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Elizabeth TaylorAlrededor de Liz Taylor

Siempre alrededor de Elizabeth Taylor, incluso después de su mutis definitivo, porque nadie ignora a estas alturas que ha aparecido una supuesta foto suya, un artístico desnudo, que ha dado rápidamente la vuelta al mundo entre el sí y el no: ¿será ella, no será ella?

Su leyenda afirma que Liz se hizo fotografiar desnuda para regalarle la foto a su tercer marido, Mike Todd, y que el fotógrafo fue un buen amigo suyo, de ella, el actor Roddy McDowall, compañero de trabajo en los tiempos infantiles de ambos, y, según se rumoreaba, homosexual; tal vez por eso fue elegido como fotógrafo para que Todd no se pusiera celoso.

No obstante, hay quien desmiente esta historia, atribuyendo la modelo del desnudo a cierta bailarina profesional, y así comienza el vaivén de las suposiciones, otra chica, otro fotógrafo, y se complica un misterio que, si en tiempos se insinuó, no va a desmentir ahora Elizabeth Taylor cuando, al parecer, nunca lo hizo antes, según los datos que obran en mi poder.

Se nos van las grandes stars del cine, las antiguas bellezas nunca igualadas en la actualidad; las divas de entonces que a su exquisita hermosura unían una gran feminidad, y sobre todo magia, ese sutil encanto que no encontramos en las bellas actrices de hoy en día. Las de hoy en día son mujeres reales, incluso cercanas, las de entonces eran mitos aparentemente inalcanzables y todos soñaban con ellas en su doble condición de mujeres bellísimas y estrellas de cine.

Cualquier actor famoso, cualquier actriz, pasa a formar parte de nuestras vidas por lejano que se halle, está entre nuestros recuerdos y nos ha acompañado muchas veces sin que apenas nos diéramos cuenta, luego, cuando mueren, sentimos de repente un extraño vacío, como si nos faltara algo, y es así; nos falta una parte importante de nuestras propias vidas, aquella que pertenece a la materia de la que están hechos los sueños, esa que contribuye a alegrarnos la existencia al regalarnos sus momentos felices, momentos de infancia, de juventud y de madurez. El amigo invisible se ha ido y su ausencia se convierte en una presencia casi táctil, en una especie de fantasma de las navidades pasadas, que añoramos desesperadamente porque con él fuimos dichosos sin saber que lo éramos, porque con él compartimos muchas horas de nuestras pequeñas e insignificantes existencias.

Son lo mismo que fotografías en un viejo álbum familiar, que hoy en día, con los medios audiovisuales que tenemos, podríamos denominar DVD de la memoria, imágenes en movimiento, recuerdos lejanos, tardes pasadas en el cine de barrio, asfixiados de calor en verano y en invierno helados de un frío que ni tan siquiera el calor del público podía desvanecer. El público, otro amigo invisible, con él llorabas o reías, con él pateabas de gozo o con él quedabas absolutamente mudo cuando las escenas encerraban un gran suspense. Amistades que nacían en la oscuridad delante de una gigantesca pantalla, personas sin nombre ni rostro definido a las cuales las luces de la sala, al encenderse, anulaban, devolviéndolas a la realidad gris.

Nunca fuimos muy exigentes, Richard Burton y Elizabeth Taylor no eran Marco Antonio y Cleopatra, eran ellos con su propia historia de amor cuyo final provisionalmente feliz nos bastaba, tampoco pedíamos más, tan sólo que la hipnótica magia continuase, y eso sucedía.

Las sucesivas bodas y divorcios de la actriz de los ojos color violeta nos llenaban de provinciana admiración: a ella todo le estaba permitido pues esa clase de personajes del celuloide reemplazan a los antiguos dioses mitológicos, ya que el poder del cine les convierte prácticamente en inmortales y por eso les adoramos; este fue el gran descubrimiento que nos trajo el cine mudo: podemos seguir viendo a una Greta Garbo jovencísima, a Douglas Fairbanks padre, a Bela Lugosi... A tantos y tantos, mucho más recientes, que ya no están.

Creo que era en la Metro Goldwyn Mayer, donde se decía, en plan de slogan publicitario, que tenían más estrellas que en el cielo; pues bien, ya tienen una más.