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“Cupido en el baile de máscaras”, por Franz von StuckFlechazos literarios

Todos sabemos lo que es un flechazo: esa atracción irresistible que te empuja hacia una persona o hacia lo que, sin ser humano —puede tratarse por ejemplo de un paisaje, un edificio, una composición musical, un cuadro—, nos seduce igualmente.

En literatura ocurre lo mismo; nos enamoramos de una novela, de un relato, de una historia en suma, con igual apasionamiento, y, a veces, a través de la obra, de quien la ha escrito; en este segundo caso, sin embargo, no se trata de un enamoramiento al uso, sino de una admiración absoluta que no tolera censuras al objeto de nuestro fervor, y es tan exaltada, tan irracional, tan voluble, que cuando la entidad ciegamente idolatrada nos decepciona o así se piensa, solemos ser crueles con ella al volverle la espalda de forma irreversible como si nos hubiera traicionado.

Paul Auster dijo en su momento que la única relación que debía haber entre el escritor y su público era la de que el público leyera la obra del autor, y nada más. Ya sé que esto suena egoísta e interesado, pero no es cierto, puesto que se trata de una medida inteligente nacida de la experiencia.

La psicología del lector es infantil muchas veces —yo también me incluyo siendo persona a quien le gusta leer—, y deificamos irracionalmente aquello que nos ha producido un intenso placer intelectual, creyendo que el autor es así y siempre será igual, como si un escritor no tuviera que evolucionar permaneciendo estático y encasillado para contentarnos en nuestras exigencias. (Arthur Conan Doyle supo algo de esto y finalmente le venció su propia criatura muy en contra de su voluntad, pero no es de ésto de lo que quiero hablar ahora).

He comenzado mencionando el flechazo hacia una obra en concreto, nuestro hallazgo lector, al margen de etiquetas publicitarias; la hojeas en la librería, te fascina, la compras y luego te la lees tranquilamente y a cada nueva página, como en un acto de amor, te vas entregando totalmente y de manera incondicional sin importarte otra cosa que no sea lo que estás leyendo. Te fundes con la palabra escrita, dejas de ser tú y recorres junto a su creador/a, los mismos caminos evadiéndote de tu propia realidad.

Mi primer flechazo de este tipo tuvo lugar a los 19 años con una novela que entonces tenía fama de no ser apta para jovencitas, Rebeca de Daphne du Maurier. La encontré en una librería, casi desapercibida entre otras obras, tal vez ignorada por suerte para mí, en todo caso polvorienta y olvidada, empecé a leerla y me pareció que entraba en un mundo diferente con las primeras líneas, el ya tan conocido:

“Anoche soñé que había vuelto a Manderley. En mi sueño me encontraba ante la verja del parque, pero durante algunos momentos no pude entrar. Estaba cerrada la puerta con candado y cadena. Llamé en sueños al guarda, pero nadie me contestó y cuando miré detenidamente a través de los barrotes mohosos de la verja, vi que la caseta estaba abandonada...”.

Nunca olvidaré aquel instante, porque aunque yo mucho llevaba leído ya desde mis siete años, hasta ese momento no había descubierto algo parecido a semejante prosa —en mi país eran otros tiempos y la literatura sufría censura o recortes si no era la del Siglo de Oro—, y entonces comprendí que escribir “también” era aquello. Me leí el libro tantas veces que me lo sé de memoria, e ingenuamente llegué a la conclusión de que su autora siempre escribía así y cuando muchos años después tuve ocasión de leer La posada Jamaica —sin saber que se trataba de una obra anterior, lo cual me hubiera puesto sobre aviso—, me llevé una gran desilusión porque el lenguaje no me “sonaba” lo mismo. Más tarde, mucho más tarde, caería en mis manos Mi prima Rachel y me reconcilié con su autora. Mas el tiempo pasó y Daphne continuaba escribiendo, tengo algunos libros suyos, de relatos, y novelas, entre ellas la biográfica que habla de la saga familiar de los Du Maurier cuando éstos se establecieron en Inglaterra después de la Revolución Francesa, Los sopladores de vidrio. Pues bien, Daphne du Maurier no vuelve a ser nunca más la de Rebeca, ni la de Mi prima Rachel, y aunque hoy en día reconozco que así debe ser para no encasillarse, no dejo de sentir cierta nostalgia de que lo que yo creía eterno e inamovible, no lo haya sido. Es como volver al jardín de los juegos de nuestra infancia y comprobar que ya nada es tal a como lo recordábamos.

Podría hablar de muchos más libros y autores, pero no deseo cansar a nadie desarrollando mi canon privado, sólo diré que Emily Brontë fue un segundo flechazo, y al no escribir más que una novela, su atormentado universo hecho de páramos y brezales permanece gozosamente intacto en mi corazón, André Maurois vino con mucha posterioridad y nunca me ha desilusionado, ya que afortunadamente para mí alternó novela con ensayo, biografía e historia.

Mi penúltimo descubrimiento fue Bomarzo de Manuel Mujica Láinez, a quien leí por primera vez al poco de haber fallecido éste y aquello sí que fue un auténtico flechazo que aún perdura con igual intensidad. Las palabras con las que Mujica Láinez creó el universo de Bomarzo, son hipnóticas y evocan un hilo de seda que se va desenrollando a través del laberinto; si las palabras se pudieran morder como la fruta dudo que hubiera alimento más delicioso que el que nos ofrece su autor en esa novela. Mujica Láinez recrea un mundo cruel, tortuoso y siniestro como era el del Renacimiento italiano, en el cual sus héroes podían ser cualquier cosa menos personas honestas y bondadosas. El personaje central no es precisamente un dechado de virtudes y ni siquiera se le puede contemplar con lástima debido a su deformidad física ya que ello no le exime de los crímenes que llega a cometer, mas, personaje y contexto, te atraen, te arrastran, y leyendo la historia viajas en el tiempo sin darte cuenta, hasta que regresas cuando cierras el libro... sintiéndolo tanto, que tienes que volver a leerlo muchas veces en el trascurso de los años.

Mi último flechazo fue La joven de la perla de Tracy Chevalier; quedé tan deslumbrada que me la leí cinco o seis veces seguidas, convirtiéndome en fan de la escritora, sin embargo, la sorpresa llegó con Los ángeles caídos, una novela muy original pero completamente diferente, y la decepción con La dama y el unicornio, que, lamentándolo mucho, me parece un refrito mal cocinado, ya que todo el encanto que tienen los personajes y las situaciones, el lenguaje, de La joven de la perla, se halla aquí mal pergeñado como si a la autora se le hubiera exigido dar un nuevo giro a su forma de escribir buscando comercialidad en donde no era necesaria; no hay punto de comparación entre las escenas de amor entre Vermeer y Griet, todas delicadeza y de doble lectura, y las descarnadas y vulgares de La dama y el unicornio.

No me gustaría pecar de severa ni de crítica intransigente, tampoco de pedante; sé lo que cuesta escribir cualquier tipo de novela, relato, etc., y es precisamente mi amor a la literatura lo que a veces hace que llegue a sentirme desencantada, supongo que de manera injusta, cuando un autor no satisface mis esperanzas, pero, ¿puede evitarse el flechazo?, me imagino que no, ya que todo tiene un precio que en este caso se paga gustosamente.