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Minea

“Sinuhé el Egipcio”, de Mika Waltari

Cuando estaba atravesando la etapa del príncipe azul, el caballo blanco, Blancanieves rescatada y todo eso, leí Sinuhé el Egipcio, produciéndome la lectura de uno de sus capítulos un profundo impacto. Se trata de una historia, de las muchas que lo llenan, y su protagonista tiene nombre femenino.

Es en el Libro Séptimo en donde se habla de Minea, la muchacha cretense de la que se enamora Sinuhé, pero es concretamente el Libro Octavo, titulado La casa oscura, el que a mí me impresionó, porque era una historia de amor que acababa mal y eso siempre marca cuando se tiene la cabeza llena de pájaros; mucho más adelante, al volverlo a releer, lo aprecié desde otro punto de vista y muy posteriormente una tercera lectura hizo que enfocara la situación desde una nueva perspectiva que empujaba a recordar la cita de Schiller: Contra la estupidez los propios dioses luchan en vano... Aunque sean esos mismos dioses, o sus acólitos, mejor dicho, quienes la propicien más de una vez, añado yo ahora.

Minea hace un juramento y se mantiene fiel a él, corresponde a Sinuhé pero nunca se le entregará porque está destinada al ritual del dios que preside el Sumo Sacerdote, denominado Minotauro como título honorífico. Sacerdotisa, prometida, amante o esposa, en cualquier caso compañera del dios, así se lo hace saber al egipcio y así transcurre el Libro Séptimo de la novela hasta su culminación en el Octavo con la entrada de Minea en la Casa Oscura o caverna-laberinto en donde desaparece para morir en su papel de ofrenda, ya que muerta es como se la encuentra Sinuhé cuando va a buscarla preso de la angustia al sospechar que algo terrible ha sucedido.

Este fue mi primer encuentro con el fin de Minea, la muchacha cuya educación consistió en prepararla para el místico enlace con el dios cretense, y hacia el que ella, pasivamente, se dirige convencida de que esto es lo correcto, y el amor que siente por Sinuhé, un sacrilegio, sacrilegio aumentado si cabe en una especie de matrimonio simbólico y totalmente blanco con el egipcio. El romántico drama —reminiscencias de Romeo y Julieta y la condicionada creencia de que todo gran amor ha de acabar en tragedia—, estaba servido y como tal lo asimilé acongojada y lacrimosa pero con resignación.

La segunda lectura me enfureció, habían transcurrido ya unos cuantos años más, los suficientes para no quedarme estancada en la tragedia de Minea, y me enfureció porque me di cuenta de lo imbécil que había sido ella regalando su juventud y su vida, malogrando de tal forma su amor por un mortal, en aras de aquel dios al que nadie había visto nunca pero a quien todos reverenciaban y temían, el pueblo, naturalmente, no el Sumo Sacerdote que portador de una cabeza de toro dorada, representaba píamente al Minotauro oficiando por delegación.

Cuando Sinuhé tropieza con el cuerpo de Minea parcialmente devorado por los cangrejos y en ese túnel lleno de esqueletos y putrefacción, cuando descubre que la asesinaron hiriéndola traicioneramente por la espalda con una espada, cuando el egipcio comprende la verdad, el monstruo reverenciado, el auténtico Minotauro de la leyenda, convertido en carroña mucho tiempo ha, se hace patente la ineficacia del sacrificio, no para él, que no lo aceptaba, sino para ella que se conserva lamentablemente virgen renunciando a la existencia normal porque un dios misterioso y vagamente siniestro la espera, honrándola por ello. Inmolación estéril que no conduce a ninguna parte, ni siquiera a satisfacer al dios porque éste ya no existe, es decir, nunca existió como tal sino en calidad de embaucadora quimera.

Esta segunda lectura me hizo pensar mucho dejándome un regusto amargo, al comprender cómo la ignorancia unida al fanatismo, o al temor religioso, puede cambiar los valores en la mente de las personas; Minea hipoteca su vida a cambio de nada —lo mismo que la Atala de Chateaubriant—, y en ambos casos el motivo es igualmente inoperante. En la novela de Mika Waltari el sacrificio de una joven vida para que al final se la coman los cangrejos en un banquete que se burla de creencias y sentimientos, y también, ¿por qué no decirlo?, de la credulidad del ser humano.

La tercera lectura de Sinuhé el Egipcio refinó mi juicio crítico, dándole otro enfoque a la situación, aunque no por ello desestime los anteriores.

Dejando a un lado el sacrificio de Minea, asunto por el que ya no se puede hacer nada, es la leyenda del Minotauro, convertida en ritual místico por los manipuladores sacerdotes cretenses, la que se impone en toda su crudeza, desvaneciendo brumas románticas y otro tipo práctico de consideraciones.

A Minea se le ha hecho un lavado de cerebro completamente sectario y ni siquiera el amor que siente por Sinuhé puede salvarla, lo singular del caso es la parafernalia que rodea toda esa situación: el aceptar que el voto tiene razón de ser porque una religión así lo predica.

Es magnífico el envolvente contexto que describe Waltari en torno a Minea y también a Sinuhé, aunque éste no se pase de creyente que digamos con los dogmas de los sacerdotes del Minotauro, unos idólatras cuya fe es completamente falsa y por ello hipócrita, ya que no podía ser de otra manera si buscaban mantener su status político-religioso manejando a las gentes, en este caso haciéndoles creer que el dios Minotauro era inmortal y que los jóvenes se le entregaban para componer su séquito y no para servirle de comida... mientras estuvo vivo, aunque en ambos casos nadie volviese para contarlo.

Las bárbaras costumbres de antaño son sumamente educativas si no caemos en el error de pensar como Minea.