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Ilustración: Antti LovagCuando el amor se llama endorfina

El ser humano acostumbra a creerse, primero, el centro del universo y después, infalible en sus juicios; con tan gran dosis de vanidad sobre sus espaldas es lógico que los comentarios del psiquiatra José Miguel Gaona hayan podido sonar a sacrilegio en muchos oídos, pero, ¿es que acaso somos ángeles?

El doctor Gaona, aunque no sea el único, ha dicho que el amor es una conjunción de reacciones químicas, ligadas a otros estímulos como alimentación, actividad sexual, o aficiones similares.

Y en estas reacciones tiene todo que ver una hormona llamada endorfina, también conocida como la hormona de la felicidad... De lo que viene a deducirse que el sentimiento amoroso, y sus aliados, la poesía y el romanticismo, quedan reducidos a una simple reacción química en cadena y ello ha de hacernos pensar humorística o escandalizadamente, según encaremos el problema; yo voto por el humor sin discusión, ya que al tener la capacidad de burlarse de todo nos puede despejar el ego de muchas ideas preconcebidas, porque ponernos dramáticos rasgándonos las vestiduras no es la solución, y menos el negar evidencia tan comprobable.

El amor es una droga, y una droga nefasta si juzgamos los ejemplos destacados que ofrece la literatura, Romeo y Julieta, Don Juan y Doña Inés, Abelardo y Eloísa, la Dama de las Camelias y su Armando, la reina Ginebra y Lancelot del Lago, Tristán e Isolda —aunque estos últimos no me valgan mucho por lo de la intencionada poción mágica—, y, ¿para que seguir?

Los campos del amor son campos minados en toda su extensión; damos un paso en falso y se acabó... Entonces yo me pregunto, ¿no sería más cuerdo sobreponernos a esa influencia de una manera racional, civilizada y ya propia del tercer milenio en el cual vivimos aunque no lo parezca?

Si sólo fuera una cuestión de sentimientos, enamorarse de unos ojos azules, de una bonita sonrisa, etc., todo sería muy fácil, completamente diferente y mucho más sencillo, porque el sentimiento puede ser idealización y desvanecerse a menos que una insidiosa hormona no le sustente, en ese caso el sentimiento se robustece, se cree con innumerables derechos y ya la tenemos organizada.

Lo lamentable del hecho en el asunto que nos ocupa es que lo que suponíamos una demostración de nuestra voluntad, o libre albedrío, no es nada de eso; los ojos podrían ser, en lugar de azules, rojos y la sonrisa mostrar unos colmillos afilados a lo conde de Transilvania y el efecto destructor sería el mismo: las endorfinas los convertirían en irresistibles —¿acaso Drácula no lo es?—, encaminándonos borreguilmente en la eterna dirección obedientes a un impulso químico, ¿no es triste?

(Según las investigaciones realizadas en el terreno científico, la atracción amorosa, es decir, el enamoramiento propiamente dicho, o lo que entendemos como tal, produce una sensación placentera provocada por la feniletilamina, en este caso una “aliada” de las endorfinas, o más bien su cómplice, por ello no la debemos dejar de mencionar, como tampoco, y permítaseme la digresión, el aludir aquella teoría de Stendhal, según la cual comparaba el objeto de nuestro amor con una rama seca en la que cristaliza el agua, convirtiéndola así en una joya resplandeciente. Lo que podría denominarse confirmación muy literaria de una hormona que ejerce como neurotransmisor).

El poder de las endorfinas es temible; nos programa la vida desde la adolescencia —aunque Freud iba mucho más atrás en el tiempo pero no es cosa de liarla ahora—, hasta la vejez, sí, sí, hasta la vejez, lo que oyen, porque los amores en la tercera edad son más devastadores que en los años mozos, ¡traidoras endorfinas que en ocasiones parecen un programa de ordenador por lo cabezas cuadradas que resultan!... ¿Es qué no se han dado cuenta de que a determinadas edades lo bonito es recordar pero sin reincidir ya que el tiempo ha pasado, ese tiempo que, según aseguran, fue siempre mejor?

El impulso amoroso desatado por las endorfinas tiene sus épocas en la existencia: primavera, verano, el otoño es bonito mas es la antesala del invierno —y en el invierno las flores duermen bajo el hielo—, hay que ser consciente de ello si no se quiere hacer el ridículo. Ejemplo: Goethe, en plena vejez, yendo detrás de turgentes jovencitas. ¿No es triste? Y todo porque las ciegas hormonas obedecen órdenes, creced y multiplicaos, lo que a fin de cuentas es una verdad que se nos ofrece enmascarada.

Siempre me ha producido escalofríos pensar en ese universo subterráneo que fluye y se desarrolla dentro de nosotros sin que nuestro consciente se aperciba de ello, el universo que decide, hace y deshace presentándonos el resultado final de sus conclusiones, no como una sugerencia, sino como un hecho prácticamente consumado que asumimos sin darnos cuenta del fraude. Entonces, ¿qué somos en realidad?, ¿el envoltorio, el vehículo de otro Yo que nos maneja a su antojo con la finalidad más simple del mundo: vivir?

Leí hace tres o cuatro años en una revista de divulgación científica, que en el vientre existe otro centro inteligente al que podríamos denominar segundo cerebro por muy de ciencia-ficción que pueda resultar el término, y según parece este “cerebro” está mucho más capacitado para gobernarnos que el tradicional con el cual interacciona pero de manera discreta al cederle todo el protagonismo, algo así como un director de escena oculto entre las bambalinas para que el primer actor se luzca ante el público.

Pero volvamos a las endorfinas, esa trampa que tiende la naturaleza para que de grado, o por fuerza, perpetuemos la especie... Desmitificador, ¿no?