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“Don Quijote”, traducido por Edith GrossmannTraductores: esos grandes olvidados

Sí, los grandes olvidados y muy injustamente porque gracias a su mediación podemos leer el 95% de los libros que se publican en el mercado de cada país.

Por más que se asegure que leer en la lengua original está muy bien porque así se puede apreciar mejor un idioma en su plenitud, lo cierto es que no todos estamos dotados para ello y hemos de recurrir a las traducciones que nos vienen dadas por esa legión discreta y muy eficiente que nos abre la puerta de acceso a todo cuanto, lejos de nuestras fronteras, se escribe, lo que nos permite conocer otros países, otras idiosincrasias, y, sobre todo, el distinto enfoque de numerosas situaciones que aun siendo contemporáneas nos pueden llegar a resultar desconcertantes. La traducción nos permite viajar sin movernos de la butaca, e incluso hacer amistades un tanto “platónicas”, por denominarlo de alguna manera comprensible; así llegamos a estimar a autores a través de sus protagonistas, e incluso a veces el protagonista desbanca al escritor como en el caso de Don Quijote, para quienes lo lean traducido, Sherlock Holmes o el mismo Kurt Wallander, la famosa criatura de Henning Mankell, el novelista sueco al que en más de alguna rueda de prensa le han llamado por el nombre de su comisario.

Pero todas estas delicatessen no serían degustadas si no existiera la labor callada y, hasta hace relativamente bien poco, casi anónima de los traductores, y digo casi anónima porque en muchas ocasiones su nombre no salía poniéndose simplemente: derechos de traducción Editorial X, y nada más, luego, tímidamente, empezaron a aflorar desconocidas identidades, y así supimos que aquello que leíamos podíamos hacerlo gracias a tal señora o señor que se dedicaban a semejante menester.

Sin embargo, los grandes de la traducción, y al decir grandes me refiero a nombres muy conocidos por ser ellos también novelistas, sí que firmaban —firman—, y, puesto que eran —son— escritores, sus traducciones, de profesional a profesional, resultaban —resultan— perfectas. Sólo citaré a tres ya que a todos no puedo: María Luz Morales, traductora de André Maurois y de Vicky Baum, entre muchos otros, Marià Manent, maravilloso traductor tanto al castellano como al catalán, hombre que bordaba con extraordinaria sensibilidad sus traducciones convirtiéndolas en obras maestras del bien hacer, y la más reciente, la también fallecida Carmen Martín Gaite, cuya traducción de Cumbres borrascosas recrea de manera muy literaria el mundo atormentado de Emily Brontë —y lo digo con conocimiento de causa porque he leído traducciones de diversos autores sobre la misma novela.

Ahora bien, lo que acabo de decir no resta mérito e importancia a los demás traductores tanto antiguos como modernos, que sin ser literatos realizan —han realizado— este trabajo poniendo en él los cinco sentidos... cuando el editor, siempre con prisas, se lo permite. Y ahí está uno de los grandes escollos de esta profesión, el verse obligado a traducir de prisa y corriendo por exigencias empresariales; así, ¿cómo puede uno trabajar concienzudamente?

Yo he leído traducciones recientes de novelas de gran éxito, no digo cuáles pero ya os las podéis imaginar, que son verdaderas chapuzas; se repiten palabras, se construye mal, y, horror de los horrores, hasta se llega a omitir fragmentos de texto no porque nadie los censure, sino porque, con las prisas, se saltan. Y eso se publica como sale y nadie se preocupa de corregirlo, aunque debo aclarar que no critico al traductor en esta circunstancia ya que a fin de cuentas trabaja bajo mandato, y si la editorial quiere que el libro esté en la calle en una fecha determinada, y el original tiene ochocientas páginas, el traductor no es una máquina, ¡Dios nos libre!, y la obra sale finalmente como sale, sin que el pobre asalariado, a tanto la página, tenga la culpa de ello. Porque esa es otra, lo mal pagado que se halla un trabajo tan delicado y del que depende, precisamente, que un libro, al cambiar de idioma, se despache bien en el mercado.

Recuerdo haber leído en dos ocasiones la novela Quo Vadis, una traducción perfecta, literariamente bellísima y luego otra, que conservando el mismo argumento, era vulgar, torpe, e incluso aburrida. En ambos casos, su introducción al castellano no dejaba lugar a dudas sobre la maestría de la mano de quien la había traducido en una versión y no en la otra. Lo que nos lleva a considerar el daño que puede hacerle a cualquier texto una mala traducción empañando la profesionalidad del autor de la obra.

Y volviendo a estos grandes olvidados, obreros de la palabra traducida, trabajadores infatigables, silenciosos, mal pagados, explotados, e injustamente considerados “traductores solamente”, mi reconocimiento y homenaje a su labor callada que trascurre sin pena ni gloria, oscura, desapercibida, ante los ojos ávidos del indiferente lector.