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“Madame Bovary”, de Gustave FlaubertGustave Flaubert no inventó a Madame Bovary

Gustavo Flaubert dijo en cierta ocasión: Madame Bovary soy yo, y lo era como padre de “su” criatura a la que le había dado la etiqueta de un nombre, pero él no inventó a Madame Bovary, no creó de la nada a un personaje singular; lo único que hizo fue colocarlo en el escaparate de un libro, porque su heroína es tan vieja como la humanidad misma desde el momento en que existieran hombres y mujeres despojados de la rudeza de las épocas prehistóricas; es de suponer que aquellas mujeres no estuviesen para romanticismos.

El retrato de Emma Bovary que tanto escándalo causó en el seno de una sociedad más hipócrita que puritana, trayéndole, por añadidura, numerosos quebraderos de cabeza a su autor, es el retrato robot de un arquetipo de mujer que se halla mucho más vigente de lo que muchos puedan llegar a imaginarse; tal vez tu esposa lo sea, tu novia, tu amante, o lo haya sido tu madre o lo sea en un futuro muy próximo, tu hija. Porque el problema no está en el mundo que circunda a Madame Bovary, eso es una excusa, el problema radica en la mente femenina de la protagonista, una mente que no ha variado en 149 años desde 1857, y que, desde luego, no le pertenece en exclusiva al venir de antiguo.

El bovarysmo se encuentra hondamente enraizado en el alma de las mujeres y esa es la causa principal de todos los males en cuanto atañe a sus relaciones de pareja, porque no hay mujer que desdeñe el ser protagonista de una novela de amor.

La insatisfacción de Madame Bovary aflora en cualquier confidencia de mujer: mi marido, mi novio, mi pareja, mi amante, no me comprende, y yo busco... ¿Qué es lo que busca la eterna Bovary?, ¿qué es lo que busca en realidad casi toda mujer? —personalmente omito el casi, aunque no es mi deseo herir la susceptibilidad de nadie. Pues busca el ideal imposible, el romanticismo en estado puro, y en esto recuerda a los caballeros andantes que marchan por el mundo campo a traviesa en pos de la dama de sus pensamientos, su Dulcinea ideal. Amor caballeresco o amor de oídas, en cualquier caso pura fantasía o espejismo.

La mujer perfecta no existe —el hombre tampoco—, y si el caballero andante pierde su existencia por los caminos, la fémina que lo imita no es sólo que pierda su tiempo, es que lo arruina totalmente.

No vale decir, con éste me equivoqué, pero no sucederá lo mismo con este otro que es mucho mejor, el verdadero hombre de mi vida, el que llenará mi existencia de todo lo que me falta, con él podré vivir las fantasías que siempre he soñado. No, no vale afirmarlo porque el ser humano se repite de continuo, son unos prototipos o modelos que se van sucediendo inalterables siglo tras siglo con diferentes rostros o status sociales, que nada hay que sea nuevo bajo el sol.

Gustavo Flaubert, en su novela, no peca de sutil al indicarnos que lo que Emma quiere es variar su pequeño-burguesa posición social por otra más brillante; esta es una excusa que él se monta para justificar la “locura” de su heroína, e incluso la tilda de mala madre cuando en realidad no lo es —aquí podríamos mencionar a otra Bovary literaria: Anna Karenina. ¿Una explicación masculina, su forma de encarar el problema?

Emma no desea lujos en realidad, aunque lo aparente, lo que Emma desea es vivir un sueño, el inalcanzable sueño del amor perfecto, del amor más romántico que sólo se alimenta de sí mismo en un mundo irreal en el que no existen el cansancio, el aburrimiento ni la vejez, a lo sumo la muerte como el bien suspirado que nos hará dormir para siempre en los brazos del hombre al que amamos. Atala de Chateaubriand, por ejemplo...

(Sí, podríamos argüir, la culpa es de ella; se casó por casarse, sin amor, ¿se podía entonces esperar otra cosa? Recapacitemos, ¿se casó sin amor o traicionándose en sus ansias de encontrarlo?, que ese es otro defecto muy femenino).

Pero no nos engañemos, Emma también quiere sexo —como Karenina—, y ahí es donde estriba su verdadera falta a ojos de los censores, que pueden aceptar a regañadientes el amor romántico en una mujer pero no el que pretenda fundir los dos extremos en uno, ya que eso la convierte en una perdida, en una adúltera, en una mala madre, y no sólo en el siglo XIX sino también hoy en día.

Volvamos, sin embargo, al personaje, al arquetipo declarado de una forma de ser mal llamada bovarysmo, y que todas padecemos en mayor o menor medida hasta en el descarnado siglo XXI.

La mujer, la mujer normal se entiende, no un monstruo desnaturalizado, es maternal y sobreprotectora, y enfoca su relación con el hombre de esta forma aunque no dé tal sensación; puede depender de él, pero le cuida y se preocupa por su bienestar e incluso llegará a sacrificarse si la ocasión lo requiere, y Emma Bovary procede de igual manera con sus amantes, desea ser mimada, querida y protegida pero obra a la inversa sin darse cuenta, porque eso también es amor. Mucho da, y espera ingenuamente que se la corresponda, lo que no sucede; su marido no la comprende y la aburre, sus amantes no la comprenden y la abandonan. ¿Quién le queda entonces a Madame Bovary?; nadie más que ella misma, su soledad poblada de sueños... y elige el adiós definitivo.

Ahí es donde el arquetipo deja de serlo, porque Emma no se convirtió en un modelo como el joven Werther, Emma se suicida y su historia acaba como en las tragedias griegas.

¿Que exageró?, tal vez, mas recordemos que estamos leyendo una novela... que no obstante recrea, descubre, mejor dicho, lo que siempre quedó oculto a la vista de todos, y esto difícilmente se perdona.

La mujer que persigue un ideal de amor no tiene por qué terminar de esa manera, ya que es más fuerte y obstinada de lo que parece, aunque las débiles lleguen a sucumbir de mil maneras diferentes, pero sólo las débiles, las otras resisten volviéndose aparentemente cínicas, aparentemente; en el fondo, si arañamos la superficie, vuelve a surgir Madame Bovary, pues así ha sido y así será.