sus criaturas, cosa que ocurre con bastante frecuencia, y entender que el escritor es un ser humano que quizá nos defraudase si le conociéramos personalmente, en cuanto a sus hijos literarios tampoco son símbolos sagrados ni epígonos de cultos modernos, ni, en el caso que nos ocupa, la obra de Tolkien es una Biblia del siglo XX, llena de revelaciones crípticas a través de los vericuetos de sus nombres y localizaciones, localizaciones de las que, por otra parte, no hay ni rastros arqueológicos, ya que la Tierra Media, y etc., sólo se halla en la mente de quien la creara.

La mejor relación que puede tener el público lector con los autores, es simplemente esta: leerlos, pero no especular con lo que ellos quisieron decir supuestamente entre líneas, porque entonces las interpretaciones pueden ser infinitas... e inexactas, cuando no risibles.