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Alain Robbe-Grillet. Fotografía: Sophie Bassouls (1978)

La levedad de los días

Los días son como las nubes cuando sopla el viento; vuelan demasiado aprisa. En la televisión lo hemos visto muchas veces: imágenes de escuadrones de nubes que circulan velocísimas por un cielo azul, no es que pasen así en realidad, tan vertiginosamente, ya que se trata de un efecto artificial buscado ex profeso, pero da la sensación, sobre todo cuando debajo de esas nubes el paisaje va cambiando al mismo ritmo como si lo contempláramos a través de la lente de una máquina del tiempo. También podría comparar el transcurrir de los días con aquella rueda sobre la cual los griegos colocaron a la diosa Fortuna, para demostrarnos cuán mudable puede ser, mas sólo es una rueda que gira a mucha velocidad manteniendo en su equilibrio a la diosa, como los días que se suceden incansables haciéndonos creer que por ir montados sobre ellos el trayecto es inalterable, así de sencillo.

Los días existen pero no los vemos, son incoloros, inodoros, incorpóreos, pero existen y eso nadie lo ignora, su levedad se hace presencia y nos marca a todos. Los días se asocian con las horas aunque haya una diferencia entre ambos, por aquello de que, refiriéndonos a las horas, “todas hieren, la última mata”. Los días, sin embargo, en su marcha programada, no se acaban jamás, son lo más parecido que existe a la eternidad en una repetición constante que contabilizan los calendarios siendo su cota más alta el domingo, para descender a saltos hasta llegar al jueves, en el que se repite el ascenso y de nuevo vuelta a empezar sin desmayo una y otra vez, siempre iguales en sus esquemas, componiendo una escalinata que pertenece al universo de Escher hasta el punto de que, en ocasiones, no sabemos si este “hoy” lo es o lo fue o lo será porque la existencia es monótonamente igual ya que nada hay nuevo bajo el sol como sabiamente se dijo en la antigüedad.

Hace unas semanas que Alain Robbe-Grillet, el padre del nouveau roman, falleció a una edad bastante avanzada. Yo leí dos libros suyos allá por los años 70, La celosía y La casa de citas, y me fascinó su manera de describir el mundo que nos rodea, una forma de lo más original... y repetitiva. Era la perfecta disección del hacer nuestro de cada día; en esas novelas que leí, el argumento prácticamente no existe, todo resulta muy visual, más bien parecen guiones cinematográficos que no novelas al uso, y como te desconcierta te cautiva, te hipnotiza, comprendes de repente cómo la vida no es sino una constante sucesión de lo mismo... siempre en sus mil y un pequeños detalles, y que estás tan uncido a ella, que despegarte tiene ese precio que todos hemos de pagar porque aquí nadie puede ser moroso ya que el plazo se cumple inexorablemente.

En el interior del vade, el secante verde está repleto de fragmentos de escritura en tinta negra: palos de dos a tres milímetros, diminutos arcos de círculo, ganchos, rizos, etc...; ni siquiera con un espejo habría modo de leer ningún signo completo. En la bolsa lateral hay once hojas de papel de cartas, de un color azul muy pálido, del tamaño comercial ordinario. La primera de estas hojas lleva la huella clara de una palabra raspada —arriba a la derecha—, de la que no perduran más que dos fragmentos de patas casi borrados por la goma. El papel, en este punto, es más delgado, más transparente, pero su grano es aproximadamente liso y está dispuesto para una nueva inscripción. En cuanto a los caracteres antiguos, los que había antes, no es posible reconstruirlos. El vade de cuero no contiene nada más.

La celosía (Barral Editores, 1970).

Leyendo a Robbe-Grillet captas en toda su levedad el paso de los días, eternamente iguales en su quehacer y que, como las huellas en la orilla del mar que barre el oleaje, desaparecen 24 horas más tarde; sí, en efecto, repetimos acciones, palabras, gestos, sentimientos, pasiones y todo se diluye y vuelve a empezar una y otra vez aprisionado en los mínimos detalles, esos de los que no hacemos caso y que constituyen el hilo vertebrador de nuestra vida aunque también le podríamos denominar el guión. Esto me hace recordar a aquella serpiente que en la antigüedad llamaban Ouroboros, la que se muerde la cola, la que se engulle a sí misma para nacer de nuevo renovada, eterna, ¿cómo los días?

Al otro lado del valle, el sol ilumina con sus rayos horizontales los árboles diseminados entre la maleza, sobre la zona de los cultivos. Las sombras de los árboles, muy largas, marcan el terreno con gruesos trazos paralelos.

El río en el fondo del valle, se ensombrece. La vertiente norte no recibe ya ningún rayo. El sol, al oeste, se ha escondido tras el espolón rocoso. A contraluz, la silueta de la pared de piedra se destaca durante unos segundos con precisión sobre un cielo vivamente iluminado; una línea escarpada, poco combada, que se une a la meseta por un saliente en punta aguda, seguido de un segundo resalte menos pronunciado.

Rápido, el fondo luminoso se oscurece. En la ladera del valle, los copetes de los plátanos se diluyen en el crepúsculo.

Son las seis y media.

La noche negra y el atenuado ruido de los saltamontes invaden, ahora, la terraza y el huerto, toda la casa.

La celosía (Barral Editores, 1970).