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Paul AusterLas reflexiones de Paul Auster

Sólo he leído una novela de Paul Auster en mi vida, Leviatán, y pienso reincidir; me fascinó, sí, fascinación es la expresión correcta, aunque también añadiría extrañeza por el singular mundo que pintaba en relación al carácter de las personas y a su forma de desenvolverse en la existencia. Pero no fue eso todo; tiempo después empecé a ir leyendo cosas que él había dicho en entrevistas y encontré que sus opiniones y las mías en algunos aspectos sobre el trabajo del escritor, eran muy parecidas si no iguales. Una de ellas es la labor propiamente dicha que ejerce el novelista, su día a día profesional y lo que eso conlleva.

Auster afirma que ser escritor no es nada extraordinario, que no se es un ser sobrenatural, ni digno de culto, por el hecho de escribir, y éste es el primer punto en el que coincido con él, porque ejemplos tenemos en la historia de la literatura, no voy a decir nombres, en que se ha desorbitado el trabajo del autor hasta extremos de ridícula adoración convirtiéndole en un ser poco menos que mítico cuyas frases más nimias tienden a ser interpretadas como mensajes de trascendencia universal, y eso es, en castellano castizo, pasarse de rosca.

El novelista es simplemente una persona que escribe con mayor o menor acierto, y que tiene su público, nada más. El que pretenda soñar a su costa o embarcarse en mundos maravillosos e inaccesibles, está en su derecho que para eso es lector, mas sin cruzar la frontera porque cada uno tiene bien delimitado su propio territorio.

La humildad de Paul Auster al llegar a semejante conclusión, tendría que ser un ejemplo a seguir por muchos escritores que asumen que su verbo es poco menos que divino al creer que si ellos dijeran “hágase la luz”, se haría.

Y esto nos lleva a otra reflexión de Auster, cuando afirma sin cortarse —así lo leyó públicamente en su discurso el día que le fue entregado el premio Príncipe de Asturias en Oviedo, discurso breve y perfecto en el que se dijo todo cuanto se debía decir sin cansar a nadie—, que no sabe por qué escribe pero que no puede dejar de hacerlo irremediablemente; ahora bien, añade, para desconcierto general, que el trabajo de un escritor carece de importancia al lado del de, por ejemplo, un fontanero, un carpintero o un electricista. Yo también, desde hace ya muchos años pensaba exactamente lo mismo, pues en una antigua entrevista que me hicieron por la radio, dije que si volviera a nacer sería fontanero antes que escritora, salida que por cierto no gustó a nadie.

Paul Auster viene a decir que el arte es superfluo y que se puede vivir sin él perfectamente, y yo, que en este aspecto había pensado igual durante años —a pesar de ser licenciada en Bellas Artes—, a raíz de escucharle se me ocurrió de repente que un mundo sin libros de entretenimiento, sin cuadros, sin música, sin esculturas, sería el peor de los desiertos. Comer y beber son necesidades primordiales y casi todo gira en torno a eso, el otro tanto por ciento lo hace alrededor del sexo, así es mucho más importante darle un plato de comida a un hambriento que mostrarle las bellezas del Hermes de Praxiteles, exposición en tal caso ni urgente ni práctica, pero...

¿Me había detenido a pensar alguna vez en un mundo sin novelas, sin música, sin obras de arte?

Imaginemos el día a día, monótono, del trabajo a casa, de casa al trabajo, comer, dormir, levantarse, volver a empezar, ¿y así hasta el momento de nuestra muerte? No, no me gustaría vivir en un mundo similar, porque entonces sería mi mente la hambrienta y su extinción segura. Así pues, me retracto de una manera de pensar que yo suponía acertada y creo que al igual que el cuerpo precisa del sueño para recobrar fuerzas, el cerebro precisa de la literatura, de la música y del arte en general para no sucumbir al vacío de la mediocridad. Ahí difiero de Paul Auster aunque me haya costado tiempo llegar a esta conclusión, tal vez porque los árboles no dejan ver el bosque... Pero sigo pensando que si la casa se me inunda de agua me será más necesario en ese momento el fontanero que no, con todos mis respetos, don Miguel de Cervantes. O sea, que cada cosa en el lugar que le corresponde.

La tercera reflexión de Paul Auster con la que estoy plenamente de acuerdo es la que alude al nexo autor/público. Fue la primera que leí en una entrevista suya y me sorprendió agradablemente; él explica, y yo creo haberlo comentado ya en algún artículo de Atalaya, que la única relación posible entre el escritor y el lector ha de ser precisamente ésta: lo que el uno escribe el otro lo lee y no hay más. Auster tiene fama de ser un novelista tímido al que asustan las manifestaciones multitudinarias de admiración y comprendo perfectamente el que las rehuya, aunque, por otra parte sean de agradecer, así como el que a un autor lo lean, pero no nos confundamos: el escritor vive en su mundo aislado frente a la hoja de papel o a la pantalla del monitor, y ese es el lugar donde debe estar, no en ociosos cócteles, en fatigosas tournées promocionales, ¿las necesitó Shakespeare acaso?, o en innumerables conferencias que le roban horas a su trabajo principal, tan sólo puede permitirse las presentaciones o las firmas en ferias como una concesión a su público, pero nada más, porque un escritor no es una vedette... ni un bicho raro al que contemplar boquiabiertos para luego dirigirse a él en uno de esos diálogos tan incómodos para ambas partes, el fan porque está impresionado y no sabe qué decir que suene inteligente y el novelista, en el caso de que no sea un vanidoso crónico, porque se ruboriza al escuchar elogios las más de las veces tan torpemente expresados que producen vergüenza ajena.

En el mes de febrero próximo, Henning Mankell, el novelista sueco “padre” del inspector Kurt Wallander, viene a Barcelona a que le entreguen un premio por su obra policíaca; en un principio pensé en asistir al acto, pero luego he recapacitado y no lo haré, prefiero seguir admirándole de lejos a través del papel impreso y en el silencio de la noche que es cuando me dedico a la lectura tranquilamente, a solas con el autor, Mankell o cualquier otro, en esos momentos de perfecta comunión que se establecen entre un escritor y su público.