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Ilustración: Emilio FreixasRegreso al pasado

Muchas veces había pensado en escribir este artículo y muchas veces vacilé sin decidirme; creía que no podía tener interés para nadie que no fuese yo, pero hoy me he decidido. Es un personal regreso al pasado, al comienzo de todo, cuando eres pequeña y estás descubriendo el mundo, una hermosa y perdida sensación como es la del hallazgo diario de cualquier cosa nueva que te llena de sorpresa, de felicidad si es agradable, y que en la madurez te acompañará en el recuerdo como un viejo amigo de esos que siempre están ahí y nunca fallan.

Cuando yo era pequeña, niña, preadolescente, la biblioteca de mi tío Miguel, hermano de papá, era para mí algo así como la cueva de Aladino; en ella había de todo, desde libros eruditos, gordísimos y muy bien encuadernados, hasta novelas de cualquier género. A mi tío Miguel le encantaban las novelas de capa y espada, Dumas, Sabatini, aventuras africanas, H. Ridder Haggard, Julio Verne y etc., etc.

En ese santuario de paredes empapeladas con un único motivo de hojas otoñales, acurrucada en un sillón enorme de grueso terciopelo marrón amarillento que el uso había desgastado, leí a Dumas, y los mosqueteros se convirtieron en mis amigos para siempre, luego le tocó el turno a Rafael Sabatini y el flechazo fue instantáneo, El santo errante, que de santo tenía bien poco, El príncipe romántico en donde se describía la barbarie de una época, El halcón del mar, Scaramouche, Hidalguía... Todos títulos fascinantes que presagiaban historias que no lo eran menos... Pero hay más y ahí es donde quería llegar: estaban las ilustraciones, los “dibujitos” como yo los denominaba y, si el texto me absorbía, las ilustraciones me franqueaban puertas mágicas que me hacían penetrar en lugares maravillosos, porque “veía” a través de esas imágenes. Para mí no eran unas cuantas líneas trazadas a plumilla, eran algo más y luego estaban los pies de texto, por ejemplo: “un día, paseando monseñor Gambara y yo por el jardín”, “el duque y Cósimo estaban siempre al lado de Bianca”, “estuvo unos momentos observándoles desde el umbral de la puerta de la cámara”, “Caterina Squillanti llegó hacia las doce”, textos a los que acompañaban unos dibujos realizados por grandes ilustradores, verdaderos artistas que ponían rostro y figura a aquellos personajes cuyas aventuras leías ávidamente. No eran comics, eran novelas de ediciones antiguas de Editorial Molino, ejemplares que habían costado una peseta con 50 céntimos de entonces, y que ahora valdrían 15 o 20 euros cada uno.

Los dibujos me hipnotizaban y dejaron en mí una huella imborrable; al ir creciendo, los empecé a echar de menos, ya no se estilaban, sólo en los cuentos para niños o en las lecturas juveniles, y después se acabaron. Como Wendy, nos habíamos hecho mayores y el estado adulto nos obligaba a “pasar” de semejante divertimento. La puerta mágica se había cerrado para siempre y con ella la huida de la realidad hacia otras épocas, otras costumbres, otras indumentarias. Aquella evasión nada tenía que ver con el cine, ni con la televisión ni con los videojuegos actuales, no era un mundo obsesionante, adictivo o peligroso, no te convertía en insociable ni siniestro, te conducía al país de los sueños e incluso te enriquecía culturalmente, querías imitar esos dibujos y ello podía impulsarte a estudiar bellas artes, o historia antigua, e incluso a viajar al pasado recorriendo kilómetros, Francia, Italia, Inglaterra..., buscando aquellos personajes que obviamente no ibas a encontrar más que en esas novelas publicadas en los años 30 si poseías el refugio de una biblioteca familiar rica y cuidada.

Algunas de esas novelas las recibí por herencia y aún las conservo, verbigracia, un ejemplar muy antiguo de Robinson Crusoe, libro que me fascinó en la infancia y que incluso hoy sigue haciéndolo; a los 13 años mi gran ilusión consistía en coger un barco que naufragase arrojándome a una isla desierta, y cuando leí La isla misteriosa de Verne y Dos años de vacaciones, lamenté no ser uno de sus personajes... Ahora mi opinión al respecto es un poco diferente.

Y cierro este pequeño homenaje personal a aquellos felices días mencionando los nombres de algunos magníficos dibujantes algo olvidados en la actualidad: Emilio Freixas, Lon Goria, Bocquet (pequeña muestra de una gran muchedumbre), pues la ilustración de libros no es un arte menor y quienes a ella se dedicaban deben ser recordados con la admiración, el cariño y el respeto que merecen.

(La ilustración que se adjunta pertenece a Freixas y aparece en la novela Hidalguía.)