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Vista aumentada de un girasol
Vista aumentada de un girasol.

La belleza de los fractales

Fuera del patrón humano, que el vanidoso y egocéntrico Homo sapiens sapiens ha decretado como modelo de medida en lo que atañe a la supremacía del Hombre dentro del mundo que nos rodea (¡y hasta el infinito y más allá!), existe otro mundo en el que estamos en contacto siempre y al cual apenas si le concedemos importancia porque lo consideramos nuestro complemento y servidor creado para el halago de la humanidad, ya que a nuestro modo de entender las cosas no tiene otra razón de existencia. Es el pequeño gran universo de los fractales, lo que es obvio y sin embargo nos obstinamos en no apreciar como merece. ¿Debido a qué?

Las personas tenemos un sentido muy utilitario de cuanto nos rodea y admiramos la belleza si podemos sacarle algún provecho práctico. Desde la antigüedad los hombres y las mujeres hermosos han sido muy admirados, e incluso ciegamente idolatrados hasta convertirlos en dioses en muchas ocasiones, pero esta admiración no era aséptica y distante, se buscaba un toma y daca, un intercambio, la admiración no era inocente, debajo de ella latía el interés sexual más o menos encubierto: si yo admiro la belleza es porque quiero sacarle un provecho, beneficiarme de ella, ¿acaso no fue creada para mi regalo?

Y así en todo, un hermoso paisaje puede originar un complejo turístico, admirar a un ciervo, a un león, a las mariposas, puede convertirlos a los unos en trofeos de salón y a las otras en cuerpecitos atravesados por un alfiler en el fondo de una caja con tapa de cristal, porque no hay nada que el ser humano no considere posesión suya y contemplando los árboles no descubra el bosque aun cuando éste le rodee.

El Hombre y su orgullosa ceguera, su desprecio a todo aquello que no se pueda utilizar debidamente, su muy personal visión distorsionada de las cosas.

Cuando yo era pequeña le comenté en cierta ocasión a mi padre que los escarabajos eran muy feos y mi padre me dijo, con toda seriedad, que los escarabajos tendrían la misma opinión de mí al mirarme con sus ojos de escarabajo (¿no recuerda esto a Pulgarcita de Andersen?). Aquella fue una lección que no he olvidado nunca y que me hizo comprender, tras madura reflexión ayudada por las explicaciones paternas, que el mundo que nos rodea encierra tesoros que no están siempre al alcance de todos y uno de ellos es el concepto de la belleza, de la belleza sin más que puede tener mil y una formas de expresión, de la belleza que no espera premios ni recompensas, de la belleza que está ahí indiferente a su propia y asombrosa realidad. Yo diría ahora, la belleza de los fractales, en plan fríamente científico esas entidades semigeométricas de organización fundamental dividida irregularmente y que se va repitiendo a escalas distintas.

Ya sé que suena muy complicado, pero en el fondo es bastante sencillo aunque a primera vista no lo parezca. Ejemplos, un fractal es la estrella de la que están compuestos los copos de nieve, fractales son las espirales de los caparazones de los caracoles, y así todo lo que geométricamente pueda ser repetitivo, aunque, como es lógico, con sus variantes, que se muestran incluso en el sonido; ¿qué mejor fractal que la vibración de las notas musicales? Todos aquellos que hayan visto Fantasía, de Walt Disney, recuerden el comienzo de la película.

Muchas veces he pensado que esa maravilla de perfección y hermosura que encierra en su interior una geoda, haya de permanecer por toda la eternidad oculta sin que nadie le llegue a rendir el tributo de su admiración. Por supuesto que a las cristalizaciones que allí se esconden poco les importa que las descubramos o no y ahí está el quid de la cuestión, al menos en lo que a este artículo se refiere.

En mi pre adolescencia nos trasladamos a vivir al campo, a una casa rodeada de pinos, lo que se dice en plena naturaleza, y uno de los recuerdos más inolvidables que conservo de aquellos años es el de una tela de araña gigante tendida entre dos arbolillos. Hacía un par de horas que había amanecido, era septiembre, el cielo estaba de un azul casi blanco, olía a resina de pino, y la tela de araña, una obra de ingeniería perfecta, sin ningún desgarrón, se mecía suavemente, toda ella salpicada de gotas de rocío, en el aire fresco de la mañana... Y en su centro la autora, una gruesa araña rodeada por sus ocho patas, inmóvil y al parecer indiferente, permanecía a la espera de las incautas presas que acabarían cayendo en esa red. Puedo asegurar que el espectáculo era de una belleza tal que te dejaba inmóvil y sin palabras.

Desde otro punto de vista se podría argüir que aquello era una malévola trampa y la araña un cazador astuto y sin sentimientos, ¿pero, eso puede borrar la belleza del cuadro?, por otra parte la araña, por muy araña que fuese, también necesitaba alimentarse.

La belleza está donde está, en las estrellas de un copo de nieve, en la erupción de un volcán, en el paso lento de las nubes, en los dibujos de la piel de una serpiente, incluso en los pétalos de una flor carnívora, hasta en el musical aullido del lobo en una noche de luna...

Ese es el tipo de belleza que desestimamos habitualmente, bien sea por prejuicios inculcados, bien por aburrida indiferencia, y sólo nos detenemos ante la belleza utilitaria, aquella que nos manipula o a la cual podemos nosotros manipular.