El monte Uluru

Monte Uluru

Estoy enamorada del monte Uluru desde la primera vez que lo descubrí en una fotografía. Me impresionó enormemente y eso que no soy de las personas que se dejan fascinar por la mística de las montañas ni por ninguna otra clase de místicas, pero Uluru es diferente, un enorme macizo rocoso en medio de un árido desierto, rojizo el suelo, rojizo el monte, poderoso en su grandeza y sugerente en misterios que tal vez no existan más que en nuestra imaginación, o sea, el principio del amor: la atracción irrazonada y a veces incomprensible.

Estoy enamorada del monte Uluru porque parece una montaña marciana, el mudo testimonio de un mundo que no existe ya, pero un mundo muerto tan lleno de vida que espolea la imaginación de cualquier espectador, un dios antiguo, impenetrable, tal vez injustamente olvidado de la devoción de unos primitivos fieles que veían en las altas montañas, o en las extrañas montañas, la presencia de una divinidad invisible.

El monte Uluru, conocido también en Australia como Ayers Rock por sus habitantes de habla anglosajona, recuerda a las esfinges, no dice nada y, como las leyendas de los aborígenes, puede deslumbrarnos con sus fantásticos cambios de color según varían las horas del día, con sus cascadas de agua que parecen brotar de la piedra inexplicablemente, una vez ha llovido, y que pueden llenar de verdor un terreno completamente estéril en apariencia. Es un monte milagroso y ahí reside su hechizo, no hay adivinanzas que desentrañar, su presencia es el acertijo y la respuesta.