Comparte este contenido con tus amigos

Ilustración: Janet AtkinsonLas múltiples personalidades del novelista

La verdad es que no pensaba en darle este título al presente artículo, sino otro muy diferente: “Las múltiples personalidades mediúmnicas del novelista”, pero si no lo he hecho ha sido considerando que más de uno podía molestarse u ofenderse al no comprender lo que yo quería decir, que es algo muy simple y además comprobable si se es novelista. Empezaré con algunos ejemplos para que se pueda asimilar esta forma de contacto.

Flaubert el primero.

Cuando estaba “envenenando” a Madame Bovary, creyó sentir el gusto del arsénico en su boca y acabó vomitando.

Balzac fue aun más lejos, si ello es posible; estaba escribiendo una novela cuando le fue a visitar un amigo que apareció en su despacho sin anunciarse. Balzac le miró llorando y agarrándole por el brazo, exclamó: ¡Qué horror! La duquesa de Langeais ha muerto. Ni que decir tiene que esa muerte pertenecía a un personaje de su obra y no a la vida real, pero el escritor, en esos momentos no se daba cuenta.

Por su parte, Gabriel García Márquez, según él mismo afirma, estuvo ocho horas llorando la muerte, el escritor la calificó de “asesinato”, de su coronel Aureliano Buendía.

Según la leyenda, otro tanto le sucedió a Dumas padre con el primero de sus mosqueteros al que eliminó, aunque no fueran ocho horas de llanto.

Y Mario Vargas Llosa dice que el novelista no elige sus temas sino que es elegido por ellos.

W. Burroughs contaba que muchos de sus personajes le venían en sueños.

Bioy Casares reveló que cuando era niño tenía la esperanza de ser varias personas.

Mika Waltari, autor de Sinhué el egipcio, según se ha escrito y yo he leído, después de concluir su famosa novela enfermó y tenía delirios en los que aseguraba que sus personajes le habían dictado el texto.

Yo creo que es mejor que el escritor intervenga lo menos posible en su obra, afirma Borges, de manera muy reveladora.

Por su parte Anderson Imbert escribe que el narrador es un personaje tan ficticio como los personajes que inventa, lo cual es ya rizar el rizo.

Y Juan Carlos Onetti: No podría decir que los personajes me dominen a mí, pero si existe una interrelación.

Patricia D. Cornwell, de todos conocida autora de género policíaco, afirma que no le agrada escribir de noche en el aislamiento de su estudio porque “tiene miedo” de sus siniestros personajes.

Luego están las irrazonadas ojerizas que algunos padres literarios sienten hacia sus criaturas: Margaret Mitchell odiaba a Scarlett O’Hara siendo su preferida Melanie Hamilton, Conan Doyle aborrecía a Sherlock Holmes simpatizando con el doctor Watson, Carlo Collodi experimentaba verdadera antipatía por Pinocho, Louise May Alcott detestaba a sus azucarados personajes de Mujercitas —exceptuando a Jo—, imposición del editor, ya que la primera versión le fue censurada por éste, García Márquez por su parte, ha declarado en más de una ocasión que Cien años de soledad no es su novela favorita y que incluso le tiene cierta manía por ser tan alabada; estima que ha escrito cosas mejores.

No deja de resultar paradójico que obras tan representativas para sus respectivos autores, y la lista es infinita, hayan sido las que les otorgasen toda una gloria literaria aceptada a regañadientes, lo que evidencia la poderosa influencia del desdoblamiento.

La auténtica mediumnidad del novelista radica en ese poder que incluso me atrevería a denominar providencial, que hace que un escritor “conecte” con el personaje/s hasta el punto de ser él o ella, o un animal o un objeto inanimado, o un vegetal o un elemento cualquiera, aire, tierra, fuego, agua, lo que sea, con tal de poderse expresar por tal intermedio.

Muchos novelistas afirman que sus personajes les “dictan” lo que ellos escriben y que si tenían una idea preconcebida se la cambian por otra y ellos, los “amanuenses” no hacen sino que redactar por encargo.

Marguerite Yourcenar decidió escribir Memorias de Adriano en primera persona, para evitar en lo posible cualquier intermediario, inclusive yo misma: Adriano podía hablar de su vida con más firmeza y sutileza que yo.

Cuando empecé a escribir en serio, dejada atrás la infancia, una de esas etapas de la vida ciertamente mágicas, me reía de los dictados sobrenaturales hasta que comencé a experimentarlos, y debo confesar que me sorprendieron bastante —no es que oyera voces del más allá, desde luego, que no cunda el pánico pues a tanto no llego—, pero los personajes empezaron a tirar de mí y a vivir lo que yo llamo “su existencia”, una existencia que indudablemente permanecía aletargada en el fondo de mi cerebro como resultante de muchas experiencias leídas o vividas, ya que todo autor deja un poquito de sí mismo en cada una de sus criaturas, y puedo contar la anécdota que me sucedió con una de mis novelas, concretamente La canción de la manzana, caso absurdo y muy divertido, según se mire, claro; al iniciarla me entró tal curiosidad por saber cómo iba a concluir aquella disparatada historia de humor, que estuve durante un mes escribiendo sin detenerme, en las horas que a ello dedicaba, se entiende, hasta que di por acabado el primer borrador y, llegando al final, me enteré.

A veces tengo la impresión de que escribo por simple curiosidad intensa: es que, al escribir, me doy las sorpresas más inesperadas, aseveraba Clarice Lispector.

Ahora, quiero dejar bien aclarado un punto: normalmente al escribir lo hago con la idea del argumento ya elaborada, y así es como empecé La canción de la manzana, pero las situaciones y los gags fueron surgiendo sin que yo pudiera controlarlos e incluso el desenlace sufrió un giro de 180 grados respecto a la idea primitiva, pero no me arrepiento de ello, al contrario.

El novelista vive muchas vidas mientras escribe y esa es una sensación maravillosa, mas la diferencia entre la mediumnidad literaria y la otra estriba en que el novelista es perfectamente consciente de cuándo termina su realidad y comienza el desdoblamiento y luego cuándo termina el desdoblamiento y empieza su realidad. (Todos, incluso Balzac, apenas se dio cuenta de que la duquesa de Langeais era una entidad ficticia creada por él).

Esto me lleva a hacer otra reflexión: hay muchos escritores que se desdoblan complacidos en sus personajes porque ello les facilita realizar una especie de catarsis y dentro del más puro estilo Jeckill/Hyde, sacar, o lo que les atormenta —James M. Barrie trasmutado en Peter Pan—, o lo que les fastidia de su personalidad... o lo que les gustaría hacer si tuviesen valor y no recibieran castigo por ello, y en este supuesto encuentro que la literatura puede ser una excelente terapia, y una inmejorable prevención de riesgos.

Aunque no se trate ni de lo uno ni de lo otro, Manuel Mujica Laínez es bastante elocuente en Bomarzo, cuando al principio explica, antes de comenzar la novela propiamente dicha, las singulares circunstancias que se dieron cita para que él la escribiese, y no sabemos si es recurso de autor profesional o confesión sincera, y ciertamente muy comprometida, por lo que pueda implicar a ojos de muchos lectores; la duda está servida y la magia de la literatura continua.